AP?STATAS DE STENDHAL
Sobre las arenas milenarias del cabo de Trafalgar, donde Nelson gan¨® su batalla pero perdi¨® la vida, pueden adivinarse todas las historias. Una ruta que mezcla lo tangible y lo fabuloso, y donde cada paisaje contiene todos los paisajes.
Sin ¨¢nimo de querer imitar a Borges, pienso que cada paisaje contiene todos los paisajes y que cuando uno pasea por la ciudad de Sevilla, pongamos por caso, puede descubrir en ella no s¨®lo la antigua H¨ªspalis, sino una callecita de Quito, el mercado de Fez y hasta el Londres de Sherlock Holmes. Por eso me gustan tanto las exploraciones tramposas, esas que nada tienen que ver con la geograf¨ªa y en las que uno no observa necesariamente lo que tiene delante, sino aquello que imagina, sin someterse a la tiran¨ªa de Pentax y Coca-Cola, que nos obliga a poner cara de gran inter¨¦s ante los monumentos hist¨®ricos y hacer comentarios oportunos: '?No te parece grandioso?'; 'Dicen que Felipe II descans¨® aqu¨ª'; 'Oye, s¨¢came una foto, que se la voy a mandar a mam¨¢...'.
Supongo que ser¨¢ la edad, pero me cansa parecer ejemplar en nada, ni siquiera en el elegante y cacareado s¨ªndrome de Stendhal. (Ya saben, me refiero a ese desmayo, ese dolor casi f¨ªsico que ahora parece obligado sentir al contemplar algo bello). Si me molesta esa pasi¨®n tan generalizada por monumentos y paisajes es porque pienso que cuando uno elige un enclave (y Espa?a tiene tantos que la decisi¨®n se hace dif¨ªcil) precisamente est¨¢ eligiendo, es decir, desechando todos los dem¨¢s. En cambio, la excursi¨®n que les propongo ahora por los alrededores del cabo de Trafalgar tiene la doble ventaja de ser bella y, al mismo tiempo, de contar con un proscenio lo suficientemente neutro como para representar sobre ¨¦l otros mil viajes: expediciones al desierto realizando alg¨²n beau geste, por ejemplo, o traves¨ªas sin retorno hacia mi hemisferio sur a bordo de una nao peregrina. ?sta es mi propuesta: mezclar lo tangible con lo fabuloso, de modo que lo que admiremos no pueda ser captado por ninguna c¨¢mara de fotos. Porque las m¨¢quinas atrapan s¨®lo lo visible, y no aquello con lo que fantaseamos. Y ¨²ltimamente ni siquiera eso: tan ocupados estamos en fotografiarlo todo que ya no somos capaces de mirar m¨¢s que a trav¨¦s de un objetivo; hemos renunciado a hacerlo con el ojo desnudo. Prescindo, pues, de todo artefacto, y d¨¦jenlo ustedes tambi¨¦n aqu¨ª, junto a aquella duna, que de poco les va a servir en este viaje.
