Mares muertos
El museo del mar es la costa. En esa l¨ªnea delgada y mudable que separa dos mundos y enhebra dos ecosistemas, el mar se manifiesta en su esplendor y su amenaza: no hay muestra m¨¢s emotiva ni exposici¨®n m¨¢s pedag¨®gica que el interminable per¨ªmetro fractal donde se cruzan el nadador y el n¨¢ufrago; la vitrina m¨¢s seductora y el panel m¨¢s elocuente palidecen ante la musculatura l¨ªrica y ret¨®rica de su perfil de espuma. Acaso por ello, el Museo del Mar de Aldo Rossi y C¨¦sar Portela coloniza la costa con galpones distra¨ªdos que se fingen casi involuntarios, formas elementales de naturalidad vern¨¢cula cuyo hallazgo azaroso podr¨ªa pasar inadvertido, en un elegante anonimato de extrema deferencia ante el museo genuino, el encuentro del mar con tierra firme. Este diciembre tormentoso y triste, Galicia exhibe su litoral manchado como un largo museo de la fragilidad del universo t¨¦cnico, la vulnerabilidad del medio natural y la impotencia de nuestra organizaci¨®n preventiva; pero esa l¨ªnea negra y ominosa se enreda tambi¨¦n en torno a escenarios de espont¨¢nea inventiva, tumultuosa determinaci¨®n y esfuerzo solidario que muestran frente al mar el mejor rostro de esta especie extra?a, depredadora y altruista a la vez.
La arquitectura silenciosa del Museo del Mar en Vigo es un s¨ªmbolo de la tenacidad resistente de lo elemental frente a los temporales volubles de la historia
En su soledad melanc¨®lica, el Museo del Mar dibuja un paisaje fuera del tiempo que invita a pensar m¨¢s all¨¢ de la actual letan¨ªa de reproches, y ofrece sus vol¨²menes herm¨¦ticos y arcaicos como un emblema de testaruda persistencia ante las tempestades fortuitas de la opini¨®n. Frente a la coreograf¨ªa hermosa y exhausta de los voluntarios uniformados, la obra de Rossi y Portela levanta sus geometr¨ªas despojadas para delimitar un teatro de la memoria, un recinto metaf¨ªsico de granito indiferente que resiste la agresi¨®n ¨¢spera del mar como el mar soporta por igual los abusos abruptos y la reparaci¨®n afanosa. Las naves fabriles del museo -que incorpora los restos de una antigua conservera-, la casa primigenia del acuario sobre el espol¨®n y el faro de juguete en el extremo de la escollera componen un bodeg¨®n esencial que representa el mar con la violencia l¨ªrica y m¨ªtica de un cuento infantil. Anegados por vertidos viscosos, los gallegos tienen motivos para el des¨¢nimo y la ira; pero la arquitectura silenciosa y primordial de su museo marino es un s¨ªmbolo esperanzado de la tenacidad resistente de lo elemental frente a los temporales volubles de la historia ef¨ªmera.
La desaparici¨®n prematura de
Aldo Rossi impregna esta obra p¨®stuma con un perfume eleg¨ªaco. Construida al borde del agua, constituye el reverso grave de su liviano teatro flotante, y en su aplomo p¨¦treo expresa la certidumbre s¨®lida de la materia inerte frente a la agitaci¨®n cambiante y acuosa de la vida que fluye alrededor. Edificio de l¨ªmites, solemne y severo, se adhiere a la retina con la reiteraci¨®n inocente de los moluscos a la roca, empe?ado en sobrevivir en la memoria como sus f¨¢bricas perduran en el tiempo, y enmascara su monumentalidad intemporal tras una conjunci¨®n casual de piezas esquem¨¢ticas que linda con lo pintoresco en el colorista cubo de la taberna marinera. El arquitecto, que resumi¨® su revoluci¨®n te¨®rica con un cementerio iluminista, suministra con este memorial marino una ciudad abreviada y desierta, donde al cabo s¨®lo habitar¨¢ el olvido: es esa indiferencia esencial de la naturaleza la que otorga al museo su aura desolada y tr¨¢gica, y esa impasibilidad mineral de la geometr¨ªa la que congela sus formas en un paisaje inm¨®vil.
Por un azar necesario, el arquitecto gallego que llev¨® a t¨¦rmino este proyecto lim¨ªtrofe construy¨® otros dos en el litoral hoy m¨¢s castigado por la marea negra del Prestige: si el Museo del Mar se levanta en el interior apacible de la r¨ªa de Vigo, tanto el faro de Punta Nariga como el cementerio de Fisterra ocupan emplazamientos expuestos en la Costa de la Muerte, y estas dos obras de C¨¦sar Portela se hallan actualmente cercadas por esa pasta oscura y t¨®xica que ha dado un nuevo significado a la toponimia, convirtiendo la costa en un abyecto cementerio marino y en el reiterativo museo de una cat¨¢strofe abisal. El faro, edificado con mamposter¨ªa cicl¨®pea y sillares de granito, sostiene su linterna de acero y bronce sobre el fuste cil¨ªndrico que emerge del basamento triangular, a la vez proa y baluarte de un promontorio rocoso batido por el agua y el viento. Y el cementerio, dispuesto en forma de cubos de granito al borde de un sendero que desciende hasta el mar, derrama la geometr¨ªa elemental de los bloques de nichos para configurar un rueiro org¨¢nico que ornamenta el finis terrae con su guirnalda funeraria.
Antes construcciones del con-
suelo que arquitecturas del trauma, museo, faro y cementerio componen una trilog¨ªa luminosa e ilustrada que merece proponerse como signo de raz¨®n inocente frente a la sinraz¨®n culpable de la l¨®gica t¨¦cnica. M¨¢s h¨¢bito que accidente, los vertidos de crudos forman parte de la estructura insensata de unas econom¨ªas laboriosamente construidas sobre el consumo compulsivo de combustibles f¨®siles, y esa bulimia energ¨¦tica de Occidente es m¨¢s responsable que la codicia saqueadora de las empresas o la incompetencia mezquina de los pol¨ªticos. Los mares muertos del petr¨®leo son el paisaje imprescindible del globo desigual, como lo son de los conflictos b¨¦licos, el turismo de masas o la suburbanizaci¨®n autom¨®vil. Todo eso lo explic¨® con erudici¨®n y elocuencia un humanista radical que muri¨® en Bremen a principios de mes, olvidado por casi todos como un residuo inc¨®modo del pensamiento ut¨®pico de los a?os sesenta. Pero Iv¨¢n Illich era un sabio generoso y l¨²cido que puso en cuesti¨®n las certezas rutinarias de un universo d¨®cil, y s¨®lo la conformidad resignada de estos tiempos de plomo ha podido sepultar con el desd¨¦n el filo apasionado de su inteligencia cr¨ªtica. Bajo la arena del Sardinero, que alguna vez recorrimos juntos, hay ahora galletas de alquitr¨¢n, al extenderse al Cant¨¢brico las manchas de fuel. Los c¨ªnicos pensar¨¢n que bajo los adoquines estaba la playa, y bajo la playa el chapapote. Por debajo de ese engrudo negro, sin embargo, est¨¢n arena y agua en movimiento, regenerando las heridas del mar y removiendo la obra muerta de una cultura que desprecia la vida.
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