Convivencia de culturas
Una de las consecuencias m¨¢s sobresalientes de lo que se viene llamando globalizaci¨®n es la creciente heterogeneidad cultural de nuestras poblaciones, a resultas tanto de la inmigraci¨®n como de la desestructuraci¨®n social y la consiguiente fragmentaci¨®n de las identidades. Por eso nuestros paisajes urbanos son cada vez m¨¢s abigarrados, dado el incremento de lo que cabe denominar el pluralismo civil. Lo cual genera problemas de todo orden que todav¨ªa no sabemos muy bien c¨®mo abordar, pues nuestras instituciones se construyeron hist¨®ricamente sobre la base de la homogeneidad cultural enraizada en cada territorio singular. Y como se?al¨¦ aqu¨ª en otra ocasi¨®n (Desconfianza, 27-5-2002), esta irrupci¨®n de la diversidad ha implicado una creciente volatilidad del capital social, cuyas redes de reciprocidad se desgarran y fragmentan, emergiendo de entre ellas una insidiosa percepci¨®n de desconfianza generalizada.
Todo lo cual amenaza con erosionar nuestro clima ciudadano, cuya perversi¨®n degenera hacia formas de radicalismo etnoc¨¦ntrico (racismos, populismos, nacionalismos) que rayan con la xenofobia excluyente. Y ello tanto desde la peque?a escala local, con extremos como El Ejido en Almer¨ªa, hasta el nivel planetario, hoy embarcado en una reedici¨®n absurda de las Cruzadas medievales que pretende reconquistar los santos lugares. Por eso se dir¨ªa que, si el siglo XX estuvo marcado por la necesidad de resolver la lucha de clases que Marx hab¨ªa profetizado como inevitable, el actual siglo XXI debe aprender a resolver la lucha de culturas, que algunos tambi¨¦n entienden hoy como pr¨¢cticamente inevitable. Se recordar¨¢ que aquella vieja lucha de clases entre propietarios y trabajadores se solvent¨® mediante la construcci¨®n del Estado de bienestar, universalizando a escala nacional el reconocimiento de los derechos sociales. Pues bien, no ser¨ªa sorprendente que semejante instituci¨®n tambi¨¦n sirva en el futuro para resolver la lucha de culturas si logra reconocer a escala supranacional la protecci¨®n de los derechos de ciudadan¨ªa.
Pero ?resulta esto siquiera pensable? ?Se puede crear un orden social a partir de la heterogeneidad cultural? Y, en tal caso, ?puede lograrse con procedimientos contractualistas o habr¨¢ que imponerlo con reglas coactivas? ?sta parece ser la gran cuesti¨®n del presente, que habr¨¢ de ser resuelta de un modo u otro en el futuro, y respecto a ella se alinean cuatro grandes posturas contrapuestas. La postura m¨¢s a la izquierda es conocida como multiculturalismo porque defiende la perfecta factibilidad del reconocimiento de los derechos culturales de todas las diversas identidades colectivas, y sus m¨¢ximos exponentes son acad¨¦micos canadienses (pues Norteam¨¦rica es el solar del m¨¢ximo pluralismo cultural) como Will Kymlicka y sobre todo Charles Taylor. Tan rom¨¢ntica tolerancia paga el precio de ignorar que entre unas culturas y otras existen conflictos de derechos irreductibles, por lo que no se sabe qu¨¦ mano invisible podr¨ªa ordenar el armonioso acuerdo espont¨¢neo de culturas incompatibles entre s¨ª. Por eso, esta posici¨®n es descartable si se hace maximalista.
La postura m¨¢s a la derecha est¨¢ representada por el maximalismo opuesto de aquellos que, como Samuel Huntington y su famoso choque de civilizaciones, s¨®lo reconocen la inevitabilidad del conflicto entre unas culturas entendidas como incompatibles entre s¨ª. Esto no significa preconizar la lucha por la supremac¨ªa de Occidente para imponer coercitivamente sus valores culturales por todo el globo terr¨¢queo, como a veces se cree. En realidad, Huntington propuso un multilateralismo cultural de tipo westfaliano, a partir del principio de soberan¨ªa de cada cultura sobre su propia esfera, lo que exige la no injerencia por parte de las dem¨¢s. Lo cual equivale a la segregaci¨®n generalizada, convirtiendo el orden social en una suerte de apartheid en mosaico donde las diversas culturas resultan incapaces de comunicarse entre s¨ª. Y este maximalismo tampoco es de recibo.