Sobre las arenas de una playa milenaria pueden adivinarse todas las historias, pero la primera que uno recuerda visitando Trafalgar es ¨¦sa en la que ustedes est¨¢n pensando. Sucedi¨® en octubre de 1805, y se presta a mucho contar, pero, como yo no soy partidaria de las gestas b¨¦licas, gane quien pierda, pienso dedicarle apenas un par de l¨ªneas. Si me decidiera a extenderme, podr¨ªa, al modo del Gabrielillo de P¨¦rez Gald¨®s, relatarles c¨®mo aquel amanecer del 20 de octubre, v¨ªspera de la batalla, soplaba de Levante. Y lo hac¨ªa con tanta fuerza que el capit¨¢n del Bucentauro, el franc¨¦s Villeneuve, decidi¨® poner rumbo al norte. Ah¨ª fue donde tambi¨¦n rol¨® la suerte y se puso de lado de los ingleses. Como suele suceder con demasiada frecuencia, no es en los momentos sublimes cuando se decide la historia. En esta ocasi¨®n, por ejemplo, ni el arrojo de unos, ni siquiera la terrible cantidad de sangre que empapaba las cubiertas sobre las que Gabrielillo y otros grumetes hab¨ªan tenido la precauci¨®n de esparcir grandes cantidades de arena, determinaron la contienda. En realidad, la batalla de Trafalgar se decidi¨® el d¨ªa antes, y fue porque interpretaron mal el viento. Nelson gan¨® su batalla, pero perdi¨® la vida y de gesta tan mentada queda, adem¨¢s del luto en la vestimenta de los marineros ingleses, alg¨²n vestigio submarino de que un d¨ªa 58 barcos oscurecieron estos mares. En junio, cuando los rayos caen m¨¢s perpendiculares, a veces pueden verse los esqueletos de algunas naves al este del cabo. Es posible que esas sombras pertenezcan al crucero Reina Gobernadora, que se hundi¨® a principios del siglo pasado o, qui¨¦n sabe, tal vez sean parte de un pesquero de nombre La Teresita, pero nosotros, los ap¨®statas de Stendhal, vemos lo que se nos antoja. Por eso les juro que, una vez, hace 30 a?os, tuve la suerte de vislumbrar brevemente un trozo del buque franc¨¦s Achilles, aqu¨¦l que vol¨® por los aires justo antes de que Villeneuve se rindiera a los ingleses.
Lo siento, me estoy dejando llevar. Les hab¨ªa prometido que no dedicar¨ªa m¨¢s de un par de l¨ªneas a las gestas b¨¦licas y llevo casi el doble... Bueno, pongamos que la culpa es del viento. En esta parte del mundo al Levante se le puede echar la culpa de todo, incluso de alg¨²n asesinato, que casos han habido con picapleitos avispados de por medio. 'Enajenaci¨®n mental transitoria' lo llaman, pero la gente del lugar tiene otro nombre imposible de reproducir aqu¨ª para esa especie de extrav¨ªo que provoca el viento del Este y que angosta las entendederas haciendo que uno divague, como he hecho yo, m¨¢s de lo conveniente.
Y ahora, con la coartada bien ce?ida, les contar¨¦ otra historia. ?sta tambi¨¦n tiene como protagonistas al mar y a la arena, y sucedi¨® hace tanto tiempo que nadie se pone de acuerdo sobre el lugar exacto. Seg¨²n la leyenda, ocurri¨® en 'los confines occidentales' y, si tenemos en cuenta que durante mucho tiempo el Atl¨¢ntico se?alaba el comienzo de lo desconocido, es posible que el jard¨ªn del que voy a hablarles estuviera muy cerca de aqu¨ª.
Hasta ese jard¨ªn, llamado de las Hesp¨¦rides, lleg¨® un d¨ªa Heracles, m¨¢s conocido por H¨¦rcules, para realizar uno de los 12 trabajos a los que estaba condenado por matar a sus hijos. As¨ª, despu¨¦s de librar al mundo del le¨®n de Nemea, de limpiar los establos del rey de Elis desviando el curso de dos r¨ªos (c¨®mo estar¨ªan aquellos establos...) y antes de viajar a los infiernos como todo h¨¦roe que se precie, H¨¦rcules tuvo que cometer un robo: apoderarse de unas fabulosas manzanas de oro custodiadas por un drag¨®n y que eran propiedad de las Hesp¨¦rides. Las Hesp¨¦rides eran las hijas de Atlas, el tit¨¢n al que los dioses, por su tentativa de asaltar el cielo, hab¨ªan condenado a sostener eternamente la b¨®veda celeste sobre sus hombros.
