El oto?o de los plebeyos
Cuando pronunciamos esa palabra, aventura, solemos pensar en viajes prolongados, en destinos remotos, sin itinerarios previstos, sin rutinas ni derroteros trazados. Le damos un gran valor a lo que dicha voz significa, sobre todo porque apreciamos esas circunstancias excepcionales que alteran lo ordinario, que nos exaltan y que nos ponen en riesgo. Necesitamos la rutina, el principio de realidad dictaminado por Freud, pero la existencia fija y acomodada y previsible acaba pronto por agostarnos. ?Qu¨¦ podemos oponer al tedio? Hubo un tiempo en que grandes partes del globo permanec¨ªan inexploradas: eran inc¨®gnita y enigma, la cifra misma de lo desconocido. El oto?o de ese per¨ªodo fue el largo siglo XIX, cuando el reparto colonial del mundo era ya pr¨¢cticamente definitivo. Fue tambi¨¦n en el ochocientos cuando floreci¨® un g¨¦nero narrativo ya antiguo, pero que por entonces prolongaba y daba sentido a las peripecias de los colonizadores, de los exploradores, de los traficantes, de los misioneros y de los cazadores de fieras. Me refiero, claro, a las novelas de aventuras, relatos viajeros, protagonizados siempre por animosos caballeros que se aplebeyan en el trance.
Pertrechados con toda clase de atav¨ªos y auxiliados por algunos silenciosos secundarios (porteadores, etc¨¦tera), avanzaban dominados por una idea fija, obcecados por la meta que los gu¨ªa: era el objetivo del viaje, su justificaci¨®n, casi siempre un rescate o un logro cient¨ªfico. Afrontaban riesgos, amenazas, y se opon¨ªan bravamente a los peligrosos villanos que los acechaban, aunque principalmente se sobrepon¨ªan a unas aprensiones propias de caballeros victorianos. De aquellas aventuras temerarias nos han quedado un pu?ado de deliciosas novelas, excitantes, entretenidas, grandiosas novelas que nunca han formado parte del canon ni tampoco de la exaltaci¨®n evocadora de los columnistas m¨¢s refinados, esos que hacen pirotecnia literaria cuando escasean las ideas: soberbias narraciones en que lo excepcional, lo inaudito y lo ignoto son alivio del oto?o, de la rutina y de la molicie en la metr¨®poli. Hoy, cuando la existencia en las grandes ciudades sigue siendo frecuentemente tediosa, a?oramos aquellos viejos, aquellos buenos tiempos que se perdieron con el advenimiento del siglo XX. Los periplos actuales, tan cuidadosamente preparados, tan exquisitamente ideados, s¨®lo son un lejano remedo del grand tour burgu¨¦s o un p¨¢lido reflejo de los viajes interoce¨¢nicos, de las traves¨ªas arriesgadas en que se aventuraban los victorianos eminentes, y suelen discurrir para nuestro descargo por itinerarios previstos. Echamos en falta, sin embargo, esa aventura f¨ªsica, esas geograf¨ªas ind¨®mitas e ins¨®litas, pero sobre todo deploramos que se pierda la principal lecci¨®n moral que se desprende de aquellas narraciones: el coraje de quien se aplebeya enfrentando el miedo, el viaje como formaci¨®n y temple del esp¨ªritu, como experiencia que curte el alma para el oto?o de la vida, que tonifica la voluntad muelle, que nos obliga a mostrar humor, trato solidario y audacia frente a las penalidades y la muerte. J¨®venes que fueron t¨ªmidos y taciturnos burgueses, pendencieros o arrogantes, acababan sobreponi¨¦ndose, arrostrando peligros, dando pruebas de generosidad, de eficacia e inteligencia, demostrando m¨²sculo, nervio, olfato y camarader¨ªa. Tal vez lo que les hace falta a tantos de nuestros muchachos, tal vez aquello de lo que m¨¢s carecemos nosotros mismos. S¨ª, ya s¨¦ que son relatos pol¨ªticamente incorrectos, que siempre est¨¢n protagonizados por hombrecitos y que sus virtudes se tienen por viriles y occidentales. Pero, ah, amigos, qu¨¦ muchachos, qu¨¦ arrojo, qu¨¦ relatos. Les pido que sean condescendientes, que suspendan de momento sus reproches dengosos y que retengan lo fundamental: el recuerdo de esas cualidades rudas y plebeyas que fortalec¨ªan a aquellos aguerridos viajeros, esas virtudes que encallec¨ªan a aquellos molzalbetes tiernos.
Ahora empezamos el curso. Dejamos atr¨¢s estancias y desplazamientos veraniegos, ex¨®ticos, paradis¨ªacos, como rezan los prospectos tur¨ªsticos. Dejamos atr¨¢s lecturas fin¨ªsimas de las que alardeaban ciertos pol¨ªticos de campanillas y libros exquisitos que citaban algunos columnistas de estilo bomb¨¢stico. En dos palabras, regresamos a lo cotidiano. Justamente por eso ser¨ªa bueno que nos hici¨¦ramos con alguna de dichas novelas de aventuras, alegor¨ªas de la vida buena y valiosa: podr¨ªamos internarnos, por ejemplo, con Henry Rider Haggard en las minas del Rey Salom¨®n, un relato deliciosamente ingenuo, intrascendente e incorrecto; o adentrarnos con Conan Doyle en el mundo perdido del Amazonas, la muestra m¨¢s ir¨®nica y crepuscular del g¨¦nero. Dicen que son historias archisabidas, porque muchos creen conocerlas sin haberlas le¨ªdo, s¨®lo a partir de su traslado cinematogr¨¢fico. Dicen que son novelas juveniles, estivales, escapistas e incluso vulgares, novelas con las que jam¨¢s har¨ªan ejercicios de estilo los articulistas m¨¢s esforzadamente literarios que frecuentan los peri¨®dicos. No se incomoden: arreb¨¢tenselas a sus hijos, l¨¦anlas o vuelvan a leerlas, ahora que se avecina el oto?o, y ver¨¢n c¨®mo les proporcionan alivio plebeyo para despu¨¦s del verano, pistas e indicaciones para desenvolverse corajudamente en ese viaje hacia el invierno y lo ordinario en que ahora nos aventuramos. Et tout le reste est litt¨¦rature.
Justo Serna es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad de Valencia.
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