Cuentos
Siempre que se escribe acerca del cuento literario, hay dos o tres t¨®picos que reclaman peaje. Una especie de escr¨²pulo obliga al autor del art¨ªculo de turno a tratar de convencer a sus lectores de que no se hallan ante un g¨¦nero menor, de que el cuento entra?a una serie de problemas estil¨ªsticos y funcionales que no desmerecen del largo aliento preciso para redactar una novela. Lo peor de los t¨®picos es que, de tanto o¨ªrlos, uno pasa por alto su validez: y estos la tienen. Se suele citar tambi¨¦n a Cort¨¢zar o Hemingway (seg¨²n los casos) para otorgar paternidad a ese aforismo hu¨¦rfano seg¨²n el cual el cuento equivale a un KO sobre el ring y la novela a una victoria por puntos. La imagen resulta gr¨¢fica y sirve para ilustrar toda la fuerza, la concentraci¨®n, el nervio necesarios a quien desee redondear un buen relato corto. La novela, como las venganzas, se conforma con la virtud de la paciencia; un buen cuento exige acci¨®n y no espera: viajar, probar salsas, hacer girar los cristales en el calidoscopio en busca de una estrella aut¨¦nticamente valiosa. En un cuento, cada frase resulta imprescindible y es la piedra angular de una catedral; lleva horas, desenga?os y sorpresas montar un castillo hasta descubrir la posici¨®n en que la gravedad no atenta contra ning¨²n naipe. A pesar de su dificultad, en el cuento se encuentra el punto de partida desde el que todos los que escribimos emprendimos la literatura. Su brevedad y la aparente simpleza con que lo resolv¨ªan los maestros (Poe, Kafka, Borges) enga?aba a los novicios y nos hac¨ªa perge?ar historias confusas, cosas cojas en las que a veces se ocultaba una idea valiosa arruinada por los escombros de un estilo absolutamente inadecuado. Pero con ayuda de aquellos diez folios mecanografiados a doble espacio, con plica y seud¨®nimo, ¨ªbamos ganando nuestro primer salario de escritor y algunos diplomas de concejal¨ªas de cultura que mam¨¢ acababa por colgar en el sal¨®n, junto a la foto de comuni¨®n y el t¨ªtulo de bachiller del ni?o.
Pasado el tiempo, yo entend¨ª que el cuento era una gimnasia demasiado exigente y me limit¨¦ a la tranquilidad de la novela. Otros de mis antiguos compa?eros de diplomas prefirieron seguir ejercitando sus m¨²sculos y hoy se han convertido en maestros secretos de un arte que todos ponderan pero muy pocos saben valorar. Hace unas semanas que el sanluque?o F¨¦lix J. Palma acaba de sacar su ¨²ltima colecci¨®n de relatos, Las interioridades, publicada por Castalia. Quien conozca el ramillete de flores ex¨®ticas que era El vigilante de la salamandra, su anterior antolog¨ªa, descartar¨¢ que exagero si afirmo que Palma es uno de los cinco o seis autores breves imprescindibles en nuestra literatura actual: el cuidado con que lima cada una de sus ficciones, la atenci¨®n que pone en graduar el encanto, la incertidumbre, el miedo que deben envolver al lector nos coloca ante un artesano que no s¨®lo conoce su labor sino que la ejerce con envidiable eficacia. Cada cuento de F¨¦lix constituye una invitaci¨®n a jugar al escondite; a trav¨¦s de sus p¨¢ginas somos llevados de frase en frase como por pasillos cruzados, en busca de un final que no nos atrevemos a adivinar.
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