Taxi a El Alamein
Observaba con sumo inter¨¦s la gorra de Rommel y otras posesiones mundanas del zorro del desierto cuando algo extra?o sucedi¨® en el museo de El Alamein, consagrado a la c¨¦lebre batalla ganada por los brit¨¢nicos y sito en los parajes egipcios en los que tuvo lugar ¨¦sta, a un centenar de kil¨®metros de Alejandr¨ªa y un poco m¨¢s de Marsha Matruh. Por la puerta entraban en tropel un mont¨®n de soldados del Afrika Korps alem¨¢n, totalmente pertrechados y ajenos a la rotunda circunstancia de que la II Guerra Mundial acab¨® hace tiempo.
Mi visita a El Alamein y los sorprendentes acontecimientos que viv¨ª all¨ª tuvieron lugar la semana pasada. Despu¨¦s de dos d¨ªas en Alejandr¨ªa y envuelto en una nube melanc¨®lica compuesta a partes iguales por una sobredosis durrelliana, una indigesti¨®n tolemaica, resaca de Cavafis y la tristeza de tenerme que despedir de un buen grupo de recientes amigos y de tres ucranianas equ¨ªvocas, decid¨ª que no hab¨ªa mejor purgante que darme un ba?o ¨¦pico y visitar los escenarios del gran choque de blindados del 42 que fue uno de los momentos decisivos de la segunda contienda mundial (el otro lugar en que se par¨® a Hitler, Stalingrado, no me pillaba tan a mano).
La Alejandr¨ªa de Durrell y Cavafis se disuelve en el cercano campo de batalla donde perdi¨® la partida Rommel, el 'zorro del desierto'
As¨ª, tom¨¦ un taxi y espet¨¦ al conductor, Ahmed, las palabras m¨¢gicas: 'A El Alamein, jefe'. Mientras atravesaba Alejandr¨ªa iba dejando de pensar en Mountolive para centrarme en Montgomery y cuando rodeamos la escudilla empa?ada del lago Mareotis dej¨¦ mi volumen de Alexandria de Forster para sumergirme en el intenso Con Rommel en el desierto, de H. V. Schmidt. Ya no ol¨ªa a Jamais de la vie, el perfume de Justine, sino a p¨®lvora.
No puedo destacar grandes atracciones tur¨ªsticas en la ruta, pues a un lado de la carretera s¨®lo hab¨ªa desierto y al otro una serie continuada de urbanizaciones de fara¨®nica horterez. Empec¨¦ a pensar que quiz¨¢ me hab¨ªa equivocado al no seguir el consejo de Terenci Moix: '?El Alamein? Est¨¢s loco, ve en direcci¨®n contraria, a Rosetta, donde encontraron la piedra, eso s¨ª que es bonito'. Pero entonces vi el cartel que marca la m¨¢xima penetraci¨®n del Eje en territorio egipcio -a 111 kil¨®metros de Alejandr¨ªa-, con la inscripci¨®n en italiano: 'Manc¨® la fortuna, non il valore', y me anim¨¦.
La primera parada fue el Museo de El Alamein. Imaginaba que ser¨ªa un sitio cutre y destartalado, pero me encontr¨¦ con un centro moderno cuyas vitrinas acogen material hist¨®rico de tanto inter¨¦s como los zapatos de un cabo alem¨¢n que pis¨® una mina, la bandera de las Ratas del Desierto, o la boina de Monty, cedida por el Imperial War Museum de Londres. Lo m¨¢s espectacular del museo, si exceptuamos los tanques de fuera, los restos retorcidos de un caza Sptitfire y una foto del conde Almasy (?!) en la secci¨®n dedicada al espionaje en el desierto, son sus maniqu¨ªes, que componen dioramas tan estupendos como el de dos alemanes en una motocicleta BMW que parecen remedar aquella escena de El baile de los malditos, con Marlon Brandon y Maximilian Schell en dantesca cabalgada por el desierto en llamas.
