Inmigraci¨®n y valores constitucionales
La inmigraci¨®n no es un hecho nuevo en los Estados m¨¢s desarrollados de Europa. En Espa?a ha empezado a dejar de serlo en los ¨²ltimos a?os. Acostumbrados a tener que salir al extranjero por razones econ¨®micas o pol¨ªticas en un pasado todav¨ªa no tan lejano que convendr¨ªa no olvidar, los espa?oles se enfrentan en la actualidad al reto de convivir en un sistema democr¨¢tico con personas de otras razas, etnias o culturas. La inmensa mayor¨ªa han llegado aqu¨ª en b¨²squeda de una vida mejor y el resto, que son los menos, lo han hecho como refugiados de otros pa¨ªses donde son perseguidos por razones pol¨ªticas.
Es evidente que se trata de una convivencia entre diferentes en la que la posibilidad de fricci¨®n o conflicto no est¨¢ excluida, dada la confluencia entre valores individuales y actitudes colectivas que pueden ser muy distintos. La larga experiencia europea as¨ª lo constata y la espa?ola, aun siendo embrionaria, no le va a la zaga. No es que la cuesti¨®n sea nueva, pero en los ¨²ltimos tiempos se ha avivado el debate acerca del nivel de apertura y de tolerancia que las sociedades democr¨¢ticas est¨¢n dispuestas a mantener frente a una diversidad que viene de fuera. En el ¨¢mbito acad¨¦mico, el tema se ha llegado a plantear, incluso en t¨¦rminos que, m¨¢s all¨¢ de la necesaria provocaci¨®n intelectual, corren sin embargo el riesgo de deslizarse por la pendiente de la truculencia dial¨¦ctica, cuando no, y sobre todo, hacia la simplificaci¨®n y la deriva hacia posiciones especialmente excluyentes. ?ste es el caso del profesor Sartori, quien, rememorando a Popper, se viene preguntando en los ¨²ltimos a?os: ?hasta qu¨¦ punto ha de ser abierta una sociedad sin llegar a autodestruirse? La preocupaci¨®n al respecto se centra sobre todo en la incidencia que pueden llegar a tener los inmigrantes de convicciones sociales teocr¨¢ticas en la estabilidad de las sociedades democr¨¢ticas. Es decir, cuando los comportamientos individuales y colectivos -por ejemplo, de los musulmanes- se gu¨ªan por normas no racionales, ?debe el Estado democr¨¢tico ser tolerante con ello?
La cuesti¨®n no es desde luego simple. La realidad es suficientemente cruda y muchas veces profundamente dram¨¢tica como para que se afronte de forma unilateral, centrando el problema s¨®lo en un conflicto de valores, tradiciones culturales o, a la postre, de civilizaciones como de forma tan esquem¨¢tica y socialmente reaccionaria plante¨® hace tiempo el profesor Samuel P. Huntington. Y mucho menos abord¨¢ndola con car¨¢cter instrumental a fin de denostar, en el plano acad¨¦mico, los planteamientos -con independencia de su mayor o menor acierto- de los fil¨®sofos multiculturalistas anglosajones sobre el pluralismo y la tolerancia, como a mi parecer hace Sartori en su todav¨ªa reciente y airado ensayo intelectual sobre la sociedad multi¨¦tnica y la emigraci¨®n.
El punto de partida ha de ser otro. Para abordar el problema de la inmigraci¨®n en la Europa occidental o en la opulenta Am¨¦rica del Norte, quiz¨¢s ser¨ªa oportuno no ignorar que s¨®lo un tercio de la poblaci¨®n del planeta vive en condiciones de calidad de vida dignas y de acuerdo a formas de gobierno democr¨¢ticas. Y que el resto, que es mucho, no goza ni de lo uno ni de lo otro. Por esta raz¨®n no puede extra?ar que una parte de los dos tercios restantes ande en busca de un lugar en el sol, sobre todo cuando ¨¦ste los ignora o ni siquiera llega a alumbrarles. En este sentido, parece razonable retener que a la hora de analizar el grado de integraci¨®n de los inmigrantes a formas de vida democr¨¢ticas y seculares no se puede hacer abstracci¨®n de las condiciones socioecon¨®micas de procedencia, ni tampoco -y no se olvide- de las que disponen en los pa¨ªses de acogida. Porque en muchos de los pa¨ªses de origen todo es relativo, empezando por la integridad f¨ªsica e incluso la vida. Y porque en los de acogida, la capacidad de decisi¨®n del inmigrante sobre su propia existencia cotidiana es en muchos casos tambi¨¦n relativa, a causa de los muy conocidos abusos de los que son objeto, especialmente en el ¨¢mbito laboral. Es, pues, en raz¨®n de esta notoria asimetr¨ªa entre su condici¨®n de ser humano y el trato social, laboral y jur¨ªdico que en muchas ocasiones recibe en los Estados desarrollados que la exigencia de reciprocidad exigible al inmigrante respecto a la sociedad democr¨¢tica a la que se incorpora habr¨ªa que ponerla en sordina. Salvo, claro est¨¢, que no haya escr¨²pulos en mantener un beat¨ªfico cinismo pol¨ªtico.
Sentado esto, parece evidente que en el tratamiento de la acogida de poblaci¨®n inmigrante, como en cualquier otra cuesti¨®n de orden social, la demagogia ha de ser excluida, porque las posibilidades de absorci¨®n en los Estados de la Uni¨®n Europea son limitadas y desiguales. Y ¨¦ste es un dato del que tampoco se puede hacer abstracci¨®n. Asumiendo, pues, estos antecedentes, la respuesta a la pregunta sobre el nivel de tolerancia del Estado democr¨¢tico con la diversidad que supone la recepci¨®n de poblaci¨®n inmigrante podr¨ªa ser abordada con mayores dosis de ponderaci¨®n.
