La filosof¨ªa y el arte de vivir
?Puede la filosof¨ªa ayudarnos a vivir mejor? El mero hecho de plantear esta cuesti¨®n suena ya a una rebaja de pretensiones: se dir¨ªa que, una vez jubilada de sus aspiraciones fundamentadoras, la filosof¨ªa intenta reciclarse como un conjunto de m¨¢ximas que, ya que no para resolver los grandes problemas colectivos, s¨ª sirvan al menos para socorrer a los individuos en la pr¨¢ctica privada de la virtud y en sus dilemas concretos. Leyendo La filosof¨ªa y la cuesti¨®n de la vida buena, de Ursula Wolf, se convence uno de que este planteamiento de la cuesti¨®n no es del todo correcto: la filosof¨ªa no puede utilizarse como una simple herramienta para edificar una "buena vida" por la sencilla raz¨®n de que siempre sustituye la cuesti¨®n de los medios (?qu¨¦ hace falta para llevar una buena vida?) por la de los fines (?a qu¨¦ clase de vida podemos llamar buena?), y en este punto, la reflexi¨®n filos¨®fica tiene de particular el dejarnos completamente "sin consuelo". Pero este aspecto -que constituye lo aut¨¦nticamente espantoso de la filosof¨ªa- no elimina el que, desconsolados y todo, tengamos que dar respuestas pr¨¢cticas en contextos determinados que la filosof¨ªa, no como disciplina met¨®dica, sino en lo que contiene de "sabidur¨ªa de la vida" (y que comparte con la literatura y otras pr¨¢cticas ¨¦ticas y est¨¦ticas), puede al menos alimentar. Se trata de esa "sutil ortodoxia que el sentimiento y la pr¨¢ctica de los legos mantienen en todas partes", en palabras de George Santayana en Escepticismo y fe animal, cuya sensatez consideraba ¨¦l preferible a la filosof¨ªa de escuela.
En nuestro tiempo, la op-
ci¨®n por la sensatez est¨¢ bien representada por Mary Midgley, quien se ha propuesto con brillantez realizar una tarea que ella ha bautizado como fontaner¨ªa filos¨®fica, es decir, utilizar la historia de la filosof¨ªa y sus lecciones intelectuales como un arsenal de recursos para reajustar nuestros conceptos a una realidad social e hist¨®ricamente cambiante. Las apreciaciones de Midgley sobre la creatividad, la ciencia, el feminismo o el militarismo son un ejemplo de la prudencia y de la modestia de quien acepta descender desde la categor¨ªa de arquitecto a la de bricoleur, para prestar a la sociedad servicios cabales en el ¨¢mbito de sus competencias. Es llamativo, no obstante, el hecho de que a un libro originalmente denominado 'Delfines, utop¨ªas y ordenadores. Problemas de fontaner¨ªa filos¨®fica', hayan decidido llamarlo sus editores espa?oles Delfines, sexo y utop¨ªas. Doce ensayos para sacar la filosof¨ªa a la calle, un cambio cuya justificaci¨®n es, evidentemente, la esperanza de que con ese t¨ªtulo (que introduce factores l¨²dicos y desecha otros m¨¢s "laborales") se venda mejor. Ojal¨¢ que as¨ª sea, pero es obligatorio advertir que este tipo de estrategias no necesariamente benefician a la filosof¨ªa. Como dice Monique Canto-Sperber, "la ¨¦tica vende m¨¢s que la l¨®gica o la filosof¨ªa del esp¨ªritu", pero acaso como consecuencia de un malentendido: "V¨ªctima de prejuicios, a menudo extraviada, normalmente ataviada con dogmatismos o dispensada como lecciones de moral moderna para uso de todos, sus supuestos amigos de hoy son tan dudosos como sus enemigos declarados" (La inquietud moral y la vida humana). Por ello, el ¨¦xito de todos los reajustes de tuber¨ªas que se puedan hacer de esta manera no se debe tanto a la reflexi¨®n filos¨®fica que contienen como a la incorporaci¨®n social paulatina de aspectos hist¨®ricos de esa reflexi¨®n como elementos de cultura compartidos (el hecho de que a los editores espa?oles de Midgley les haga falta subrayar de modo algo lascivo la "rentabilidad" de la filosof¨ªa sugiere que en Espa?a esta incorporaci¨®n cultural es mucho menor que en el Reino Unido), y por este motivo tiene uno la impresi¨®n de que las venerables "soluciones" as¨ª obtenidas no proceden de ning¨²n esfuerzo intelectual particular, sino m¨¢s bien del sentido com¨²n, y de que el fil¨®sofo concebido de este modo es una suerte de amable consejero espiritual privilegiadamente conectado con la sabidur¨ªa perenne y atento siempre a reparaciones hidr¨¢ulicas de emergencia. Tristes tiempos estos, en los cuales "se tilda de diletante la cuesti¨®n m¨¢s decisiva de todas, como es la del sentido de la vida, y parece que el ¨²nico papel reservado al pensamiento (o a la ¨¦tica) sea el de redactar el c¨®digo de comportamiento de los m¨¦dicos, evitar los excesos de los publicistas o establecer la lista de derechos de los clientes de un banco" (Pere Saborit).
