?Democracia de los partidos? S¨ª, pero en serio
Una de las grandes paradojas de los grandes partidos pol¨ªticos contempor¨¢neos -partidos de masas, partidos 'omn¨ªvoros'- es que, siendo fuertemente olig¨¢rquicos y autoritarios, repiten a campana herida su inmaculada vocaci¨®n democr¨¢tica, su exquisito respeto a las reglas de la democracia interna. Ahora bien, para cualquiera que conozca m¨ªnimamente el sentido profundo de la democracia, su sentido hist¨®rico, esa paradoja es f¨¢cil de desarmar: las oligarqu¨ªas, es decir, las formas de gobierno donde el poder se concentra en pocas manos, son perfectamente compatibles con la representaci¨®n pol¨ªtica y con el principio de elecci¨®n por la regla de mayor¨ªas. Por ce?irnos al caso espa?ol y, a¨²n m¨¢s, a los dos grandes partidos, tanto PSOE como PP son partidos que responden a una misma arquitectura autoritaria y olig¨¢rquica de distribuci¨®n del poder interno, arquitectura exquisitamente respetuosa -insisto- con las reglas m¨ªnimas de representaci¨®n y elecci¨®n 'democr¨¢ticas'. Los dos aspiran -y en sus mejores momentos, como el actual PP, lo consiguen- al mismo sistema piramidal, con cabeza visible de poder, con liturgia cesarista, con congresos predeciblemente plebiscitarios y con f¨¦rreo control jer¨¢rquico desde arriba. Por debajo de esa fachada democr¨¢tica, bien al contrario, lo que act¨²an son redes clientelares que soportan el sistema desde la base hasta la c¨²spide. Y el que se mueve, como se dijo con acierto pl¨¢stico en su momento, no sale en la foto.
En un sistema pol¨ªtico donde la imagen ha sustituido a la palabra, donde la instant¨¢nea televisiva sustituye al argumento impreso, ese modelo jer¨¢rquico tiene indudables ventajas electorales a las que los partidos dif¨ªcilmente saben o quieren sustraerse: traslada a la opini¨®n p¨²blica una imagen de unidad y eficiencia y hasta de seriedad y competencia pol¨ªticas. Pero el coste es tambi¨¦n muy alto: creciente alejamiento, desafecci¨®n e incredulidad por parte de la ciudadan¨ªa, escasa militancia, corrupci¨®n interna, ausencia de debate real dentro y fuera de los partidos, etc¨¦tera. Si uno de estos grandes partidos est¨¢ en forma, su esquema organizativo es as¨ª de sencillo: las ejecutivas profesionalizadas deciden, las bases ratifican y son movilizadas. Y de la buena conducta de ¨¦stas -de su probada lealtad clientelar, de su hoja de servicios prestados- depender¨¢ su propia carrera pol¨ªtica ascendente.
Lo que la sociolog¨ªa pol¨ªtica de los partidos nos ense?a, ya desde Robert Mitchels y Max Weber, es que la relaci¨®n patr¨®n-cliente dominante en estas organizaciones aupa a los mediocres y serviles y discrimina y margina a los que tienen juicio propio, que alimenta la peor de las ambiciones -la del poder por el poder- y arrumba las ideas genuinas, las convicciones profundas y hasta las vocaciones sinceras de servicio p¨²blico, que convierte a los partidos en meras maquinarias electorales m¨¢s o menos bien engrasadas y no en veh¨ªculos de comunicaci¨®n y pedagog¨ªa pol¨ªticas o en plataformas de participaci¨®n ciudadanas y escuelas de democracia. ?Y alguien se extra?a de que la gente del com¨²n -nuestros conciudadanos- huya de los partidos pol¨ªticos?
Pero la democracia es otra cosa. Y esa otra cosa no son precisamente las primarias, por saludables que fueran en su momento para la cultura pol¨ªtica del PSOE y por arrumbadas, manipuladas e impedidas que est¨¦n en la actualidad. Las primarias, que no dejan de ser un peque?o rayo de luz democr¨¢tica, no interesan a las ¨¦lites dirigentes. Las primarias introducen incertidumbre, dan p¨¢bulo a la sorpresa. Y las ¨¦lites dirigentes no quieren sorpresas ni incertidumbres, sino libertad de acci¨®n y control de la organizaci¨®n. Por eso, m¨¢s en general, les incomoda e inquieta la democracia. ?Por qu¨¦? Para responder hay que hacer un poco de historia. Y hay que hacer un poco de historia porque esa historia de la democracia -larga y tortuosa- se ha olvidado.
