La loter¨ªa
Hab¨ªa comenzado el sorteo del 22 de diciembre cuando el hombre lleg¨® al bar de Entrev¨ªas a la hora de costumbre, ocup¨® su mesa y, conforme era su talante, salud¨® a la due?a ni muy fuerte ni en susurro, aunque m¨¢s bien para su coleto. Hablaba poco o nada, y as¨ª sucedi¨® ahora tambi¨¦n, porque cuando la mujer le puso el desayuno sobre la barra del mostrador para que ¨¦l mismo se lo llevara a su rinc¨®n, seg¨²n ten¨ªan establecido, el hombre no hizo por servirse, ya que permaneci¨® sentado con el ment¨®n sobre el pecho, sin alborotarse con las veleidades de la loter¨ªa que los ni?os de San Ildefonso pregonaban desde la cima donde se colocaba el televisor del bar.
Contemplaban a esos ni?os cantores unos parroquianos esc¨¦pticos de que la dicha fuera a favorecerles. Atra¨ªdos, sin embargo, por aquel recital de venturas, ninguno retiraba su mirada del televisor, salvo el ensimismado de la esquina, ese gran lac¨®nico que ni siquiera parpadeaba cuando alguien desfilaba a su lado para dirigirse al retrete.
El hecho de suponerle reflexionando en un d¨ªa tan extraordinario, en que la esperanza de un cambio de vida desequilibra al m¨¢s sereno, impuls¨® a la mujer del bar a salir del mostrador y trasladarle a la mesa el platito del caf¨¦ con leche en vaso largo y con el estuche de az¨²car junto a la cucharilla -como el hombre especific¨® en su d¨ªa y no volvi¨® a repetir, pues ella no le daba motivos-. Mas, a medio camino, ella fren¨®, no se le fuera a derramar el l¨ªquido del susto ante la certeza de que aquel cliente se hab¨ªa quedado en el sitio.
Y es que, en efecto, no respiraba ni lat¨ªa ni segu¨ªa con la pupila la llama del encendedor ni la apagaba con el aire de las narices, seg¨²n comprobaron los que, olvid¨¢ndose de su consumici¨®n y del sorteo, dispensaron al fallecido los primeros auxilios del socorrismo mientras los ni?os de San Ildefonso continuaban repartiendo millones.
Media hora despu¨¦s de que se le hubiera avisado compareci¨® la polic¨ªa, alegremente recibida por los ni?os cantores, mas no por la due?a del recinto, que maldec¨ªa el accidente que hab¨ªa espantado a su clientela. En aquel lugar de esparcimiento, en efecto, s¨®lo estaba acompa?ada por los deudos del difunto, algo menos tristes al enterarse de que su pariente transportaba d¨ªa y noche un fajo de billetes como un cajero autom¨¢tico. De ese dinero tuvieron noticia al manipular en su ropa para reanimar su coraz¨®n, y sin dudarlo se lo apropiaron. Mas no lograron invertirlo all¨ª mismo en un frasca de tinto y media de escabeche -suprema ambici¨®n del primate de extrarradio-, porque la secretaria del juzgado les conmin¨® a restituirlo al escondite donde lo ocultaba el ex¨¢nime hasta que el encargado de tramitar las diligencias se lo devolviera.
Al soplo helado de un noreste vigoroso, el furg¨®n condujo al Anat¨®mico Forense al que dej¨® definitivamente de expresarse tras haber saludado a la encargada de prepararle el desayuno. Y mientras los vecinos del barrio comentaban la incidencia con una consternaci¨®n moderada, ya que muy pocos hab¨ªan tratado al muerto, y algunos ni le conoc¨ªan, en el coche de la secretar¨ªa del juzgado viajaban los deudos, y en el suyo propio, la due?a del bar, que, obligada a echar el cierre a su negocio durante aquel d¨ªa ciertamente negro, deploraba que su fidelidad de contribuyente recibiera semejante agravio de las entidades recaudatorias.
Era una nube de polvo la caravana de autom¨®viles -tan alejada de los que pudieran avistarla como la fortuna enquistada en el encumbrado televisor del bar-, cuando un angelito de nueve a?os, instruido sin duda en la supervivencia de la especie, se percat¨® de que un gorri¨®n plantado en el bordillo de la acera no volaba. Se le hab¨ªan congelado las alas y andaba renqueante y aturdido, mucho m¨¢s afectado que la comitiva luctuosa.
A impulsos de su vocaci¨®n cient¨ªfica, el ni?o lo condujo a un cementerio de chatarra y por embelesarse en su estampa le busc¨® la ruina. Porque de aquellos escombros surgio un vivales, que al atrapar al p¨¢jaro cumplio sus fantas¨ªas de prosperidad en el d¨ªa de la suerte. "Servir¨¢s para el arroz", fue lo que oy¨® el ni?o al hombre mientras le ve¨ªa encaminarse con su bot¨ªn al Pozo del T¨ªo Raimundo, marcando esa distancia entre el necesitado y la riqueza que tanto recuerda a la de la muerte con la vida.
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