La gran conjura: quieren matar el verano
Verano, verano m¨ªo, no declines, cantaba Gabriele D'Annunzio, que lo amaba por ser la estaci¨®n de la plenitud y el abandono a la vida y habr¨ªa querido que no acabara nunca. Ya desde la infancia y la adolescencia, el verano deja en el coraz¨®n una sensaci¨®n de gloria y felicidad, ligadas a la liberaci¨®n de las obligaciones y de las metas a¨²n por alcanzar, de los deberes que cumplir, los fines que perseguir, los resultados que obtener. En los a?os de colegio, el verano son las vacaciones, no un descanso recreativo, sino una era, una edad que separa dos cursos como si fueran dos ¨¦pocas hist¨®ricas.
Vacaci¨®n deriva de vacare, vac¨ªo, y esto es lo que hace resplandecer a la vida verdadera, que se vive y se disfruta hasta el fondo s¨®lo cuando es libre como el cielo y el mar, ignorando compromisos, obsesiones, programas, proyectos. La miel y el bronce del verano, la extensi¨®n inagotable del mar, el incesante chirriar de las cigarras; horas que transcurren tan lentas como mareas, que se pasan mirando y escuchando la resaca, completamente saciadas con la nada, es decir, con todo lo que ocurre, colores, olores, sabores, gritos de gaviotas, amanecer y ocaso de constelaciones; mar, posici¨®n horizontal, la m¨¢s digna del hombre, gran ocio y gran prueba de eros. Aquellos que no han olvidado la infancia la reencuentran m¨¢s f¨¢cilmente en verano, jugando con las horas igual que los ni?os juegan con el agua.
El miedo al verano es comprensible, como el miedo a vivir, a amar, a ser felices, a la muerte
D'Annunzio sab¨ªa lo que dec¨ªa cuando invocaba a su estaci¨®n para que no declinara. Sin embargo, el mundo y sus fastos a los que tan in¨²tilmente prometemos renunciar en el bautismo, no opinan como ¨¦l; todo se conjura contra el verano, ya tan corto, para hacerlo a¨²n m¨¢s corto, para domarlo, neutralizarlo, educarlo como conviene, encorbatarlo. Si el verano se parece demasiado a la vida, todos se afanan por ponerle un vestido como es debido y mandarlo al colegio, quiz¨¢ a cursos de verano llenos de clases, horarios, programas, reuniones, seminarios.
Un s¨ªmbolo de esta cruzada, desgraciadamente victoriosa, como casi todas las cruzadas, es la triunfal dictadura del aire acondicionado, una aut¨¦ntica calamidad higienista que, ¨²til siempre que se use con moderaci¨®n para aliviar el trabajo en determinados ambientes y en determinados momentos, se administra en dosis masivas como un electroshock y, como cualquier exceso higi¨¦nico, arruina la salud: entradas accidentales en un restaurante, taxi u oficina g¨¦lidos como un gulag, y peor que atiborrarse de analg¨¦sicos, antibi¨®ticos, antit¨¦rmicos, supositorios, tranquilizantes y que provoca accidentes y malestares de todo tipo.
Aparte de los aut¨¦nticos males,
psicol¨®gicamente el aire acondicionado cae como las duchas heladas que antiguamente se usaban de forma s¨¢dica en los manicomios o como una escalofriante y almidonada camisa de fuerza sobre los cuerpos que el verano, ben¨¦volo como aquellas diosas del Nilo que se conced¨ªan a todos los mortales, destinar¨ªa en cambio a la tibieza, a la desnudez, a sentir durante semanas sobre la piel desnuda ¨²nicamente la sal y el agua del mar. El fr¨ªo es puritano, invita a abrigarse y no a descubrirse; el aire acondicionado -con sus corrientes m¨¢s venenosas que el b¨®reas y el mistral- es el s¨ªmbolo de una vida as¨¦ptica y esterilizadora, saneada de humores y sabores, de esas linfas y ese limo fecundo e impuro sin los cuales no hay sexo y no hay juegos de ni?os que se embadurnan con tierra y arena. De todas formas, el aire acondicionado es s¨®lo la premisa y el corolario de otros atentados mortales contra el verano. Como el h¨²medo hielo de una catacumba o una c¨¢mara de ox¨ªgeno, es el clima de los ambientes mezquinos en los que se habla, se discute, se pronuncian y se escuchan conferencias, se promueven debates, en fin, se moviliza continuamente a las personas para que hagan, siempre hagan algo, impidi¨¦ndoles hoscamente abandonarse, vagabundear, contemplar el transcurrir de las horas.
Aunque el verano puede ser un vac¨ªo feliz en el que vagar sin rumbo, nunca como en esta estaci¨®n nos afanamos en llenar este vac¨ªo con compromisos, programas, ofertas culturales impuestas como un deber al que no podemos sustraernos, reuniones, encuentros, festivales, retiros espirituales, mesas redondas, obligaciones disfrazadas de placeres, postales de rigor de todo tipo, que llaman a la formaci¨®n. ?Pelot¨®n, en fila, derecha, adelante marchen! El miedo al vac¨ªo, es decir, sencillamente el miedo a vivir y a encontrarnos en compa?¨ªa de nuestros propios pensamientos, es tan fuerte que nos alegramos de marchar y obedecer, de tener algo que hacer. Aunque el evento tenga lugar bajo un toldo ardiente, es como si un aire acondicionado ideal se interpusiera entre nosotros y la llamada de lo que Saba denominaba vida caliente. Incluso un libro, dec¨ªa Val¨¦ry, puede ser en ocasiones una droga que ayuda a no pensar, como cuando de manera obsesiva llevamos un volumen al ba?o, para no permanecer a solas con nosotros mismos ni siquiera esos cinco minutos.
El miedo al verano es compren
sible, como el miedo a vivir, a amar, a ser felices, a la muerte. En la hoguera estival nos parece advertir, por un instante, la intensidad insostenible de la existencia. Esa belleza es una zarza ardiendo que consume, rosa -escrib¨ªa en el siglo XVII el m¨ªstico cat¨®lico Antelus Sitesius- que no tiene un porqu¨¦, florece porque florece de la eternidad en Dios, indiferente al deshojarse y a la muerte de tantas e innumerables rosas en el tiempo. El fuego de las adelfas enamora igual que el a?o pasado, igual que hace muchos veranos, igual que cada verano, y no se entiende si esas adelfas son siempre las mismas o siempre otras, si en su nuevo florecimiento amamos su muerte y por tanto tambi¨¦n la nuestra y si esto ocurre tambi¨¦n con cada rostro querido, con su eternidad y su paso. La flor que amamos el a?o pasado es la misma que amamos ahora o es otra, habla de la fidelidad y la fugacidad del amor. La belleza del verano es tambi¨¦n despiadada, es Apolo que despelleja a Marsias, luz cegadora. Toda hermosa jornada, dice una p¨¢gina memorable de Raffaele La Capria, es tambi¨¦n una herida, deja en el coraz¨®n la dolorosa nostalgia por todo aquello que falta, la melancol¨ªa por la divergencia entre la belleza de la vida y su dolor. El chirriar de las cigarras, quieto e inm¨®vil, como el color ambarino del aire, es tambi¨¦n el zumbido de la guada?a y entonces se puede entender que se intente cubrir ese chirrido con cualquier otro ruido, incluso molesto, y velar esa luz corriendo visillos y abriendo sombrillas.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.