Hist¨®ricamente, por democracia se entendi¨® -y ello hasta bien entrado el siglo XX- lo opuesto de oligarqu¨ªa. Gobiernos olig¨¢rquicos fueron y son Gobiernos -o criptogobiernos ocultos- donde dominan los pocos ricos (los grandes, los nobles, los patricios). ?stos han sido los Gobiernos hist¨®ricamente dominantes. Frente a ellos, las democracias se presentaron -y ha habido muy pocas democracias en la historia- como los Gobiernos de los muchos pobres, de los trabajadores asalariados, de los que viv¨ªan por sus manos. Lo curioso es que el 'democr¨¢tico' principio de elecci¨®n mayoritaria nunca fue la se?a institucional de identidad de la democracia hist¨®rica, sino el principio sistem¨¢ticamente combatido por ella y unido a los Gobiernos aristocr¨¢ticos u olig¨¢rquicos. En realidad, las se?as de identidad de la democracia fueron tres mecanismos de participaci¨®n pol¨ªtica: rotaci¨®n obligatoria en la ocupaci¨®n de cargos, brevedad de los mandatos y el principio de selecci¨®n por sorteo. Y si miramos a la democracia m¨¢s antigua y profunda, la ateniense, habr¨ªa que a?adir la paga -misthos- que recib¨ªan los ciudadanos por asistir a la asamblea popular o por detentar magistraturas. La democracia hist¨®rica siempre desconfi¨® -y supo restringir al m¨¢ximo- el principio electivo para la selecci¨®n de representantes o, por mejor decir, mandatarios. ?Por qu¨¦? Porque ello daba a los grandi la posibilidad de crear y financiar redes clientelares de apoyo pol¨ªtico a sus candidaturas que, as¨ª, se hac¨ªan sempiternas.
Los cuatro grandes principios democr¨¢ticos han desaparecido del discurso pol¨ªtico contempor¨¢neo y, mucho m¨¢s, de la praxis pol¨ªtica partidaria. Vaya usted a un partido cualquiera con ellos, prop¨®ngalos. Ya le anticipo la reacci¨®n: o bien una sonrisa autocomplaciente de indiferencia ante lo ex¨®tico o bien un rictus de autodefensa ante lo absurdo. ?Hasta tal punto ha calado la cultura autoritaria en el seno de los partidos que se dicen democr¨¢ticos! Pero no se desanime usted y entre y analice un partido cualquiera. Si a ¨¦ste le va bien, ver¨¢ un bloque monol¨ªtico e inatacable de poder piramidal; si le va mal, descubrir¨¢ el encono fratricida con el que las distintas familias se tiran a deg¨¹ello, ver¨¢ los odios enquistados, la desconfianza entre 'camaradas' y una lucha abierta por el poder. Y ahora aplique a estos ¨²ltimos los sencillos remedios democr¨¢ticos. Haga rotar las secretar¨ªas ejecutivas, recorte la duraci¨®n de sus mandatos, selecci¨®nelos por sorteo (no es siquiera necesario que los incentive econ¨®micamente), deje si quiere la elecci¨®n de representantes para los congresos federales. Se sorprender¨¢ de los resultados: todos se ver¨¢n obligados a convivir, a compartir, a deliberar, unas veces con unos otras con otros; las redes clientelares no tendr¨¢n soporte organizativo, los arribistas -que los hay a granel en los partidos- ya no encontrar¨¢n el modo de dise?ar sus estrategias, los venales no tendr¨¢n mercanc¨ªa que vender, los que viven con permiso de sus patrones ocupar¨¢n cargos con el solo permiso del azar, la rotaci¨®n y su propia disponibilidad, pues el sorteo a nadie obliga y a todos habilita; la participaci¨®n interna -y el debate- se enriquecer¨¢n; con la quiebra de las clientelas y la rotaci¨®n obligatoria los acomodados -los que aspiran a vivir de la pol¨ªtica y no pisan freno moral para conseguirlo- perder¨¢n su estructura de incentivos; las mejores ideas se abrir¨¢n camino, los brillantes y los contestatarios y los rebeldes tendr¨¢n su oportunidad. Pero tambi¨¦n le digo: las resistencias que usted encontrar¨¢, aun en la m¨¢s peque?a de las agrupaciones locales, ser¨¢n terribles. Porque el problema de la democracia interna de los partidos es que la idea misma de la democracia -su historia, su sentido, su necesidad- se ha olvidado y los intereses fuertemente organizados en su interior no tienen gana alguna de rescatarla del olvido. Le dir¨¢n adem¨¢s que si prescindimos del principio de elecci¨®n -o lo ce?imos, por ejemplo, a los grandes congresos-, el bruto, el ignorante, el inexperto se abrir¨¢ paso y pondremos en sus manos delicadas decisiones importantes; le dir¨¢n que ellos fueron elegidos por sus m¨¦ritos, y que la meritocracia debe imperar en la pol¨ªtica. Ante eso, tenga usted bien preparada la respuesta: d¨ªa a d¨ªa, cada vez con m¨¢s frecuencia, los buenos y los mejores van renegando de la pol¨ªtica y refugi¨¢ndose en la vida privada, en el quehacer privado, en el negocio privado. D¨ªa a d¨ªa, y cada vez m¨¢s, se va empobreciendo la clase pol¨ªtica. No le quepa a usted duda: la falta de democracia, s¨ª, pero de democracia en serio, tiene mucho que decir al respecto.
Andr¨¦s de Francisco es profesor titular de la Facultad de Ciencias Pol¨ªticas y Sociolog¨ªa de la Universidad Complutense.
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