?Un Parlamento in¨²til?
Las declaraciones del presidente del Tribunal Constitucional no suelen pasar desapercibidas. En su ¨²ltima comparecencia se ha referido a la instituci¨®n parlamentaria. Hace a?os que Jim¨¦nez de Parga se pronuncia en p¨²blico sin esquivar la pol¨¦mica. Lo ha venido haciendo desde que le conocimos en las aulas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona y en circunstancias tan poco propicias como eran las de la dictadura. Quienes estuvimos cerca de ¨¦l aprendimos quiz¨¢ no tanto su agilidad o su brillantez, pero s¨ª un cierto sentido del riesgo intelectual y pol¨ªtico. Nos ense?¨® incluso a discrepar de sus propias opiniones, tal como hemos hecho en m¨¢s de una ocasi¨®n y seguiremos haciendo cuando convenga: en la c¨¢tedra, en el debate pol¨ªtico o en la hospitalidad de su casa.
Sus palabras sobre el Parlamento han reavivado una vieja pol¨¦mica. Porque la poca funcionalidad de muchos parlamentos actuales no es asunto reciente en los textos de ciencia pol¨ªtica y de derecho constitucional. Incluso los manuales para principiantes se?alan la decadencia de los parlamentos cuando analizan el sistema democr¨¢tico en su conjunto. Describen bien que son inventos del siglo XIX, destinados a contrapesar la influencia de los monarcas constitucionales y de las camarillas que les rodeaban, y que su importancia fue declinando en favor del Ejecutivo.
La acci¨®n de varios factores -partidos disciplinados, intervenci¨®n estatal en pol¨ªticas sectoriales de complejidad creciente, creaci¨®n de burocracias especializadas, profesionalizaci¨®n de la pol¨ªtica- hizo que el centro de gravedad de la pol¨ªtica democr¨¢tica se desplazara hacia el Gobierno y la Administraci¨®n p¨²blica. Desde entonces -y con pocas excepciones-, los parlamentos aparecen como un gran teatro apto para escenificar controversias, pero no para decidir cuestiones. El proceso legislativo y la elaboraci¨®n presupuestaria son dirigidos por el Gobierno, con la mayor¨ªa gubernamental como comparsa complaciente y con la oposici¨®n minoritaria ejerciendo esforzadamente su derecho al pataleo reglamentario.
Quedar¨ªa como ¨²ltima justificaci¨®n del Parlamento el ejercicio del necesario control sobre la actuaci¨®n gubernamental. Pero ah¨ª se da la gran paradoja: el que debe ser controlado -el Gobierno- suele controlar al controlador. Y no se trata de un trabalenguas. El Gobierno cuenta generalmente con mayor¨ªa parlamentaria suficiente para impedir que la oposici¨®n -minoritaria por definici¨®n- ejerza eficazmente su labor de control: lo revela el fracaso de las comisiones de investigaci¨®n, pero tambi¨¦n la ineficiencia de otros complejos mecanismos parlamentarios menos espectaculares e igualmente improductivos.
A ello se a?ade el ritual parlamentario: formalista, lento y excesivamente codificado. Un ritual que cuesta reformar, porque las mayor¨ªas gubernamentales se resisten obviamente a ello, mientras que las minor¨ªas tampoco manifiestan gran entusiasmo para alterar unas reglas a las que se adaptan con m¨¢s o menos comodidad. El resultado es que el ritmo pol¨ªtico de la calle avanza a velocidad de Internet, mientras que el ritmo parlamentario responde a la era anterior al ferrocarril, cuando los diputados acud¨ªan al Parlamento en diligencia.
Notemos, adem¨¢s, que los medios de comunicaci¨®n de masas han acabado con la tantas veces reclamada centralidad del Parlamento. Son los medios los que marcan la agenda de sus debates, los que condicionan el estilo de las intervenciones, los que sentencian inapelablemente sobre 'ganadores' y 'perdedores' en el hemiciclo. La oportunidad -o, mejor, el oportunismo-, la capacidad para traspasar la peque?a pantalla o la frase estridente y efectista se imponen sobre las razones complejas de un argumento o la importancia de una cuesti¨®n contemplada a medio plazo.
Si se tiene en cuenta, adem¨¢s, que muchos asuntos de importancia - grandes decisiones en pol¨ªtica econ¨®mica, monetaria, comercial, exterior, de defensa, etc¨¦tera- se dirimen a escala internacional y con muy leve intervenci¨®n parlamentaria, no es exagerado afirmar que las asambleas han perdido buena parte de las atribuciones que la Constituci¨®n sigue atribuy¨¦ndoles.
Esta p¨¦rdida de influencia no afecta s¨®lo al Parlamento. Afecta a todas las instituciones p¨²blicas: en sociedades complejas, tales instituciones son parte de una red m¨¢s amplia de actores -sociales, mercantiles, territoriales, internacionales- de cuya concertaci¨®n nacen las grandes orientaciones pol¨ªticas. La gobernaci¨®n -o la gobernanza- de una sociedad nace de esta concertaci¨®n y no de la acci¨®n imperativa de las instituciones estatales.
Pero esta din¨¢mica regresiva afecta m¨¢s, si cabe, al Parlamento. ?Hay correcci¨®n posible a esta din¨¢mica? Algunos parlamentos europeos -dejemos a un lado otras experiencias poco transportables- han adoptado medidas interesantes. En primer lugar, abrir el Parlamento a la intervenci¨®n abierta -y no subterr¨¢nea- de grupos de inter¨¦s, movimientos sociales, organizaciones no gubernamentales y otros grupos ciudadanos: mejor contar con ellos a la luz del sol que reducirlos ¨²nicamente a la penumbra de los despachos o a la agitaci¨®n callejera. En segundo lugar, neutralizar la posici¨®n dominante de la mayor¨ªa gubernamental cuando conviene controlar al Gobierno: ?podemos seguir con la ficci¨®n del controlador controlado si queremos que el Gobierno se vea efectivamente obligado a rendir cuentas? En tercer lugar, incrementar la dotaci¨®n de personal experto al servicio de los parlamentos: ?es concebible, por ejemplo, que el Parlamento s¨®lo cuente con expertos en derecho y no en otro tipo de relaciones econ¨®micas y sociales que tanta influencia tienen en la acci¨®n p¨²blica y social?
Si no se adoptan estas y otras medidas, aumentar¨¢n las cr¨ªticas al excesivo n¨²mero de diputados, a la insuficiente agilidad de sus actuaciones o a la superficialidad de sus enfrentamientos dial¨¦cticos. No ser¨ªa positivo. Porque conviene recordar que, junto a cr¨ªticas que aspiran a recuperar un papel m¨¢s efectivo para el Parlamento, hay otras que nacen de la desconfianza en el valor mismo del debate democr¨¢tico.
Josep M. Vall¨¨s es catedr¨¢tico de Ciencia Pol¨ªtica de la UAB y miembro de Ciutadans pel Canvi
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