Hombrecitos
Hasta hace bien poco tiempo, generaciones y generaciones de muchachos cumpl¨ªan con la obligaci¨®n de la mili. Servir al Rey, dec¨ªan los mayores. Era una prestaci¨®n a la que les forzaba el Estado con el fin de hacerlos copart¨ªcipes de la seguridad. Pero las levas juveniles eran tambi¨¦n un modo de nacionalizar a los muchachos, de acrecentar en ellos su sentido patri¨®tico: se les arrancaba de su lugar de origen y del cobijo familiar y se les expon¨ªa a la intemperie de una vida en com¨²n, bronca, cuartelaria, de machotes propiamente, de soldados. En la actualidad, las tareas defensivas se cumplen de otro modo, con un ej¨¦rcito profesional, sin la leva obligatoria, y la nacionalizaci¨®n de las masas y los ardores guerreros han experimentado un feliz crep¨²sculo, como insistiera Gilles Lipovetsky: hedonistas, seguidores de una ¨¦tica indolora, los muchachos ya no se dejan arrastrar por el sacrificio nacional o belicista. Pero en el servicio militar hab¨ªa algo m¨¢s, otros rendimientos, dur¨ªsimos o brutales aprendizajes privados o personales de la masculinidad, los de hacerse hombres, en palabras de David Gilmore, que no sabemos con certeza c¨®mo se logran hoy.
En primer lugar, la experiencia militar era un rito de paso. Durante generaciones, los soldados espa?oles hac¨ªan del servicio su tr¨¢nsito a la edad adulta, el fin de la pubertad, siempre demorada por madres obsequiosas de cuyas faldas hab¨ªa que desprenderse o por novias acuciantes. En el cuartel se curt¨ªan con una experiencia inaudita que los devolv¨ªa mayores y distintos, creciditos. Como en los dur¨ªsimos internados de ense?anza media, tambi¨¦n all¨ª se aprend¨ªa el absurdo de la vida, la brutalidad frecuente de los compa?eros, la disciplina a que la realidad obliga, la frustraci¨®n que es com¨²n en la existencia, la demora sin sentido, la espera, la p¨¦rdida de tiempo y la lentitud, sobre todo la lentitud. Hay narraciones que han hecho de esa experiencia un relato de formaci¨®n, como en alguna novela de Robert Musil o de Mario Vargas Llosa. Apegado a lo propio, el var¨®n pod¨ªa templarse en el ej¨¦rcito endureci¨¦ndose, perdiendo blanduras infantiles y acumulando otros miedos, las primeras derrotas de la vida. En segundo lugar, al margen de la experiencia cuartelaria en s¨ª, m¨¢s importante era el relato de la misma. En efecto, durante generaciones, los varones han contado su etapa castrense, dilatando episodios, recreando los hechos, agigantando lo que a cada uno le cupo en suerte. Se trataba de narrar la vida de v¨¦rtigo, sus peripecias; las novatadas de que fueron v¨ªctimas cuando reclutas y que despu¨¦s ellos mismos infligieron a otros para escarnio y para venganza retrospectiva; las bravuconadas de que fueron capaces, las ingestas desmesuradas de alcohol y las correr¨ªas sexuales; los mandos que padecieron o de los que se hicieron conmilitones; las guardias o las maniobras que cumplieron empu?ando el fusil de asalto; los permisos de que gozaron gracias a su astucia y a sus argucias; la vida muelle, en fin, que llevaron simplemente por su cara bonita o por la recomendaci¨®n providencial de alg¨²n t¨ªo o familiar que les supo y les pudo emplear en el mejor destino.
