El poder, se?ores
En un siglo como el siglo XX en el que el cine ha puesto rostro a las m¨¢scaras de la Historia es dif¨ªcil sustraerse a la imagen de Marco Antonio ofrecida por Marlon Brando en la gran pel¨ªcula de Joseph Mankiewicz Julio C¨¦sar. Aunque las representaciones de esta obra de Shakespeare deben de haber sido incontables a lo largo de la centuria, y a menudo con admirables actores, no hay duda de que el icono cinematogr¨¢fico ha logrado arrasar, al menos en t¨¦rminos cuantitativos, las encarnaciones teatrales a las que originalmente apelaba el texto. Imaginamos y reconocemos a Marco Antonio a trav¨¦s de los rasgos de Brando y en una medida mucho menor -menos popular- a Bruto mediante los de James Mason, el otro gran protagonista de la pel¨ªcula de Mankiewicz.
Me resisto a aceptar el embellecimiento que Shakespeare hizo de la figura de Marco Antonio respecto a las cr¨®nicas antiguas
El mito de Marco Antonio queda as¨ª ennoblecido al superponer un mito contempor¨¢neo nuestro, el de Marlon Brando, al que hemos atribuido una determinada excelencia. Esto puede no gustar, pero resulta inevitable y debe de haber sucedido siempre que una ¨¦poca se apropia de personajes de ¨¦pocas anteriores: se impone la aureola que necesita el presente por encima de la posible verdad del pasado. Todas las artes han contribuido siempre a esta operaci¨®n. La literatura, la pintura, la escultura. Y de una manera muy singular el teatro. Y Shakespeare.
La interpretaci¨®n que Marlon Brando hizo de Marco Antonio era casi insuperable, y tambi¨¦n lo es la belleza po¨¦tica de muchas de las palabras que Shakespeare le atribuye. Soy un admirador incondicional de una y otra, pero he aprendido a detestar el talante y el significado de Marco Antonio.
Me resisto a aceptar, por tanto, el embellecimiento que Shakespeare hizo de la figura de Marco Antonio, tal como se la presentaba en las cr¨®nicas antiguas, y me disgusta -aunque tambi¨¦n me satisface como espectador- la brillante exaltaci¨®n de ella propuesta por Mankiewicz. Tan ansioso de dominio como su protector Julio C¨¦sar, Marco Antonio est¨¢ desprovisto de la generosidad y amplitud de miras de ¨¦ste. Sin ning¨²n escr¨²pulo, aunque calculador hasta la obsesi¨®n, aparece inmerso en un v¨¦rtigo de destrucci¨®n cuyo ¨²nico objetivo es el poder.
Si otros cap¨ªtulos de su vida no parecieran suficiente bastar¨ªa aquel que le conduce al asesinato de Cicer¨®n y, a¨²n m¨¢s, a la simbolog¨ªa que le rodea. Que Marco Antonio hiciera colgar la decapitada cabeza de Cicer¨®n en la tribuna de los oradores de Roma desde la que ¨¦ste hab¨ªa incitado a la defensa de la libertad republicana nos ayuda a comprender el verdadero alcance de su acto: el horror a la propia memoria de la ciudad. Parad¨®jicamente quiz¨¢ s¨®lo podr¨ªamos poner en el haber de Antonio el hecho de que Marco Tulio Cicer¨®n, tan dubitativo siempre, encarara la muerte con la ejemplar dignidad que se le atribuye.
Simpatizo, en cambio, con lo que creo que significa Bruto en medio del caos provocado por los idus de Marzo, aunque bien pudiera ser que mis simpat¨ªas fueran en realidad por las ideas que le hemos atribuido: por su oposici¨®n a la tiran¨ªa o por el hecho de ser, como cant¨® Leopardi en un maravilloso poema, el ¨²ltimo antiguo. Pero es dif¨ªcil imaginarlo con perfiles n¨ªtidos. Shakespeare, al igual que los mismos historiadores romanos, lo describen con respeto y delicadeza, pero tambi¨¦n como alguien que no puede escapar al claroscuro del momento y que, precisamente por demasiado respetuoso y delicado, es aplastado por los acontecimientos. James Mason, en la pel¨ªcula de Mankiewicz, hizo una interpretaci¨®n ajustada de una silueta de este tipo.
Es del todo probable, sin embargo, que Shakespeare no estuviera preocupado por este juego de simpat¨ªas y antipat¨ªas, por esa confrontaci¨®n entre las figuras de Marco Antonio y Bruto, sino por algo mucho m¨¢s elocuente en su tiempo, y en el nuestro: los mecanismos de persuasi¨®n y manipulaci¨®n que solidifican el poder. Los grandes periodos de transici¨®n, en los que por lo general menguan los ideales morales, parecen apoyarse decisivamente en estos mecanismos. Podr¨ªamos entrever, de este modo, sugestivos paralelismos entre la Inglaterra isabelina que vio nacer los dramas shakespearianos y la Roma preimperial inaugurada con el asesinato de C¨¦sar; y quiz¨¢ no fuera descabellado, tampoco, invocar ambas ¨¦pocas para tener m¨¢s luz sobre la actual. As¨ª lo propone, por ejemplo, ?lex Rigola en la versi¨®n de Julio C¨¦sar representada estos d¨ªas en el Teatre Lliure de Barcelona: la radical muestra del peligro que entra?a la consigna, casi universal en la actualidad, del todo vale, un horizonte pol¨ªtico en el que el m¨¢s descarnado pragmatismo sustituye cualquier posibilidad de reflexi¨®n y, por tanto, de cr¨ªtica.
En consecuencia Julio C¨¦sar ser¨ªa un paisaje en el que no hay real confrontaci¨®n de ideas puesto que dibuja un mundo en el que no debe haberlas. Ni siquiera las de un Cicer¨®n, ausente, un Casio, ¨¦l mismo un ambicioso, o un Bruto, envuelto en la melancol¨ªa crepuscular. En este paisaje nadie se mueve mejor que Marco Antonio, el persuasor, el comunicador, el ret¨®rico, el que est¨¢ dispuesto a utilizar todos los cad¨¢veres, como lo hace con el de C¨¦sar, para encauzar los remolinos de la opini¨®n y justificar su dominio. A Marco Antonio no le har¨ªan falta las ideas porque se considera un domesticador de conciencia.
Desde este ¨¢ngulo s¨ª resulta indispensable la ejemplaridad como manipulador que le otorga Shakespeare o su traducci¨®n en voces inolvidables, como la que le presta Marlon Brando, para poner de relieve la esencia misma de la demagogia con el martilleo del cinismo: "And Brutus is an honourable man".
Se dice que cuando el sol declinaba sobre el foro romano, no lejos de donde C¨¦sar hab¨ªa sido asesinado, un mayordomo avisaba a John Ruskin, el escritor enamorado de la Roma antigua, y a sus invitados: "El crep¨²sculo, se?ores".
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