La tolerancia es una componente del valor constitucional del pluralismo que, como tal, ha de imperar en todos las ¨¢mbitos de una sociedad democr¨¢tica. Es evidente que la tolerancia no supone indiferencia ni tampoco es un valor as¨¦ptico. As¨ª, el grado de tolerancia que puede ofrecer una sociedad democr¨¢tica respecto de comportamientos individuales y colectivos no puede ser, desde luego, ilimitado. Por ejemplo, las convicciones religiosas y en general las ideol¨®gicas son garantizadas por la Constituci¨®n sin m¨¢s l¨ªmite que en sus manifestaciones sea respetado el orden p¨²blico. Con toda la amplitud de opciones que el Estado democr¨¢tico ha de proteger y garantizar, es evidente que este mismo Estado no puede quedar indiferente ante comportamientos que -por poner un caso- repugnen a la propia condici¨®n humana, como el maltrato f¨ªsico o la marginaci¨®n familiar de la mujer en el acceso a la educaci¨®n. La indiferencia o el relativismo basados en la libertad religiosa ante hechos tan lacerantes, no s¨®lo como la ablaci¨®n del cl¨ªtoris, sino como aquellos otros basados en un estatuto social de discriminaci¨®n por raz¨®n de g¨¦nero, como el impedimento familiar a que las ni?as vayan a la escuela, o los m¨¢s generales que anteponen la convicci¨®n religiosa a la voluntad democr¨¢tica, ser¨ªa entender el pluralismo y la tolerancia de forma no demo
cr¨¢tica. Aunque ni qu¨¦ decir tiene que a la misma conclusi¨®n habr¨ªa que llegar en los -por otra parte- reiterados casos que en Espa?a se dan de violencia dom¨¦stica sobre las mujeres o en la permisividad mostrada con el vandalismo parafascista de las tribus de descerebrados que pululan, por ejemplo, en los estadios de f¨²tbol de aqu¨ª o de la Gran Breta?a o Italia, por citar alg¨²n ejemplo. Tambi¨¦n en estos casos se pone de manifiesto una patolog¨ªa alienante de la identidad cultural de los pa¨ªses democr¨¢ticos de la Uni¨®n Europea.
Desde luego, no es extra?o que cuando el inmigrante tiene la oportunidad, o m¨¢s bien la suerte, de establecerse en una sociedad democr¨¢tica, econ¨®micamente desarrollada, aparezcan problemas a?adidos de integraci¨®n a valores sociales distintos que chocan con su propia identidad, como individuo y tambi¨¦n como miembro de una colectividad determinada. En este contexto, la acogida que le dispense el Estado no puede hacerse en aras del respeto a su identidad, con sacrificio de valores democr¨¢ticos que son intangibles. El Estado no puede ejercer una especie de paternalismo que le conduzca a tolerar comportamientos individuales o colectivos que constituyan una violaci¨®n de la dignidad y los derechos humanos esenciales. Contra esto el Estado ha de ser beligerante, pues es evidente que la democracia ha de servir para liberar personal y socialmente al individuo; no para explotarlo econ¨®micamente pero manteni¨¦ndolo enclaustrado en situaciones de injusticia fruto de identidades culturales o morales profundamente retr¨®gradas. El respeto a la diversidad no puede legitimar la configuraci¨®n de un sistema jur¨ªdico y pol¨ªtico alternativo a la democracia; ni tampoco la garant¨ªa de la diversidad puede avalar un marco de valores que tenga por objeto la subordinaci¨®n social del individuo. Sentada esta premisa, es cuando la constitucionalizaci¨®n de los valores de libertad, pluralismo y dignidad obliga al sistema democr¨¢tico a garantizar la diversidad multicultural que supone la acogida de poblaci¨®n inmigrante. Es entonces cuando la sociedad abierta ha de ser un factor de integraci¨®n basado en la libertad y la igualdad.
Naturalmente, ello ha de ser posible siempre que el ordenamiento jur¨ªdico asegure unas condiciones de equiparaci¨®n con los nacionales. Y esto es lo que aqu¨ª pretendi¨® el constituyente espa?ol cuando en la Constituci¨®n de 1978 estableci¨® en su art¨ªculo 13: que: "Los extranjeros gozar¨¢n en Espa?a de las libertades p¨²blicas que garantiza el presente t¨ªtulo (el primero) en los t¨¦rminos que establezcan los tratados y la ley"; excluyendo a los extranjeros ¨²nicamente del derecho de participaci¨®n pol¨ªtica en determinados niveles de representaci¨®n. Sin embargo, el sentido restrictivo de la reciente legislaci¨®n de extranjer¨ªa contrasta con la norma fundamental. En esta l¨ªnea, los efectos colaterales de la represi¨®n del terrorismo despu¨¦s del 11 de septiembre est¨¢ legitimando un orden jur¨ªdico que, con la inconstitucional Patriot Act 2001 norteamericana a la cabeza, es discriminatorio y excluyente con la inmigraci¨®n en los pa¨ªses desarrollados (incl¨²yase, adem¨¢s aqu¨ª, a Italia, Austria, etc¨¦tera). Y un orden social cada vez m¨¢s desvertebrado donde a la irredenta divisi¨®n entre la pobreza y la riqueza se le viene a sumar ahora un gen¨¦rico factor de legitimaci¨®n coercitiva de lo for¨¢neo que penaliza al inmigrante, basado en un presunto peligro para la seguridad nacional y en la represi¨®n de actividades que de forma gen¨¦rica, ambigua y abusiva se califican como terrorismo.
Marc Carrillo es catedr¨¢tico de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.
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