Divagaciones veraniegas
Nuestro verano, cuando llega, llega de verdad. Y se comporta como un dictador indolente. Bajo su yugo, sea en ¨¦poca de trabajo o de vacaciones, muchos son los que pasan las noches dando desfallecidos tumbos por la cama. Se levantan con el pijama hervido, los m¨²sculos de mantequilla y el cerebro blando como el reloj de Dal¨ª. Pasadas las horas de tregua matinal, el aire adquiere una densidad de chicle usado. El d¨ªa avanza pringoso, dominado por una ¨²nica esperanza: el fr¨ªo artificial del aire acondicionado, que abunda en los lugares p¨²blicos (¨²nico sacrilegio ecol¨®gico que incluso los naturalistas m¨¢s entusiastas aceptan sin rechistar). Es entra?able recordar la estrat¨¦gica apertura de puertas y ventanas que se estilaba en las casas antiguas para crear brisas ben¨¦ficas. Para aligerar el bochorno en un piso sin aire acondicionado, esta vieja estrategia puede ser ¨²til, todav¨ªa (aunque pone a prueba la fragilidad de los modernos marcos de puertas y ventanas). Tambi¨¦n aten¨²a d¨¦bilmente el achicharramiento la vieja t¨¢ctica de cerrar las oberturas que dan a mediod¨ªa. Y las duchas frecuentes, las bebidas heladas, los apa?ados ventiladores, el castizo abanico. Es obvio, por lo tanto, que el problema del calor no est¨¢ en la casa, propiamente, sino en la calle, donde es imposible liberarse de sus garras lanosas, donde es in¨²til pretender defenderse del sudor o luchar contra la feroz incandescencia. Pienso esto caminando, torrefacto y aceitoso, por la mayor avenida de mi ciudad. Los ¨¢rboles no me protegen del sol, a pesar de la altura que han obtenido veintitantos a?os despu¨¦s de haber sido plantados. Pasar¨¢ mucho tiempo antes de que estos casta?os puedan resguardar al desolado peat¨®n veraniego.
Durante el franquismo, se levantaron en todo el pa¨ªs enormes y desva¨ªdos edificios de viviendas. Se alzaban bajo la presi¨®n demogr¨¢fica y del mercado. Los ayuntamientos de aquella ¨¦poca, sin presupuesto y sin autoridad, abandonaban las nuevas calles a su suerte. Esta avenida, por ejemplo, naci¨® sin asfalto. Para que el urbanismo desarrollista se transmutara en algo decente y aseado tuvieron que trabajar muy a fondo los nuevos ayuntamientos democr¨¢ticos. Crearon los servicios m¨¢s imprescindibles, asfaltaron y remozaron el espacio p¨²blico y maquillaron, dentro de lo posible, el fe¨ªsimo cutis urbano que heredamos del franquismo. Una de las formas cl¨¢sicas del maquillaje urbano son los ¨¢rboles (ocultan las m¨¢s horribles fachadas, tamizan la luz, pintan notas verdes sobre la infinita partitura gris de la ciudad y se atreven a hablar de la vida en los yermos dominios del asfalto).
Los ¨¢rboles llegaron a estos barrios modernos con la democracia. Eran arbolillos reci¨¦n salidos del vivero: apenas una l¨ªnea vertical cubierta con un ¨ªnfimo sombrero verde. Han sido sometidos a podas muy rigurosas, con la pretensi¨®n, no s¨¦ si equivocada, de favorecer su crecimiento. Tienen una existencia ¨¦pica. Han resistido heroicamente los gases del tr¨¢fico, las ruedas invasoras, los ataques de los brutos, las sequ¨ªas pertinaces. Un cuarto de siglo despu¨¦s, exhiben ya cierta prestancia, pero est¨¢n muy lejos de ser los solemnes ejemplares que admiramos en los parques de a?eja tradici¨®n. Ahora son j¨®venes, es decir, demasiado estilizados, con el tronco excesivamente liso y delgado. Est¨¢n muy lejos de la formidable corpulencia de los ¨¢rboles adultos. Aunque provengan de especies muy apreciadas o ex¨®ticas, pasar¨¢n muchos a?os antes de que los ¨¢rboles plantados en barrios perif¨¦ricos o en ensaches desarrollistas puedan ser considerados hermosos. Y es que los argumentos de la belleza de los ¨¢rboles son exactamente contrarios a los del moderno ideal de belleza humana. Condiciones de la hermosura de un ¨¢rbol son la rugosidad de su corteza o piel, el peso de los a?os, la gordura y solemnidad del tronco, el espesor y la abundancia de las ramas. Cuando estos casta?os adolescentes que ahora no pueden protegerme de las bayonetas solares tengan la madurez y la obesidad de los grandes casta?os parisienses, entonces esta moderna avenida por la que yo, torrefacto y aceitoso, ahora camino se convertir¨¢, a pesar de sus pretenciosos y anodinos edificios, en un paseo elegante y acogedor.
En verano, la comparaci¨®n entre los cuerpos y los ¨¢rboles no es balad¨ª. Desprotegidos de las caritativas gabardinas y de otros piadosos ropajes, obligados a desnudarnos en las playas y piscinas, nuestros cuerpos se exhiben con dolorosa franqueza a la cruel mirada del vecino. No s¨®lo sufren las chicas que no responden al andr¨®gino modelo actual. Muchas mujeres abandonan el biquini por no mostrar las primeras ondulaciones del est¨®mago. Y algunos hombres, avergonz¨¢ndose de su curva m¨¢s feliz, deciden no regresar a la playa. M¨¢s all¨¢ de estos ejemplos radicales, el cuerpo nos averg¨¹enza en verano. Nos humilla con arrugas y manchas, nos acompleja con la presencia real o imaginaria de la grasa. Y anuncia a bombo y platillo el paso del tiempo, la p¨¦rdida del supuesto tesoro de la juventud. Muchos son los consuelos que puede encontrar el propietario de un cuerpo que no responde a los c¨¢nones de la belleza televisiva. En el arte por ejemplo. Las Venus primitivas y las de Rubens, Gauguin o Botero ayudan a recordar que el ideal de la belleza femenina, siendo como es cambiante, acaba siempre retornando a la dulce amenidad de la abundancia. Tambi¨¦n la cultura, desde las p¨¢ginas del Tirant lo Blanc hasta las de Garc¨ªa M¨¢rquez, ayuda a entender que el placer no admite reglas, que todo lo que constri?e acaba produciendo estre?imiento. Pero es en la naturaleza donde encontramos las mejores lecciones de tranquilidad. Lo que en un hombre es signo de ominosa gordura y fatal senectud, en un ¨¢rbol significa solemnidad y nobleza. Este grupo de mujeres maduras que se lamentan de las arrugas o de la piel de naranja desconocen, quiz¨¢, que la frondosa arboleda que las refleja es el espacio de la placidez. En esta arboleda, el verano es ameno, y en ella tienen lugar las mejores siestas.
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