Casas
Una casa no se limita a servir de techo. Cualquiera que salga a pasear una tarde de lluvia puede experimentarlo por s¨ª mismo: puede protegerse bajo un alero, en el interior de un portal, al amparo de un toldo, pero no por eso tendr¨¢ una casa. La casa no es s¨®lo un refugio, no se limita a defendernos de los vendavales, del granizo y de las amistades demasiado vehementes, ni a servirnos de hueco de ¨¢rbol en que alimentar a media docenas de cr¨ªas que boquean. Adquirir una casa supone, de alg¨²n modo confuso, hacerse con una parcela de ma?ana que necesita que se la riegue y abone, igual que el arriate de un jard¨ªn. Con la entrada, los plazos y la hipoteca compramos el insomnio durante el que nos vemos caminando por las habitaciones vac¨ªas, estudiamos el color de los azulejos del ba?o, la posici¨®n de cada volumen en la estanter¨ªa que no se sabe a¨²n si acabar¨¢ emplazada en el comedor o la salita. Compramos los infinitos paseos frente a las tiendas de muebles, las dudas ante el estampado de las cortinas que decoran los salones de nuestros amigos, las sumas, restas, multiplicaciones y guarismos que trazamos en un papel apartado, en cuanto nuestra mano derecha se encuentra inactiva y tiene un bol¨ªgrafo cerca con el que conspirar y hacer c¨¢lculos. Desde el mismo momento en que firmamos el primero de los documentos que nos la conf¨ªa, comenzamos a construir adem¨¢s de la casa el resto de vida que nos va a tocar compartir con ella: porque ser¨¢ ella la que facilite o proh¨ªba el crecimiento de los hijos, los viajes veraniegos, el coche que debe conducirnos a la oficina. Los j¨®venes que en Andaluc¨ªa y el resto del pa¨ªs se entristecen ante la perspectiva de no poder adquirir su primera vivienda no lo hacen porque no tengan techo en que cubrirse del aguacero una noche de lluvia: lo hacen porque con ese conjunto de habitaciones les roban tambi¨¦n las semillas de que son depositarias.
S¨®lo con recordar el colegio en que nos llenamos las rodillas de postillas o el cuarto compartido con el hermano peque?o en que estrenamos el amor y a Edgar Allan Poe, advertiremos que los edificios no consisten en ladrillos y revoque. Los acontecimientos que transcurren en ellos, las decepciones y los triunfos, la esperanza, el miedo, se adhieren a las paredes y las empapan, como la capa de aceite que conquista un papel y lo vuelve una l¨¢mina gris y pegajosa. Cada una de las estancias contiene un cap¨ªtulo de la vida de su due?o, y a veces basta con cruzar el vano para remontarse hasta un rostro lejano, o unas palabras que cre¨ªamos abandonadas en las zanjas del olvido. Pienso ahora en ese enigm¨¢tico relato de Cort¨¢zar en que una pareja de hermanos se ven obligados a desalojar su casa porque un ente sin nombre va invadiendo pac¨ªficamente sus salas, una a una: con un gesto melanc¨®lico que vale por una declaraci¨®n de p¨¦same, los hermanos arrojan la llave en la ¨²ltima p¨¢gina y se despiden del lugar en que crecieron. Siempre me he preguntado por qu¨¦ aquella turbia met¨¢fora de algo que no pod¨ªa nombrar me inquietaba tanto, y tal vez ahora pueda reconocerlo: porque lo que perd¨ªan aquellas criaturas de Cort¨¢zar no era la casa, no era s¨®lo su casa, sino el sonido de los corazones que hab¨ªa quedado grabado en ella, una voz en cada una de las habitaciones.
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