Benet y los a?os raros
Los diez a?os que han transcurrido desde la muerte de Juan Benet, el 5 de enero de 1993, ha sido una ¨¦poca extra?a en el pa¨ªs de las herrumbrosas lanzas. Una pluma como la suya podr¨ªa haber explicado mejor que cualquier otra este periodo en el que la pol¨ªtica, la convivencia y la cultura han dado un vuelco que nadie podr¨ªa haber predicho hace una d¨¦cada. Fernando Savater suele decir que uno extra?a la desaparici¨®n de las personas sobre todo cuando nos preguntamos qu¨¦ hubieran dicho en determinadas circunstancias especiales; y en todo este tiempo ha habido incontables ocasiones en que muchos nos hemos preguntado qu¨¦ hubiera dicho Benet de todo esto.
La ausencia tan temprana de Benet, falleci¨® cuando ten¨ªa 65 a?os, en su madurez m¨¢s luminosa, no s¨®lo priv¨® a la literatura espa?ola de uno de sus m¨¢s modernos e ilustres practicantes, y sin duda de uno de los m¨¢s corrosivos y extra?os, sino que priv¨® al tiempo presente de uno de sus int¨¦rpretes m¨¢s esclarecidos. Juan Benet era un escritor espor¨¢dico pero vitri¨®lico de la prensa diaria; no era un articulista de costumbres, aunque se fij¨® en ellas para crear sus met¨¢foras de la vida alrededor; y no era un glosador de personas, pero sus glosas dieron gloria y tambi¨¦n barro a muchos personajes que ya viven con la frente se?alada por lo que Benet dijo de ellos en su d¨ªa. Era un radical de indudable ternura, pero cuando era radical a secas dejaba a cualquiera en su sitio, sin m¨¢s contemplaciones. Sus art¨ªculos y sus controversias tardaban en aparecer, pero cuando surg¨ªan eran aldabonazos que parec¨ªan hechos para que pareciera su momento de publicaci¨®n el adecuado; no es que tuviera sentido de la oportunidad, es que su opini¨®n -estuvieras a su favor o en su contra- siempre parec¨ªa oportuna, estaba ah¨ª para llenar un hueco de silencio. Si se siguen ahora los asuntos que trat¨® en sus textos de prensa se ver¨¢ en seguida que aquel ser que algunos cre¨ªan displicente siempre estuvo atento a lo que pasaba, y nada de lo que fue humano en su tiempo le fue ajeno jam¨¢s; y bien que lanz¨® mandobles, no par¨® hasta el final, y hasta el final su pluma fue de gran salud para su pa¨ªs, para este pa¨ªs que ya es otro diez a?os despu¨¦s de su ausencia.
El aspecto de Benet, aquel hombre elegante del flequillo rebelde sobre su frente ensombrecida por una seriedad que a veces simulaba, acompa?¨® siempre al escritor como excusa para que los otros creyeran que ese semblante era el de un personaje antip¨¢tico y pedante que te miraba desde la lejan¨ªa. Hab¨ªa una raz¨®n para pensarlo: era endiabladamente alto, y, s¨ª, era elegante, ir¨®nico, ten¨ªa una memoria extraordinaria y su inteligencia era corrosiva, a veces de hielo, siempre bien informada. Y tambi¨¦n es cierto que no toleraba la tonter¨ªa alrededor. Los que le miraban de reojo le ve¨ªan por eso pedante, un personaje de cuidado de cuya cercan¨ªa pod¨ªas salir trasquilado. En efecto, en tertulias pod¨ªa ser divertid¨ªsimo, pero en pol¨¦micas su aguij¨®n bien afilado pod¨ªa resultar letal, pues no hab¨ªa entonces desd¨¦n m¨¢s rabioso que el de su inteligencia.
Ese Benet p¨²blico, el de los art¨ªculos, los libros o las entrevistas, era el Benet que conoci¨® mucha gente, pues se prodig¨®, se relacion¨® abundantemente, tuvo muchos amigos muy cercanos que le dieron eco a su manera de ser, de modo que su personalidad fue y sigue siendo notoria. Pero hab¨ªa otro Benet m¨¢s encerrado y m¨¢s herm¨¦tico; de ese otro Benet tambi¨¦n hay noticia abundante; Antonio Mart¨ªnez Sarri¨®n, su amigo, lo retrata con generosidad y detalle en su libro Jazz y d¨ªas de lluvia, de reciente aparici¨®n. Fue ese Benet m¨¢s personal y much¨ªsimo menos p¨²blico el que hace algo m¨¢s de diez a?os dio una lecci¨®n de sosiego y valent¨ªa cuando la enfermedad que finalmente le venci¨® empez¨® a hacer mella en su salud y por lo tanto tambi¨¦n en su cuerpo. Hasta el final sobrellev¨® ese mal con una enorme entereza, prodig¨® aun su genio tan f¨¦rtil, sigui¨® escribiendo o corrigiendo escritos, busc¨® el placer en la m¨²sica y en la literatura, y en la conversaci¨®n, como siempre hizo. Una vez, cuando supo de la muerte de Carlos Barral, uno de sus grandes amigos, como cuando supo de la de Juan Garc¨ªa Hortelano, con quien tantas veces simul¨® peleas magn¨ªficas, risue?as e incruentas, llor¨® como si estuviera adivinando el vac¨ªo que ¨¦l mismo hab¨ªa de dejar meses despu¨¦s, al principio exacto de esta d¨¦cada extra?a que no le tiene a ¨¦l para explicarla con inteligencia y sin retorcimiento.
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