As¨ª que ah¨ª estaba yo frente a la vitrina con las cosas de Rommel, cuando entraron los del Afrika Korps. Impresionaban. Es verdad que el mariscal, su jefe, dec¨ªa que la del Norte de ?frica era un guerra sin odio ('krieg ohne hass'), pero record¨¦ que al personaje de Willem Dafoe de El paciente ingl¨¦s los hombres de Rommel le cortaron los pulgares. Con prudencia, pues, me acerqu¨¦ a uno de los militares, que luc¨ªa insignias de oficial y trat¨¦ de comunicarme con ¨¦l mediante mi alem¨¢n gestual. Me contest¨® en italiano. Result¨® que la fantasmag¨®rica unidad eran en realidad miembros de una asociaci¨®n hist¨®rica de Bolonia dedicados a la recreaci¨®n de episodios de la II Guerra Mundial y que se encontraban en El Alamein para participar, al d¨ªa siguiente, en la conmemoraci¨®n del 60? aniversario de la batalla. Entre el centenar de miembros del grupo los hab¨ªa disfrazados tambi¨¦n de antiguos militares italianos e ingleses. Se mostraron amables, y uno de ellos, Nicola Nicotera, me invit¨® incluso a ponerme su gorra y su guerrera de oberleutnant del Afrika Korps para hacerme una foto de recuerdo junto al busto de Rommel.
Metido ya en ambiente y muy animado, me fui a visitar los nutridos cementerios militares de la zona (la batalla cost¨® casi 70.000 vidas). Me impresion¨® especialmente el alem¨¢n, que es un contundente torre¨®n digno de los caballeros teut¨®nicos de Alexander Nevski y en cuyo patio central y en torno a un monolito con cuatro grandes ¨¢guilas negras en la base, 21 gigantescos sarc¨®fagos de piedra encierran los restos de 4.200 soldados del Afrika Korps. Mientras buscaba en vano signos de alg¨²n culto neonazi o al menos una pista del Grial, top¨¦ con un viejecito con un ramo de flores que se identific¨® cordialmente como herr Gottstein, ex miembro de la 21? Divisi¨®n P¨¢nzer. Hablamos de Rommel, 'ein ganz patenter kerl' -un tipo estupendo, dijo-, y no confraternizamos m¨¢s porque yo le pregunt¨¦ si es verdad que al zorro del desierto le gustaba ba?arse desnudo con sus soldados en las playas de Cirenaica -como cuenta Schmidt- y el hombre desconfi¨®.
El cementerio italiano (Sacrari Militari), otra torre pero m¨¢s fr¨ªvola, me ofreci¨® una nueva sorpresa: en sus jardines de adelfas hab¨ªa aparcado un extraordinario conjunto de tanques, motos y otras m¨¢quinas de la vieja guerra del desierto. Resulta que esos d¨ªas se celebraba tambi¨¦n en la localidad el II Encuentro Internacional de Veh¨ªculos Ex Militares. Vamos, que El Alamein, y en contra de lo que pudiera creerse, vive en una fiesta continua.
El cuerpo me ped¨ªa seguir hacia Tobruk, pero me detuve en el cementerio del 8? Ej¨¦rcito Brit¨¢nico, de una exquisita sobriedad comparado con los otros. Pase¨¦ largo rato entre las 7.000 l¨¢pidas, leyendo epitafios como el del private Elliot ('He lost his young/ and precious life/ but who's to blame') o el de McFarlane de los Highlanders ('He made a woman happy') y me fue invadiendo de nuevo la nostalgia alejandrina que cre¨ªa haber dejado atr¨¢s.
M¨¢s tarde, al regresar a El Cairo por la ruta del desierto, asist¨ª a un breve e intenso crep¨²sculo. Me sacudi¨® como un rel¨¢mpago la frase de Pursewarden en El cuarteto de Alejandr¨ªa: 'Est¨¢n todos muertos y de todo ello no queda ya nada'. Yo ya no sab¨ªa si se refer¨ªa a los asiduos del Cecil Hotel, el Caf¨¦ Al Aktar y Pastroudis o a los batallones de difuntos de El Alamein. Pero sobre todos ellos se cerr¨® misericordioso el ojo del gran Faro del sol tras lanzar sobre las arenas una ¨²ltima y carbonizada mirada.
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