Un hurac¨¢n de siete horas
Uno. Extinci¨®n, la adaptaci¨®n de la ¨²ltima novela de Thomas Bernhard, a cargo de Krystian Lupa y su extraordinaria compa?¨ªa, los 24 actores del Teatr Dramatyczny de Varsovia, ha pasado por el Grec como un vendaval de fuerza creciente. El primer d¨ªa s¨®lo congreg¨® a doscientos espectadores; el ¨²ltimo desbord¨® el Lliure, con el p¨²blico puesto en pie, los rostros at¨®nitos, como si emergieran de un sue?o turbador; como cuando la intensidad extrema de un fen¨®meno te hace dudar de su existencia. Todos los miedos iniciales -siete horas en polaco, con 'sobret¨ªtulos', como se dice ahora; riesgo de letargia letal, culos anestesiados, desnucamiento- se esfumaron a los veinte minutos. Certidumbre de estar ante el mejor montaje extranjero de la temporada y de muchas temporadas: una absoluta obra maestra, un prodigio alqu¨ªmico, al servicio de la emoci¨®n pura; la obra de un gran artista, con un cuidado exquisito y maniaco por el detalle, con un coraz¨®n inmenso, abierto a todas las realidades de la existencia. Los sue?os, los recuerdos, los delirios... Lupa dirige desde lo alto de la platea, como hac¨ªa Sybeberg en sus buenos tiempos, con auriculares y una mesa de mezclas, graduando los sonidos, gotas taladrando el silencio, ecos de voces perdidas, locomotoras on¨ªricas, puertas que se cierran como guillotinas; modulando los ritmos, las pausas, la gran partitura de Extinci¨®n. Y los decorados que juntan tiempos coincidentes en un mismo espacio desolado, y los colores y luces del recuerdo, un verde ag¨®nico, una claridad sentenciada, y, por encima de todo, una mirada de perpetuo asombro y comprensi¨®n ¨²ltima hacia las miserias y grandezas de los personajes, sus semejantes.
Dos. El ojo del hurac¨¢n de Extinci¨®n es el gigantesco Piotr Skiba, que interpreta a Franz Joseph Murau, su protagonista: siete horas sin abandonar la escena, llevando la obra sobre sus hombros como una dinamo de energ¨ªa constante. Franz, profesor de filosof¨ªa, vive en Roma, autoexiliado de su 'apestosa Viena' natal. Un telegrama anuncia la muerte en accidente de sus padres y su hermano mayor, y pone en marcha la maquinaria de la memoria, un largo y enfurecido soliloquio de Franz frente al joven Gambetti, su alumno italiano, que r¨ªe hist¨¦ricamente ante su perorata y le acusa de exagerador nato, de 'nihilista grotesco: la especialidad austriaca'. Las evocaciones se deslizan como ese escaparate que cruza el escenario, con zapatos que parecen flotar en una luz fantasmal, ante el que la madre y el hijo pasean, juntos y lejan¨ªsimos, en una tarde que parec¨ªa olvidada. La madre vivi¨® en un limbo de alta sociedad y m¨²sica de Mahler; el padre colabor¨® con los nazis. El eterno tema de Bernhard: el fascismo latente de su pa¨ªs, la contaminaci¨®n de toda su sociedad. Desfilan grandes y complejos personajes. El t¨ªo Georg, el gran despotricador, alma gemela de Franz. El refinado cardenal Spadolini (Marek Walczewki, un Fern¨¢n G¨®mez polaco), presunto amante de la madre. Y Mar¨ªa, el ¨¢ngel del relato, la vieja poetisa agonizante, pero todav¨ªa llena de vida y pasi¨®n, interpretada por la gran Maja Komorowska, una de las actrices favoritas de Kieslowski (Dec¨¢logo) y Wajda (Las se?oritas de Wilko); algo as¨ª como ver a Anna Lizar¨¢n y China Zorrilla bajo una misma piel. La segunda parte, en tiempo presente, marca el retorno al hogar. El entierro, el funeral, los fantasmas familiares. Las dos hermanas, Cecilia y Amalia, como las terribles ni?as gemelas de El resplandor, ahora crecidas... Y el cu?ado, como un ternero golpeado por un mazo, y los cad¨¢veres expuestos en el invernadero, y la joven criada que contempla a Franz como Ofelia ante Hamlet, y los estallidos de Franz, y su furia ante el silencio que sigue arropando a los colaboracionistas. Tres grandes secuencias: el retorno del cardenal Spadolini, evocando, durante una larga cena, su relaci¨®n con la familia Murau; la aparici¨®n de los espectros de los padres, que no se acostumbran a estar muertos, y la recriminaci¨®n del hijo, y el llanto, desconsolado, in¨²til, del padre; la inesperada comuni¨®n entre Franz y Walter, el hijo del jardinero, recordando a sus respectivos padres.
Y Mar¨ªa, en la pen¨²ltima escena, cuando Franz habla de su proyecto de libro, de su 'voluntad de extinci¨®n' de todos los recuerdos y ella replica: 'No se puede escribir s¨®lo desde el dolor; eso ser¨ªa una simple venganza'. Un lac¨®nico r¨®tulo final nos informa de que Franz leg¨® la mansi¨®n familiar a la comunidad jud¨ªa de Viena, en desagravio, y como bofetada suprema a los jerarcas austriacos.
Extinci¨®n, de Bernhard, en manos de Lupa: Puro Bergman, con el instinto, la inventiva, el fulgor esc¨¦nico de las grandes sagas de Robert Lepage. Siete horas de maravilla, todo est¨¢ concebido desde la autenticidad y el respeto: al autor y a los espectadores. Nunca una obra tan amarga habr¨¢ deparado tanta felicidad: la felicidad de la fluidez, de la verdad esc¨¦nica. Y todo ello, sue?os, soliloquios, eleg¨ªas y exasperaciones, at the right tempo, como dec¨ªa Sinatra cuando cantaba, en el Sands de Las Vegas, con la gloriosa orquesta de Count Basie.
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