Tres al d¨ªa, de vicio
A la mulata Alma Quarenta Graus las divinidades africanas le modelaron los muslos en pasta de vainilla y cacao; y los pechos, con la fragancia de la papaya y un fulgor de amatista en los pezones. Tanto amor el de aquellas remotas y a?oradas divinidades, para que el hombre blanco del ingenio azucarero tumbara su adolescencia, a la sombra de una ceiba, y le inoculara su podredumbre. Luego, le tom¨® la temperatura vaginal: cuarenta grados; se la confi¨® al capataz y le orden¨® que le diera un plato y que la cuidara: esa criatura es el origen del placer. La abuela de la mulata Alma Quarenta Graus fue princesa de la tribu yoruba, atrapada por los negreros, violada a bordo de una goleta transatl¨¢ntica, vendida a un cauchero y redimida, en su vejez, por el legendario Cavalheiro da Esperanza, que le plant¨® cara a la antigua Rep¨²blica de las Oligarqu¨ªas y a la nueva Rep¨²blica de los Dictadores, hasta dar en la prisi¨®n, el exilio y la clandestinidad. La madre de la mulata Alma Quarenta Graus, se coloc¨® al lado del cavalheiro Carlos Luis Prestes y ara?¨® hasta el fondo de la tierra buscando pan y libertad. Cuando al cavalheiro lo encadenaron los se?ores de l¨¢tigo y latifundio, los santos orich¨¢s de la evocaci¨®n la eligieron en la macumba. A la mulata Alma Quarenta Graus, las comadres le susurran c¨®mo naci¨® en el calabozo, c¨®mo se amamant¨® de ra¨ªces y c¨®mo de ni?a supo el espanto de la gran ciudad y el hambre de las favelas, para finalmente depositar su carne perfumada en el ingenio de Piaui: por un plato, sus largas piernas de vainilla, su sexo y sus pechos frutales.
Hasta que, una vez, lleg¨® un hombre de barba decidida y mirada clara, y la mulata Alma Quarenta Graus se dijo si no ser¨ªa Chang¨®, el dios justo de sus antepasados. Pero s¨®lo era un obrero del metal. Y el obrero le prometi¨® que comer¨ªa tres veces al d¨ªa, como un vicio. Se sent¨® junto a ella, sobre el suelo brasilado y seco, y dibuj¨® el Mapa del Fin del Hambre. Aquel obrero no era Chang¨®, pero hac¨ªa panes como aviones. Entonces, la mulata sinti¨® que la vida incendiaba sus p¨¢rpados.
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