Invierno
Este s¨¢bado por la noche Sevilla parece un esquema de s¨ª misma: las calles se han reducido a bocetos azulados que s¨®lo recorre la desorientaci¨®n de alg¨²n autob¨²s, las estatuas se desperezan en el centro de los jardines como intentando llamar la atenci¨®n de alg¨²n exiguo viandante, de vez en cuando una sombra con la nariz sumida en el anorak se arriesga a recorrer el breve trecho que media entre dos portales. El motivo de esta desolaci¨®n duele en los huesos de las rodillas y se muestra con n¨²meros digitales en los paneles de la glorieta del Cid y en el Cristina: si la tecnolog¨ªa no miente, la ciudad se halla sometida a cero grados. La gente de mi generaci¨®n no recuerda semejantes bajezas en los ¨ªndices de temperatura, tampoco los que contin¨²an impenitentemente la tradici¨®n de la botellona junto al Casino de la Exposici¨®n y hoy baten palmas para ver si las manos les vuelven a las mu?ecas. Quiz¨¢s la memoria de nuestros antepasados registra tardes m¨¢s fr¨ªas y blancas: desde que era peque?o, mi madre ha estado describi¨¦ndome aquella vez que nev¨® en Sevilla y ella se levant¨® y abri¨® la ventana y descubri¨® que la nieve es un confeti dulce y suave, que revoloteaba sobre los naranjos antes de apelmazarse en las alcantarillas. Pero eso ocurri¨® en un tiempo legendario, in illo tempore que dir¨ªa Eliade, y ni mis hermanos ni yo supusimos jam¨¢s que a Sevilla le tocara compartir los crudos inviernos de las rep¨²blicas del B¨¢ltico, all¨ª donde salir a la calle es un acto de vesania o hero¨ªsmo. Nos equivoc¨¢bamos.
Prosigo deambulando por el centro en compa?¨ªa de dos o tres amigos, suplicando un bar abierto y una estufa bien alimentada, y mientras tanto reparo en los quince grados bajo cero de Berl¨ªn o los treinta y cinco de Mosc¨². Aqu¨ª creemos que pasamos fr¨ªo en estas noches de aire transparente, pero estamos lejos de aquellas hip¨¦rboles que revientan los radiadores y amputan los dedos de los pies al incauto que se pasea a deshora. Nos acobarda el miedo a lo desconocido, lo que nos entierra en nuestras casas ca¨ªda la tarde no es tanto la aspereza de los term¨®metros como la incomprensi¨®n ante su comportamiento: los sevillanos no estamos dise?ados para el fr¨ªo, como el est¨®mago de los orientales no tolera la leche o el organismo de los indios se colapsa ante la gripe. El invierno ha entrado a traici¨®n y por la puerta de atr¨¢s en esta burbuja nuestra que vive embalsamada en una perpetua primavera, en la que el oto?o es s¨®lo una leve coloraci¨®n en las hojas de las moreras y los ¨²nicos excesos tolerados corresponden al sol de agosto. En cuanto nos refugiamos en un caf¨¦ convenientemente copado de gritos y humo, la vida regresa al rostro de mis amigos, la sangre amanece sobre sus mejillas y podemos reanudar las conversaciones que el fr¨ªo prohibi¨®. Somos seres c¨¢lidos, aparatosos, externos; la vitalidad nos obliga a confesar nuestras pasiones y vicios en la calle, a hablar en voz alta, a actuar continuamente delante de ese p¨²blico ubicuo que son los otros. Pero ahora llega el invierno, una clase de abstinencia que jam¨¢s hab¨ªamos padecido, y debemos retirarnos al fondo de los zaguanes, a a?orar entre murmullos estaciones m¨¢s benignas. Y sin embargo el invierno es necesario, como bien ense?an la poes¨ªa y la biolog¨ªa: se trata de ese pr¨®logo, esa dura proped¨¦utica que vuelve radiante la tibieza de la primavera.
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