Calles inseguras
El liberalismo, cuando pasa de principio pol¨ªtico a reducido inter¨¦s empresarial, tiene estos inconvenientes: que hasta los m¨¢s elementales servicios p¨²blicos acaban en manos privadas y que quien no puede pag¨¢rselos padece su falta desde la m¨¢s absoluta intemperie social y personal. Seg¨²n recientes informaciones, en un corto per¨ªodo de seis a?os Espa?a ha visto incrementada su plantilla de vigilantes privados en 26.500 personas, mientras que el n¨²mero de polic¨ªas se ha reducido en 6.000. Ahora el n¨²mero total de vigilantes rebasa los 90.000, las empresas del sector se acercan al millar y el volumen de facturaci¨®n de tan pr¨®spero negocio alcanza los 1.800 millones de euros.
A menudo hay una contradicci¨®n entre los valores que predica el liberalismo y la inevitabilidad de sus decisiones econ¨®micas. La restricci¨®n de los servicios p¨²blicos puede llegar a un punto en que se pongan en peligro valores b¨¢sicos de la convivencia, entre ellos, el orden, la seguridad, esa estabilidad imprescindible para el desarrollo de cualquier sociedad civilizada y para cuya garant¨ªa, a lo largo de la historia, no se ha encontrado mejor y m¨¢s eficaz remedio que el Estado.
El liberalismo siempre ha desconfiado del Estado, pero el neoliberalismo ha alcanzado tales cotas de desinhibici¨®n que ha detra¨ªdo de ¨¦l valores tan prioritarios como la seguridad. En pa¨ªses como el nuestro, el Estado como organizaci¨®n pol¨ªtica se ha reducido a un valor escu¨¢lido y, en mi opini¨®n, insignificante: el patriotismo. Un Estado con tan poco bagaje, un Estado que sirve a la idea de Espa?a pero no cubre los m¨ªnimos servicios que de ¨¦l demanda la ciudadan¨ªa resulta muy poco seductor.
El sangrante ¨¢rbol del Pa¨ªs Vasco nos impide ver el bosque de la delincuencia com¨²n. A la incapacidad del Estado para acabar con una organizaci¨®n terrorista (tambi¨¦n Aznar va a irse de rositas, entre el fervor de multitudes, pero dejando la cuesti¨®n vasca a¨²n peor que como la encontr¨®) se une un aumento galopante de los ¨ªndices de inseguridad, tanto en la percepci¨®n subjetiva de los ciudadanos como en las propias estad¨ªsticas del crimen.
Uno pasea por Madrid o Barcelona, por Valencia o Sevilla, y constata con tristeza que no hay negocio que levante al mes m¨¢s de tres euros que no cuente en la entrada con un guardia jurado. Uno pasea, por la noche, por esos mismos lugares y percibe de inmediato la necesidad de aligerar el paso, para llegar cuanto antes a lugar seguro. Como siempre, con esos adelgazamientos del servicio p¨²blico los perjudicados son siempre los m¨¢s desfavorecidos, los que no pueden gastarse una parte de su peque?o patrimonio en financiar la protecci¨®n de aquello que les queda.
Hay una diferencia fundamental entre el polic¨ªa y el vigilante, una diferencia que honra sin duda al primero. El polic¨ªa siente, o debe sentir como suyo, cualquier problema de orden que se produzca en el entorno. El vigilante se ci?e a la seguridad de un local. Cualquier otra violaci¨®n de la ley ni le incumbe ni le afecta. Las calles de las grandes ciudades se est¨¢n convirtiendo en espacios peligrosos, mientras a sus lados florecen los comercios vigilados, atestados de guardias, alarmas y c¨¢maras de v¨ªdeo. Uno pone el pie en unos grandes almacenes y, ciertamente, puede sentirse seguro, pero seguro en tanto en cuanto se transforma al mismo tiempo en sospechoso para un sistema que juega con la hip¨®tesis de que puede tratarse de un cliente o de un ladr¨®n en potencia. Y frente a la blindada seguridad de los comercios, la ciudad, como espacio p¨²blico, se acaba convirtiendo en una jungla.
Al mismo tiempo, los modos de vida cambian. Aumenta la tendencia a vivir en extrarradios, donde las urbanizaciones sugieren un nuevo modelo vital, dotado de gran comodidad pero al tiempo profundamente solitario. Se imponen sistemas de seguridad cada vez m¨¢s sofisticados. Y al final uno se representa algunos de esos lugares como c¨¢rceles; c¨¢rceles lujosas, pero c¨¢rceles al fin y al cabo, donde siempre habita el miedo.
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