Y es que, para que la filosof¨ªa pueda salir a la calle y urbanizarse en librer¨ªas y tertulias tiene que eliminarse de ella lo que al principio he llamado su dimensi¨®n espantosa (a la cual, dicho sea de paso, Santayana nunca fue ajeno), que es la que parad¨®jicamente se conserva en su aspecto "no-pr¨¢ctico", es decir, en su vertiente de filosof¨ªa te¨®rica, perpetuamente acusada de esterilidad ¨¦tica y de inutilidad social. En contraste con la amabilidad y sensatez de aquella filosof¨ªa callejera, quienes a¨²n trabajan entre esta presunta "esterilidad pr¨¢ctica" de la filosof¨ªa y la no menos presunta "debilidad filos¨®fica" de la ¨¦tica notan inmediatamente "los abismos filos¨®ficos que se abren al discutir los fundamentos naturales de la autocomprensi¨®n de personas que act¨²an responsablemente", como observa Habermas en su alegato sobre la eugenesia (El futuro de la naturaleza humana), o como muestra el psiquiatra Thomas Szasz en su ensayo sobre el suicidio y la eutanasia (Libertad fatal). El gran equ¨ªvoco consiste en que la mayor parte de lo que se llama -a menudo en t¨¦rminos peyorativos- "filosof¨ªa te¨®rica", y que parece funcionar como arena introducida en las ruedas dentadas que trituran la filosof¨ªa para integrarla como servicio social, es lo menos semejante a la actividad vulgarmente considerada como "cient¨ªfica": lo que, en el fondo, nos impide observar los conceptos y los "hallazgos" de la filosof¨ªa como simples instrumentos aptos para mejorar nuestra adaptaci¨®n social o como tuber¨ªas para reconducir nuestras emociones cuando nos incomodan, es que esos "conceptos te¨®ricos" no son algo de lo cual dispongamos como se dispone de un martillo o de una taladradora, sino que vivimos dentro de ellos.
La interminable disputa de
Ernest Gellner con Wittgenstein en el p¨®stumo Lenguaje y soledad nos ense?a, a este respecto, que lo que podr¨ªamos considerar como dos "teor¨ªas del conocimiento" rivales, el comunitarismo y el individualismo, son algo m¨¢s que tesis que investigadores ociosos excogiten en momentos de inspiraci¨®n contemplativa o temas para alimentar la producci¨®n acad¨¦mica de las universidades, son fen¨®menos hist¨®ricos que alcanzan car¨¢cter normativo y que provocan consecuencias pr¨¢cticas de incalculable alcance, entre las cuales las pol¨ªticas, como Gellner ha mostrado exhaustivamente, no son las de menor importancia. Esta naturaleza -la de dos estilos de vida irreductiblemente enfrentados- es la que Pere Saborit, en un ensayo escrito con admirable desenvoltura y muy buen (mal) humor, atribuye a las tradiciones pol¨ªticas representadas en Occidente por la derecha y la izquierda: "Creer que hay unos valores ¨²ltimos incuestionables (como la familia, la patria o Dios), o bien asumir (y expandir) el gozo de vivir en una existencia intelectualmente incomprensible, con el respeto y el fomento de la pluralidad que conlleva". Ciertamente, en este retrato existencial la derecha sale m¨¢s reconocible que la izquierda, que cuando ha enarbolado el goce de vivir lo ha hecho a menudo de un modo tan ingenuo en sus principios como nefasto en sus consecuencias, y cuyo fomento de la pluralidad ha llegado a extremos tan rid¨ªculos y peligrosos que a veces rayan con el racismo, adem¨¢s de haberse "enderezado" innumerables veces, asumiendo la ret¨®rica cat¨®lica del valor del sacrificio (claro que tambi¨¦n la derecha se ha torcido lo suyo, enfrent¨¢ndose a la Conferencia Episcopal, derogando el servicio militar obligatorio y admitiendo la Ley del Aborto). Saborit no ignora nada de esto en su Pol¨ªtica de la alegr¨ªa, y la genealog¨ªa de la "izquierda tr¨¢gica" que traza (cuyos h¨¦roes ser¨ªan, por ejemplo, mucho m¨¢s Nietzsche o Flaubert, e incluso Schopenhauer, que Marx, Lenin o Willy Brandt) no pretende sustituir a la historia efectiva del movimiento obrero ni ofrecerse como recambio ideol¨®gico tras el abandono del materialismo hist¨®rico, sino simplemente se?alar un aspecto en el cual se presiente la mentada irreductibilidad de la izquierda a la derecha y que nos devuelve al principio de esta reflexi¨®n, es decir, a la posible conexi¨®n entre la filosof¨ªa y la vida: ?por qu¨¦ el t¨¦rmino "pol¨ªtica", que describe el ¨¢mbito de lo p¨²blico, parece estar sem¨¢nticamente re?ido con el de "alegr¨ªa", que aparenta remitirnos al terreno excluyente de la vida privada? ?No hay alegr¨ªas espec¨ªficamente p¨²blicas, no es la alegr¨ªa de vivir una experiencia que busca esencialmente ser compartida?
Considerando que las filo-
sof¨ªas de la alegr¨ªa, precisamente por su car¨¢cter vitalista, son algunas de las m¨¢s a menudo empleadas para la ascesis privada o la fontaner¨ªa cultural en forma de recetas sobre lo que hay que hacer para estar contento y motivado, es intelectualmente saludable que se nos recuerde que esta cuesti¨®n -la de la buena vida- no puede resolverse m¨¢s que en el ¨¢mbito de lo p¨²blico, porque es la cuesti¨®n pol¨ªtica por excelencia. "Desprivatizada" de esta manera, la alegr¨ªa deja de ser vendible y amable para convertirse igualmente en espantosa (porque espantoso es experimentar alegr¨ªa en medio de la desgracia, el dolor y la muerte). Que esta vida filos¨®fica, no privatizable y no vendible, adem¨¢s fuera de izquierdas (es decir, pudiese orientar nuestras pr¨¢cticas en situaciones concretas), eso s¨ª que ser¨ªa una aut¨¦ntica alegr¨ªa.
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