Otras voces, otros ¨¢mbitos
Un d¨ªa del invierno que un¨ªa los a?os 1938 y 1939, lleg¨® a la Oficina de la Canciller¨ªa del Reich una carta enviada por un tal Knauer a Adolf Hitler. El ciudadano se dirig¨ªa al F¨¹hrer de la naci¨®n alemana para informarle de la situaci¨®n desesperada en que se encontraba su familia, destrozada por el nacimiento de un hijo que presentaba graves deformidades f¨ªsicas. La carta sirvi¨® para iniciar el proyecto. Siguiendo las instrucciones de Philipp Bouhler, que las recib¨ªa directamente de Hitler, comenz¨® un programa destinado a liquidar a la poblaci¨®n a trav¨¦s de un sistema calificado, c¨ªnicamente, de "eutanasia". La desesperaci¨®n del ciudadano Knauer tiene un poder explicativo superior a una an¨¦cdota, pues no indica s¨®lo la queja de un hombre aturdido por la tragedia, sino la respuesta positiva de una maquinaria estatal que utilizar¨ªa ese sufrimiento para actuar con plena impunidad en casos en los que su presencia no hab¨ªa sido requerida. A fin de cuentas, el programa que permiti¨® el asesinato de miles de alemanes inocentes, saqueando los sanatorios y forzando la resistencia del personal m¨¦dico que estaba al cuidado de los pacientes, respond¨ªa a lo que, en los a?os de la rep¨²blica de Weimar, hab¨ªan escrito dos cient¨ªficos que pusieron a su obra un t¨ªtulo que hoy provocar¨ªa la indignaci¨®n o la hilaridad: El permiso para la destrucci¨®n de las vidas sin valor, texto escrito por Karl Bindin y Alfred Hoche en 1920: es decir, en el momento en que el Partido Nazi era s¨®lo un peque?o c¨ªrculo de extravagantes contertulios en una cervecer¨ªa muniquesa. Con una l¨ªnea de continuidad que fue radicaliz¨¢ndose hasta llegar a una masacre sin m¨¢s l¨ªmites que los impuestos por la voluntad de la comunidad, se consider¨® el car¨¢cter superfluo y costoso de la existencia de unos seres humanos que ni siquiera eran una amenaza, sino una simple molestia y el espect¨¢culo permanente de la degeneraci¨®n de la especie.
Durante estos d¨ªas, en las carteleras de los cines de Barcelona vuelven a exhibirse pel¨ªculas sobre el holocausto jud¨ªo. Sus m¨¦ritos son distintos, como son diferentes sus opciones est¨¦ticas e incluso la trayectoria de compromiso de sus directores: la distancia entre Polanski y Costa-Gavras es algo m¨¢s que un problema de diferencia de gusto. En los mismos d¨ªas en que se estrenaba Am¨¦n, y cuando hac¨ªa muy poco que se hab¨ªa empezado a exhibir El pianista, volvi¨® a pasarse por televisi¨®n La lista de Schindler. Alg¨²n d¨ªa tendremos que preguntarnos sobre el progresivo reblandecimiento moral al que puede conducir la conversi¨®n de la realidad en ficci¨®n, en espect¨¢culo. En esta ocasi¨®n, quiero s¨®lo detenerme en otro asunto que ha ido normaliz¨¢ndose: la reducci¨®n del exterminio a los jud¨ªos. La producci¨®n cinematogr¨¢fica de los ¨²ltimos tiempos, con pel¨ªculas que han tenido ¨¦xito de p¨²blico, reconocimiento de la cr¨ªtica y opci¨®n a los premios, se han basado siempre en la experiencia atroz de los jud¨ªos de diversas partes de Europa, en especial de los pa¨ªses ocupados en la zona oriental. No hay matizaci¨®n posible sobre el car¨¢cter espec¨ªfico de esa matanza, porque la propia propaganda nazi y la eficacia de sus agencias tuvo especial cuidado en hacer esa distinci¨®n. Lo jud¨ªo, fabricado como un tipo ideal en los laboratorios ideol¨®gicos del nazismo, se convirti¨® en un gran sintetizador del proyecto racial, y la masacre lleg¨® hasta el punto de obtener resultados curiosos: Am¨¦ry o Levi, que no se sent¨ªan jud¨ªos cuando entraron en los campos de la muerte, no pudieron dejar de serlo desde entonces, nunca pudieron dejar de prestar un testimonio de pertenencia al lugar que se les quer¨ªa haber arrebatado. Su supervivencia era una suerte que se lo exig¨ªa, hasta que ambos decidieron acabar con esa vida prolongada m¨¢s all¨¢ de la de sus compa?eros de infortunio.
Sin embargo, el peor insulto a esas v¨ªctimas prioritarias del nazismo es dejarlas en soledad. Su privilegio puede convertirse en un nuevo exilio que no merece su memoria ni el silencio que se ha vertido sobre otros. El estado racial nazi no se limitaba a la distinci¨®n entre arios y jud¨ªos, sino a la diferencia entre sanos y defectuosos. El criterio racial averiguaba la pertenencia a la ciudadan¨ªa sobre la base de una concepci¨®n biol¨®gica de la eficiencia laboral, de la disciplina ciudadana, del gusto art¨ªstico, de la orientaci¨®n sexual. Y, na-turalmente, de las enfermedades diagnosticadas. Todo ello se mostraba como islas de degeneraci¨®n en la jubilosa marcha hacia una comunidad racial perfecta. Por ello, los campos de exterminio o los programas de esterilizaci¨®n y de eutanasia, p¨²blicos o secretos, sirvieron en la misma l¨®gica que la voluntad de exterminio del pueblo jud¨ªo, aunque ¨¦sta tuviera un sentido espec¨ªfico innegable.
Gitanos, homosexuales, comunistas, socialdem¨®cratas, mendigos, j¨®venes marginales, aficionados a la m¨²sica swing, poblaci¨®n eslava, prisioneros del Ej¨¦rcito rojo: toda esa amalgama de asociales acompa?¨® a los jud¨ªos hacia una muerte que mezcl¨® su agon¨ªa. ?Seguiremos dej¨¢ndolos en ese silencio infame, indigno incluso de las v¨ªctimas cuyo sacrificio proclamamos con tanta frecuencia, d¨¢ndoles en exclusiva una compensaci¨®n publicitaria cuya exclusividad ser¨ªan ellos mismos los primeros en rechazar?
Ferran Gallego es historiador.
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