San Ildefonso
El chico la vio en la plaza de San Ildefonso una noche de viernes. Aparentaba tener su edad, y estaba sola y despegada, como si fuese extranjera. No mostraba curiosidad por nadie, no se interesaba en la conversaci¨®n de los que la rodeaban, y quiz¨¢ la hab¨ªan citado all¨ª, aunque no transmit¨ªa la inquietud del que espera a quien se retrasa.
Porque no la recordaba de otras veces, el chico pens¨® que deb¨ªa haber acudido al concierto de tambores. Pero le costaba admitir esas aficiones musicales en la chica que despertaba su atenci¨®n, esa muchacha despistada y ajena, con aire de turista, que apretaba bajo el brazo una carpeta alargada, de las que sirven para guardar bocetos o dibujos.
Ese aspecto bohemio que le daba la posesi¨®n de la carpeta no era frecuente en los que comparec¨ªan all¨ª los viernes por la noche para escuchar la estridencia de los tambores que dispersaba a los habituales de San Ildefonso hacia la glorieta de Malasa?a o el bulevar de Alonso Mart¨ªnez. La muchacha ten¨ªa pinta de compartir su gusto por los violines y las baladas, y no le result¨® descabellado suponer que la tabarra acabar¨ªa emparej¨¢ndolos en el exilio, ¨¦l con el botell¨ªn en la mano izquierda y ella con la carpeta bajo el brazo derecho, en busca de zonas menos ruidosas donde fuera posible entenderse.
Y quiz¨¢ porque le apetec¨ªa mantener con ella una charla que se figuraba fluida y con muchos puntos en com¨²n que revelaran un pensamiento compartido y la posibilidad de una relaci¨®n amistosa, deseaba que comenzara cuanto antes ese esc¨¢ndalo que congregaba en la plaza de San Ildefonso a tantos como se marchaban de ella, y del que no quedaba otro testimonio al d¨ªa siguiente que las colgaduras de protesta en los balcones de los residentes.
Apareci¨® en ese momento la furgoneta que sol¨ªa transportar a los percusionistas, pero no se detuvo en la plaza para desembarcarlos con sus instrumentos, sino que pas¨® de largo y descendi¨® por la corredera de San Pablo hasta la confluencia con la calle de El Escorial. Por ella se introdujo, mas como asustada de su aspecto l¨®brego o por sus empinados principios -o sencillamente porque el conductor reconociera que se hab¨ªa equivocado de ruta-, fren¨® nada m¨¢s entrar y, rascando la caja de cambios, retrocedi¨® en maniobra prohibida y escandalosa para continuar por la corredera en direcci¨®n opuesta a la plaza de San Ildefonso.
Llevaba la velocidad del que transporta a unos ladrones o persigue apagar un incendio. Salv¨® la esquina de la calle del Pez cuando terminaba la funci¨®n del teatro Alfil y los espectadores se reun¨ªan en la plaza de Carlos Cambronero. All¨ª, el tipo que presid¨ªa el grupo pidi¨® silencio, demand¨® concentraci¨®n mental, alz¨® los brazos, y cuando los baj¨® igual que el director de una orquesta, gritaron todos durante diez segundos.
Luego aplaudieron, sin que participaran del jolgorio los inquilinos de alg¨²n mirador, con pijama y rostro insomne. La mayor¨ªa de los manifestantes se encamin¨® hacia Callao por la calle de San Roque o la misma corredera. Una sombra de postrimer¨ªas abandon¨® el convento de San Pl¨¢cido y, sin detenerse a probar el caldito de El Bocho, avanz¨® hasta la iglesia de San Antonio de los Alemanes, donde un polaco vestido de Papa arengaba a los noct¨¢mbulos.
Al estar cerrada la iglesia, la sombra abord¨® la dur¨ªsima pendiente de la corredera de San Pablo, y a la altura de la calle del Barco se mezcl¨® con una pareja de atletas que sal¨ªa del cine er¨®tico. Los tres subieron hasta la calle de El Escorial entre bocinazos de autom¨®viles y s¨²plicas de mendigos. En las paredes colgaban ofertas de alquileres y las invitaciones al recital de los tambores redactadas con rotulador por una mano de artista.
Llenaban ya la plaza los que reclamaban la presencia de los m¨²sicos y el inicio de la serenata. El chico no lo pens¨® m¨¢s y se acerc¨® a la figura menuda y de pelo recogido que sosten¨ªa la carpeta de bocetos bajo el brazo derecho para informarle de lo que iba a suceder y proponerle un paseo. Con la mano que a¨²n agarraba el botell¨ªn de cerveza toc¨® su hombro y se encontr¨® con una estatua de bronce. La chica era una escultura absorta cuyo rostro se?alaba el blanco muro de la iglesia de San Ildefonso, donde la misma mano de artista que anunciaba el concierto hab¨ªa escrito: '?Qu¨¦ lento eres!'.
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