Espejo antiguo de una mujer
El Dios del barrio de Salamanca, en Madrid, es entre todos el m¨¢s acreditado. Para que est¨¦ por completo de tu parte hay que tener al marido y a los hijos en retratos con marcos de plata distribuidos por aparadores y consolas; sobre la mesa de centro unos ceniceros de cristal tallado; figurillas de porcelana en los anaqueles de la librer¨ªa con enciclopedias y otros vol¨²menes en piel cuyos lomos hagan juego con el color de la pared entelada; bendecir la mesa y servir los fideos con menudillos en sopera de alpaca entre una Santa Cena y un bodeg¨®n castellano del siglo XIX con alg¨²n conejo o perdiz ensangrentada que se reflejen en vitrinas llenas de copas.
Ana Botella, como vecina, ser¨ªa una de esas se?oras que deja el ascensor perfumado cuando va los domingos con el marido a misa de doce y si te cruzas con ella te pregunta amablemente por las oposiciones de tu hijo a notar¨ªas o qu¨¦ tal ha quedado la abuela despu¨¦s de la operaci¨®n de cadera y al salir de la iglesia se quita el velo, abre el bolso de cocodrilo para remediar a un lisiado en la escalinata y despu¨¦s compra pasteles. Dios ama a esa derecha que huele a Dior y no duda de su bondad. Se trata de un Dios b¨¢sico, el de Ana Botella, absolutamente politizado, seg¨²n las Sagradas Escrituras del registro de la propiedad, que est¨¢n en el tercer caj¨®n del armario ropero bajo un mant¨®n de Manila.
Ana Botella no fue una ni?a pija de Serrano, sino una chica conservadora del barrio de Salamanca tocando ya a la frontera de Pe?alver o Alc¨¢ntara donde empieza ya otro Dios. Fue colegiala de las Irlandesas, la mayor de trece hermanos en una familia de clase media profesional y eso quiere decir que habr¨¢ hecho muchas camas, habr¨¢ intercambiado muchas faldas y rebecas, habr¨¢ ido a muchos recados a la farmacia, probablemente habr¨¢ puesto muchos term¨®metros y habr¨¢ visto hacer croquetas aprovechando la sopa que ha sobrado del cocido. Ana Botella pertenece a la derecha sometida a los valores cl¨¢sicos, pero da la sensaci¨®n de que el mando ejercido en el traj¨ªn dom¨¦stico sobre doce hermanos lo practica ahora sobre el marido, los hijos, los fontaneros, secretarias, servidores, criados, jardineros de La Moncloa y lo expande tambi¨¦n por toda la pol¨ªtica.
Cuando Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar era todav¨ªa un candidato perdedor, una tarde fui invitado a tomar caf¨¦ en su casa del parque del Conde Orgaz. El futuro presidente, en mangas de camisa, aunque con gemelos de oro, repantigado en un butac¨®n se fumaba un puro con aparente autoridad, pero, si bien Ana estaba sentada sobre la arista del sof¨¢ con las manos plegadas en el regazo, el vientre muy hacia dentro y el tronco erguido guardando la visita, daba la ineludible sensaci¨®n de que era ella la que mandaba all¨ª, porque no hab¨ªa opini¨®n que su marido tan sobrado no le consultara con los ojos. Ana no era una de esas mujeres que riza el me?ique al elevar la taza a los labios. Estaba pendiente como un halc¨®n femenino de cada palabra, de cada gesto para que no escapara de su control. La charla ten¨ªa lugar en el sal¨®n al pie de una biblioteca, como dir¨ªa Borges, muy poco fatigada. La mayor parte de los libros eran de un lujo encuadernado. Entre los lomos de piel con incrustaciones de oro resaltaban cuatro vol¨²menes de tapadura de la editorial mexicana Oasis, los ¨²nicos que estaban muy manoseados. Eran las obras completas de Manuel Aza?a. Me sorprendi¨® verlas all¨ª. Ana dijo: "Se las regal¨¦ yo. Las compr¨¦ de segunda mano en el Rastro por 1.200 pesetas". En la vida siempre hay cosas que uno no espera.
