Profesores de idiomas
Cierra una de esas academias de ingl¨¦s que cobran por adelantado y a cr¨¦dito (las dos cosas a la vez: prodigioso invento de la ingenier¨ªa financiera). El sistema se basa en la experiencia. Conozco a gente que lleva estudiando ingl¨¦s desde la infancia y se acerca a la edad de la jubilaci¨®n sin saber ingl¨¦s, de acuerdo con un prejuicio razonable: si la propia lengua se aprende de un modo natural y sin esfuerzo consciente, cualquier lengua se dominar¨¢ en cuanto se le preste atenci¨®n, es decir, en cuanto haya tiempo y ganas. Pero, cuando hay tiempo y ganas, falta paciencia, siempre se abandona. As¨ª que un sabio invent¨® el pago por anticipado en beneficio de la academia y del alumno: ¨¦ste se obliga econ¨®micamente al estudio y la academia de idiomas se asegura el cobro incluso si el alumno se cansa. El esquema olvida un factor: la tendencia humana al mal c¨¢lculo y la mala administraci¨®n es tan corriente como la costumbre de dejar para ma?ana el aprendizaje de la lengua extra?a.
Saber idiomas goza de un prestigio m¨ªtico: en la literatura religiosa en la que me eduqu¨¦ era un don divino y una maldici¨®n. Antes de la torre de Babel todo el mundo era de un mismo lenguaje e id¨¦nticas palabras, dice la Biblia, pero entonces la gente emigr¨® hacia Occidente, lleg¨® a una vega, fabric¨® ladrillos, una ciudad y una torre con la c¨²spide en los cielos. Empez¨® a trabajar. Ya nada de cuanto se propusiera le ser¨ªa imposible, dijo Dios, y embroll¨® el lenguaje para que nadie se entendiera. Parece que el pecado no fue la osada altura del rascacielos, sino el ponerse a trabajar organizadamente, la maldici¨®n. La bendici¨®n la recibieron los ap¨®stoles de Jes¨²s: la llama del Esp¨ªritu Santo sobre la cabeza. Hablaban y los entend¨ªan todos, cretenses y romanos, asi¨¢ticos y egipcios, ¨¢rabes y jud¨ªos. Unos se maravillaban, otros se re¨ªan: ??sos est¨¢n llenos de vino!
Descubro una conexi¨®n entre el alcohol y el don de lenguas. Recuerdo al poeta catal¨¢n Gabriel Ferrater, que, adicto a la literatura, quiso leer en casi todas las lenguas del mundo. Pienso en el irland¨¦s James Joyce, profesor de la Academia Berlitz en Pola, base naval que hoy es croata, y antes, casi siempre seg¨²n las guerras, fue romana, veneciana, austriaca, italiana, yugoslava. Joyce beb¨ªa todas las noches en aquel puerto donde se hablaba italiano, serbocroata y alem¨¢n, y de d¨ªa ense?aba ingl¨¦s a los oficiales de la marina de Austria. Hay algo fabuloso en los profesores de idiomas, y San Pablo, cuando enumeraba en su carta a los corintios los dones divinos, junto a la sensatez y el arte de curar y adivinar, inclu¨ªa la diversidad de lenguas y el don de interpretarlas. Recuerdo Granada: mi fant¨¢stica profesora de franc¨¦s y su anillo de titanio extra¨ªdo del fuselaje de un avi¨®n estrellado en Rabat; la seriedad humilde y gentil de mi profesora del Instituto Goethe en la plaza de Campo Verde, que me rega?¨® por mi pereza; la elegancia moral de mi profesora de catal¨¢n; la bondad de mi profesor de portugu¨¦s; mi bello e inepto profesor de italiano; mi muy querido amigo que me ense?aba ¨¢rabe.
Ahora estar¨¢n de asambleas, defendiendo su trabajo, los due?os de la maravilla.
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