En el relato del servicio, hab¨ªa hechos ciertos y recreaci¨®n, la historia particular de cada uno y la fantas¨ªa con que se adornaba para trazarse la propia leyenda, un pasado inverificable, un tiempo lleno de circunstancias, de ense?anzas pr¨¢cticas y de aventura. Era tradici¨®n que los j¨®venes dijesen haber llevado una vida padre, dijesen haber aprendido cosas para su vida, dijesen haber trabajado poco, perdidos por dependencias militares y m¨¢s astutos que sus jefes y oficiales. Era dif¨ªcil que los licenciados del ej¨¦rcito confesasen abiertamente todos los miedos que hab¨ªan padecido en el cuartel, las humillaciones reales que hab¨ªan sufrido, los peligros temerarios y absurdos que hab¨ªan corrido, las bajezas que hab¨ªan demostrado, las crueldades de que hab¨ªan sido capaces, las cobard¨ªas tras las que se hab¨ªan parapetado, las brutalidades que a otros hab¨ªan infligido por estupidez. El relato de la mili era siempre o heroico o tranquilo: o uno hab¨ªa demostrado audacias que ignoraba poseer, distanci¨¢ndose, pues, del muchachito que a¨²n era cuando abandon¨® el amparo familiar, o uno hab¨ªa logrado pasar desapercibido, oculto tras la maleza militar, tras el camuflaje de la mediocridad uniformada. Los veteranos recomendaban justamente eso: no destacar, no hacerse de destacar, pasar sin ser visto, no significarse. Y ese sabio dictamen de experiencia pr¨¢ctica lo corroboraba el simple sentido com¨²n: en el caso de no tener propensi¨®n castrense, mejor emboscarse. Un relato c¨¦lebre de Antonio Mu?oz Molina narra y describe con precisi¨®n esos miedos, esas bajezas y esas astucias de soldado.
No conozco a ning¨²n var¨®n que habiendo hecho la mili sienta verdadera nostalgia de aquella experiencia. Todos nos felicitamos de que haya acabado la obligaci¨®n y de que ahora nuestros hijos no deban acudir al cuartel. Sin embargo, muchos padres con posibles se quejan hoy de que los j¨®venes no sepan acceder a la vida adulta, poco dispuestos a abandonar el hogar, empe?¨¢ndose en convivir al abrigo de sus progenitores. Muchos mayores se lamentan de las urgencias de sus hijos varones, de la vida acelerada que llevan al servirse de todo tipo de pr¨®tesis mec¨¢nicas o electr¨®nicas, al adentrarse en un espacio sin frenos ni l¨ªmites ni distancias, al abandonarse a la quimera que les hace creer en un universo simult¨¢neo e inmediato. Muchos padres, en fin, deploran lo poco que hablan sus v¨¢stagos, el silencio rencoroso que los rodea, el enmudecimiento a que se entregan. Son preguntas que se mantienen y se repiten. ?C¨®mo se da hoy la experiencia de hacerse hombres, la experiencia del desarraigo familiar, el rito de paso que consiste en madurar? ?C¨®mo se aprende la demora y c¨®mo se tolera la frustraci¨®n que es siempre la vida? ?Cu¨¢l es la vivencia susceptible de ser contada, acrecentada, fantaseada? Tal vez, el ejemplo que muchos j¨®venes dan hoy auxiliando a los gallegos o actuando solidariamente sea una experiencia aprovechable. S¨¦ que lo que propongo es una utop¨ªa fracasada, incluso una chifladura, pero no me resigno a call¨¢rmela: quiz¨¢ habr¨ªa que idear alg¨²n sistema de prestaci¨®n de servicios a la comunidad que rindiera beneficios colectivos, que les ense?ara a perder literalmente su tiempo a los hombrecitos que con urgencia o con arrogancia irrumpen en el mercado. Si la sociedad nos acoge, a la sociedad nos debemos en una compleja red de prestaciones y contraprestaciones, como advirtiera Marcel Mauss. A ser individuo se aprende por fuerza o de grado responsabiliz¨¢ndose, haci¨¦ndose cargo de uno mismo, sin abdicar de lo propio, sin renunciar a las metas, pero se aprende tambi¨¦n siendo capaz de alguna mansedumbre, renunciando a la omnipotencia y a la brutalidad, edificando un espacio m¨¢s hospitalario, aceptando la lentitud.
Justo Serna es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad de Valencia.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.