Ana Botella ha irrumpido en la pol¨ªtica como el corcho de una botella de cava
Ana y Jos¨¦ Mar¨ªa eran compa?eros de curso en la facultad de Derecho de la Complutense. Se licenciaron en 1975, a?o en que Franco estir¨® la pata, y juntos hicieron el viaje fin de carrera a Roma, Atenas y Estambul, casualmente sentados uno al lado del otro en el avi¨®n. Tal vez les uni¨® la infame naranjada de Iberia, pero, de hecho, se hicieron novios antes de aterrizar de nuevo en Madrid y enseguida emprendieron cada uno su respectiva oposici¨®n. Hay que imaginar a la pareja de tortolitos en aquellos d¨ªas duros, agrios, libertarios de la Transici¨®n. Mientras los estudiantes y obreros corr¨ªan delante de los guardias bajo la lluvia de pelotas de goma dentro de una nube de gases lacrim¨®genos, donde tambi¨¦n hab¨ªa tiros de verdad por la espalda, Ana le tomar¨ªa a su novio los temas de Hacienda Tributaria ante un caf¨¦ con leche en una cafeter¨ªa las tardes de domingo. Ellos se labraban el porvenir sin meterse en pol¨ªtica. Puede que Jos¨¦ Mar¨ªa fuera zascandileando con panfletos de la Falange Aut¨¦ntica, pero Ana ten¨ªa los pies en el suelo y en ideolog¨ªa iba por el carril de la derecha hormonal de toda la vida, una Alianza Popular con varios ministros franquistas. Oposiciones, boda en 1977, arroz de los amigos al salir de la iglesia, la felicidad del orden en casa y la bendici¨®n de los hijos.
Ana Botella, funcionaria del Estado, sigui¨® a su marido, inspector de Hacienda, destinado a Logro?o, una ciudad de provincia donde las tardes eran muy largas. All¨ª Ana llev¨® a Jos¨¦ Mar¨ªa por el camino verdadero. Ella ya era militante de Alianza Popular. La sede estaba en un piso cuya escalera ol¨ªa a guiso de coliflor. All¨ª lo mand¨® Ana para no verlo inquieto y aburrido en casa. Jos¨¦ Mar¨ªa llam¨® al timbre. Abri¨® la puerta un mindundi de base y le pregunt¨® qu¨¦ deseaba. "Quiero hacer pol¨ªtica, me manda mi mujer, que es del partido", contest¨® el inspector de Hacienda. Y as¨ª todo seguido hasta poner las patas sobre la mesa junto a las de George Bush en la Casa Blanca. Mientras su marido recorr¨ªa ese camino ella llevaba a los ni?os muy peinados y los rasgos de su rostro se iban haciendo voluntariosos y antiguos, de mujer fuerte.
Hubiera arrojado por la ventana a Monica Lewinsky y detr¨¢s a Jos¨¦ Mar¨ªa
Probablemente Ana Botella no ha le¨ªdo un ensayo en su vida, ni tiene ning¨²n inter¨¦s especial por la literatura, el arte o la m¨²sica; su estructura mental se funda en ideas b¨¢sicas conservadoras, siempre derivando hacia lugares comunes, absolutamente rancios, aunque orlados con ideas de alguna ONG moderna. En este sentido es una mujer sin fisuras. En el damero femenino no se parece en nada a Eva Per¨®n, ni a Hillary Clinton, ni a Carmen Romero. Evita lleg¨® a Espa?a con una capa de plumas de marab¨² y una esclava de diamantes de un mill¨®n de d¨®lares en el tobillo. Ana hace caridad con los desheredados vistiendo modelos de costura que combina bien. Hillary es una cornuda intelectual que ha tragado con los adulterios de pie, contra la pared del despacho de su marido; en cambio, Ana Botella en un arrebato de hembra hispana hubiera arrojado por la ventana de La Moncloa a Monica Lewinsky y detr¨¢s a Jos¨¦ Mar¨ªa con los pantalones en las rodillas. Por otra parte, si Carmen Romero y la mujer de Su¨¢rez apenas se hicieron notar, Ana manda en la sombra hasta l¨ªmites insospechados y pese al aspecto de milhombres que tiene Aznar, el presidente del Gobierno da la sensaci¨®n de que el primer objetivo que se ha propuesto en la vida es el de no desmerecer ante su se?ora.
Ahora Botella ha irrumpido en la pol¨ªtica como el corcho de una botella de cava. En esta sociedad sin ideales la pol¨ªtica se hace con im¨¢genes, golpes de efecto, cotilleos de tertulia y telediarios basura. No cabe duda de que esta mujer pasar¨¢ como un viento caliente de secador de peluquer¨ªa por todas las portadas de revistas convertida en materia de degustaci¨®n para una infinidad de marujas. Ana Botella pertenece a la derecha de toda la vida, que hace caridad perfumada, que se afinca en las opiniones del confesor y que sue?a con casar bien a los hijos con familias establecidas y bien pensantes. La boda de El Escorial es la lacra de un mal sue?o: tratar de pasar de una clase media de valores cl¨¢sicos con caldo de fideos en sopera de alpaca a un mundo de oligarqu¨ªa financiera aristocr¨¢tica. Desde esa altura se inician las ca¨ªdas.
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