La posici¨®n que podemos llamar de centro-derecha es la de aquellos integracionistas como Sartori que s¨®lo aceptan el pluralismo cultural condicionado a su integraci¨®n en los valores dominantes en Occidente, identificados con el consenso liberal en torno a los derechos individuales. Por lo tanto, su postura resulta ambivalente, pues, si por un lado es tolerante con las culturas dispuestas a integrarse, por otro resulta excluyente con las culturas disidentes o disconformes con el citado canon liberal, estableciendo un indudable etnocentrismo occidental fuera del cual no habr¨ªa esperanza de salvaci¨®n. Lo cual parece bien poco liberal, pues no existe liberalismo posible sin respeto al libre albedr¨ªo, con derecho a la disidencia y al libre examen.
Llegamos as¨ª a la ¨²ltima clase de respuesta ante el impacto del pluralismo cultural, que es la de aceptar con realismo el inevitable conflicto de derechos que genera, para tratar de resolverlo con el mayor pragmatismo que resulte posible. ?sta es la actitud moderada que promueve John Gray en su excelente libro Las dos caras del liberalismo, donde propone un modus vivendi transaccional y tolerante que busca compromisos y acomodos viables entre las partes. El punto de partida es la completa imposibilidad de alcanzar un consenso de valores, axioma del pluralismo radical que Gray extrae del magisterio de Isaiah Berlin. Contra los multiculturalistas como Taylor, Gray sostiene que los conflictos de derechos, de valores y de intereses son permanentes e inevitables. Contra los integracionistas como Sartori, Gray sostiene que no se puede llegar a alcanzar un consenso racional de alcance universal, pues siempre habr¨¢ definiciones de la realidad contradictorias y alternativas que no se conformen, disientan y lo rechacen. Y contra los conflictivistas como Huntington, Gray sostiene que la inevitabilidad de los conflictos no los conduce a su choque excluyente, pues siempre se puede tratar de resolverlos mediante compromisos pragm¨¢ticos y pac¨ªficos.
Aqu¨ª es donde Gray preconiza el siempre posible estableci-miento de un modus vivendi que, reconociendo la existencia de conflictos de derechos contradictorios entre s¨ª, sin embargo permita resolverlos sobre la marcha mediante acuerdos o convenciones de coexistencia pac¨ªfica. Para eso hacen falta instituciones mediadoras que negocien compromisos entre los distintos derechos e intereses en disputa, tratando de llegar a arreglos provisionales que s¨®lo ser¨¢n v¨¢lidos mientras funcionen, por lo que habr¨¢n de renegociarse de nuevo en cuanto dejen de funcionar. Y para ello no hay que exigir integraci¨®n excluyente, sino mera adaptaci¨®n de compromiso, alcanzada mediante transacciones que traten de mediar entre las partes en disputa para alcanzar de mutuo acuerdo arreglos convencionales, aunque s¨®lo sean meros compromisos de m¨ªnimos, y todo ello por precaria y contingente que resulte la coexistencia as¨ª lograda.
?Y qu¨¦ clase de instituciones mediadoras ser¨ªan ¨¦stas, capaces de negociar la coexistencia pac¨ªfica entre culturas contradictorias? Aqu¨ª es donde debe intervenir el Estado de bienestar a trav¨¦s de su cuarto pilar, los servicios sociales, que han de potenciarse y expandirse para que protejan los derechos ciudadanos de ambas partes en conflicto: tanto la parte inmigrante, cuya precaria aclimataci¨®n hay que facilitar, como la parte aut¨®ctona, para que no pierda sus derechos adquiridos ante la llegada de los inmigrantes, cuya nueva demanda de protecci¨®n podr¨ªa copar una oferta p¨²blica, ya de por s¨ª insuficiente. Por eso los servicios sociales no s¨®lo han de crecer en t¨¦rminos cuantitativos, sino que adem¨¢s han de transformarse en sentido cualitativo, convirti¨¦ndose en centros de intermediaci¨®n ciudadana donde se pueda desarrollar con proximidad la tolerancia civilizada que prev¨¦ el modus vivendi propuesto por John Gray.
Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociolog¨ªa de la Universidad Complutense de Madrid.
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