Viento en las velas
HAY LIBROS que -aun teni¨¦ndolos ya entronizados en nuestra biblioteca desde hace mucho, le¨ªdos y rele¨ªdos- volvemos a comprarnos otra vez, si se nos ofrecen en una nueva edici¨®n convenientemente atractiva. Es una compulsi¨®n nost¨¢lgica, un homenaje. ?De qu¨¦ otra manera proclamar que somos incansables respecto a esa obra, que no s¨®lo queremos leerla sino tapizar nuestra vida con ella? En unos pocos casos el homenaje se convierte en declarado fetichismo: tengo docenas de versiones diferentes, en variados formatos y lenguas, de Moby Dick o La isla del tesoro. Cada ejemplar volv¨ª a comprarlo con una punzada de la vieja emoci¨®n, pero en el fondo desesperado: porque lo que quisiera conseguir de nuevo no es el libro sabido y amado, sino el d¨ªa para siempre perdido en que lo le¨ª por primera vez.
Sin embargo en algunas ocasiones esa redundancia id¨®latra nos aporta realmente dones casi inaugurales. As¨ª me ha ocurrido, por ejemplo, en la edici¨®n de La isla del tesoro que Juan Antonio Molina Foix acaba de publicar en C¨¢tedra. No pretende aportar -?afortunadamente!- nuevas interpretaciones ni mef¨ªticas "deconstrucciones" de una narraci¨®n que ya padece tales tributos en demas¨ªa, pero en cambio est¨¢ llena de detalles precisos, enriquecedores: una completa biograf¨ªa de la obra (a no confundir con la de su autor), las min¨²sculas pero a menudo jugosas variantes o supresiones que distinguen el texto publicado por entregas y el que apareci¨® en forma de libro, respeto a los frecuentes t¨¦rminos n¨¢uticos que habitualmente se traducen por per¨ªfrasis "terrenales", notas aclaratorias sobre ¨¦stos y sobre los personajes o referencias hist¨®ricas que lo salpican, etc¨¦tera. Tambi¨¦n ciertas etimolog¨ªas: me ha encantado enterarme de por qu¨¦ se llaman "guineas" esas monedas o "grog" el famoso brebaje marinero que, al menos imaginariamente, todos los lectores hemos bebido alguna vez. Y no menos se agradecen las muestras de diferentes ilustradores (Roux, Pyle, Junceda, etc¨¦tera), as¨ª como los ap¨¦ndices del propio Stevenson sobre sus personajes y la gestaci¨®n de la historia. La adoraci¨®n se alimenta, renovada, con significativas menudencias...
Tras la estela de La isla del tesoro han navegado muchos novelistas, de muy distinto calado y habilidad: Molina Foix, en su estudio preliminar, menciona algunas de tales secuelas. Quisiera referirme a dos autores que ¨¦l omite. El primero es Pierre Mac Orlan, un escritor franc¨¦s algo olvidado en su pa¨ªs a pesar de que sendas novelas suyas llevadas al cine constituyeron ¨¦xitos memorables de Jean Gabin (Le quai des brumes y La bandera): ?sin embargo, que yo sepa, a¨²n contin¨²a sin entrar en La Pleiade! En Espa?a permanece sencillamente desconocido, aunque sea un a modo de primo lejano de P¨ªo Baroja pero en m¨¢s argumentalmente estructurado y m¨¢s rom¨¢ntico. De m¨ª s¨¦ decir que no le cambiar¨ªa por ninguno de sus compatriotas contempor¨¢neos, incluidos Proust, C¨¦line, Morand y quien ustedes gusten mandar. Por cierto, fue precisamente C¨¦line el que, pasando revista -m¨¢s bien despectiva, claro- a la literatura de su ¨¦poca, coment¨® al llegar a ¨¦l: "Mac Orlan lo invent¨® todo". Pues bien, Mac Orlan escribi¨® dos variaciones geniales sobre el ca?amazo de Stevenson. La primera, El canto de la tripulaci¨®n, es la isla del tesoro menos la adolescencia de Jim Hawkins, es decir, la cr¨®nica de una codiciosa ridiculez. El cofre munificente no est¨¢ en la isla, sino que viaja en el barco que la busca y la aventura es s¨®lo una a?agaza para privar de ¨¦l a su influenciable propietario. El final logra ser a la vez sorprendente e inevitable, dram¨¢tico y jocoso. Pero su gran recreaci¨®n stevensoniana es El ancla de misericordia, una narraci¨®n de gracia milagrosa en la que est¨¢ el adolescente que sufre la iniciaci¨®n y el pirata ambiguo, rebosante de turbia reciprocidad, de fatalidad inolvidable: no la considero propiamente inferior al relato de RLS y no se me ocurre tributo m¨¢s honroso. Creo que nunca ha sido traducida a nuestra lengua y, si es as¨ª, estoy seguro de que constituye una vergonzosa carencia.
El segundo autor se llama Leon Garfield, me temo que otro excluido de nuestros cat¨¢logos hispanos. Fallecido hace pocos a?os, posey¨® de modo eminente ese talento raro (fuera del orbe anglosaj¨®n) e imprescindible, el de escribir pensando especialmente en los adolescentes de tal modo que consiga ganarles duraderamente para la pasi¨®n literaria. Y de paso deleitando tambi¨¦n a cualquier adulto sin miedo a parecer "infantil". Por favor, lean Smith, la historia del ladronzuelo enredado en un crimen que no ha cometido y del bandolero que a la vez le traiciona para despu¨¦s morir defendi¨¦ndole. ?No regresan en ella, sin merma apenas, Jim y Long John? Pero, claro, quiz¨¢ ustedes no sepan leer en ingl¨¦s y si el libro no ha sido traducido... Bien, entonces olviden este consejo y vuelvan a la pr¨ªstina Isla de Stevenson. Est¨¢ de nuevo a su alcance.
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