Dedicado a Valer¨®n
Rodeado por una comitiva de traumat¨®logos, periodistas y cazadores de aut¨®grafos, Juan Carlos Valer¨®n pasea su quebrado perfil de cig¨¹e?a por las charcas de Riazor. Hace cuatro semanas se mov¨ªa entre las l¨ªneas del equipo con una medida suavidad, como un ave migratoria salva las l¨ªneas el¨¦ctricas. Con su aproximaci¨®n a la ingravidez hab¨ªa convertido el juego en un ejercicio de vuelo rasante.
De pronto le tendieron una trampa y le rompieron una pierna. Luego, fuese y no hubo nada: ingres¨® en el hospital, se hizo un molde de escayola, volvi¨® a casa con un bast¨®n y, atrapado por la diplomacia garbancera del f¨²tbol profesional, particip¨® en el protocolo de quejas, disculpas y notas de protesta. A preguntas de seguidores y reporteros, trat¨® de elevar un poco su voz atiplada, pero sin darse cuenta invirti¨® los papeles y acab¨® manteniendo una relaci¨®n parad¨®jica con el agresor: primero le concedi¨® el perd¨®n, y despu¨¦s, encogido en su tono de canario flauta, casi lleg¨® a ped¨ªrselo.
Los comentaristas de carril tambi¨¦n ofrecieron una coartada al autor del crimen: al parecer se trataba de una fractura tan limpia y di¨¢fana como el dibujo de un delineante. 24 horas despu¨¦s el sospechoso no era exactamente el presunto responsable de un atropello, sino una especie de disciplinado genio de la demolici¨®n, casi un cirujano est¨¦tico. Aprovechando la confusi¨®n, los valedores del cachiporrazo nos recordaron de nuevo que el f¨²tbol es cosa de hombres. De hombres del paleol¨ªtico, se entiende.
En este ambiente los espectadores tardamos muy poco en justificar el caso en los exteriores del estadio. Muy pronto asimilamos el viejo soniquete de los estrategas y otros chatarreros del f¨²tbol, esa corte de patanes ilustrados que nos envuelve con sus explicaciones rutinarias y con su olor a casquer¨ªa. Y, conforme pasaban las horas, nos aten¨ªamos al principio de la omert¨¢, la ley del silencio. Convencidos de que todos los entrenadores son un poco culpables y de que en todos los equipos hay alg¨²n mat¨®n, aceptamos r¨¢pidamente que el Deportivo, la Selecci¨®n y el f¨²tbol europeo perdiesen durante diez semanas al mejor de sus int¨¦rpretes; un chico apocado que hab¨ªa convertido la habilidad en una costumbre y que s¨®lo sab¨ªa salir de su timidez para manejar la pelota.
Conviene, sin embargo, que no nos pongamos la venda de Valer¨®n en los ojos. Mientras aceptemos que la brutalidad sea un recurso plausible cuando la practican los chicos de nuestra pandilla o nuestra plantilla, nunca tendremos excusa. Permitiremos que forme parte de los c¨®digos m¨¢s turbios del espect¨¢culo y ser¨¢ tan nuestra como la entrada al campo. Quer¨¢moslo o no, formar¨¢ parte de nuestro propio carnet de identidad.
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