Como bien se sabe, Atlas cumpl¨ªa el castigo muy cerca de Trafalgar. Sosten¨ªa la b¨®veda (tengan presente que era un tit¨¢n y no se asombren con lo que voy a contarles) parado, con un pie en el monte Hacho. Hasta all¨ª lleg¨® H¨¦rcules despu¨¦s de mucho trampear y de averiguar d¨®nde podr¨ªa estar tan secreto jard¨ªn, y se le ocurri¨® que la mejor forma de hacerse con las manzanas era enga?ar al padre de las propietarias para que las robara. A cambio, H¨¦rcules le prometi¨® a Atlas sustituirlo en la tarea de sujetar la b¨®veda celeste. Como viv¨ªa tan aislado, Atlas, sin duda, ignoraba el valor de la palabra de los h¨¦roes, porque se crey¨® aquello, mat¨® al drag¨®n, y enseguida trajo lo acordado. H¨¦rcules entonces le mostr¨® su agradecimiento y se dispuso a cumplir el pacto.
'A partir de ahora -dijo-, y por toda la eternidad, yo llevar¨¦ tu carga, pero suj¨¦tame la b¨®veda un momento, que voy a ponerme una almohadilla en el hombro, que me duele mucho'.
El siguiente trabajo de H¨¦rcules fue bajar a los infiernos, no para expiar su culpa por haber enga?ado tan vilmente a Atlas, sino para cometer un nuevo robo: apoderarse del Cancerbero, que, por cierto, no es un portero de f¨²tbol, sino el perro que guardaba los infiernos. Pero una vez m¨¢s me he alejado demasiado del cabo de Trafalgar -ser¨¢ el Levante-, por eso les propongo dejar la mitolog¨ªa y volver a nuestro punto de partida, sobre la playa.
?Qu¨¦ quieren hacer ahora? ?Jugamos a beau geste e improvisamos un entierro vikingo? ?O prefieren suponer que estamos embarcando rumbo a las Indias? ?Les parece bien que imaginemos cosas que nunca ocurrieron? Est¨¢ bien, me doy cuenta de que no a todo el mundo le gustan estos juegos. Pasada la infancia, las personas dicen preferir las verdades a las mentiras, y buscan certezas como buscan paisajes o monumentos con historia, porque son s¨®lidos y ¨²nicos y se pueden fotografiar y ense?ar a los amigos para demostrarles: 'Yo estuve all¨ª'.
A pesar de mi apostas¨ªa de Stendhal, debo reconocer que ¨¦l estaba en lo cierto cuando hablaba de la emoci¨®n y de la punzada casi f¨ªsica que produce contemplar tantas obras de arte como hay en este mundo. Y, sin embargo, sigo creyendo que existe mucho m¨¢s de lo que el ojo ve. Por eso prefiero, a veces, los paisajes neutros, porque creo que, en cualquier recodo, o debajo de una tonta piedra, hay una puerta, un pozo o un pasadizo secreto que conduce a otros paisajes, a todos los paisajes. Porque uno no se encuentra un aleph sin esfuerzo; tiene que invent¨¢rselo.
Gu¨ªa pr¨¢ctica
Datos b¨¢sicos
Situaci¨®n: en la costa gaditana, a 10 kil¨®metros al oeste de Barbate. La poblaci¨®n m¨¢s cercana al cabo de Trafalgar es Los Ca?os de la Meca.
Dormir
El Poseid¨®n (649 68 63 15), Casas Karen (956 43 70 67) y Atrapasue?os (609 03 25 70). Alquiler de casas rurales y apartamentos en Los Ca?os de la Meca.
Fuerte Conil (956 44 33 44). Hotel de inspiraci¨®n ar¨¢bigo-andaluza en la playa de la Fontanilla. Conil de la Frontera. Desde 94,96 euros la habitaci¨®n doble.
Hotel Playa del Carmen (956 43 43 11). Ruiz de Alda, 46. Barbate. 69 euros.
Comer
El Campero (956 43 23 00). Avenida de la Constituci¨®n, s/n. Barbate. Especialidades basadas en el at¨²n de almadraba. Unos treinta euros.
Torres (956 43 09 85). Ruiz de Alda, 1. Barbate. Frituras de pescado y salazones de at¨²n. 30 euros.
La Fontanilla (956 44 07 79). Playa de la Fontanilla. Conil. Pescados y mariscos. 30 euros.
Informaci¨®n
www.playasdetrafalgar.com
ISIDORO MERINO
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