Vendr¨¢ la muerte y tendr¨¢ sus ojos
Ocurrir¨¢ en una de estas ma?ana ateridas, en los lugares m¨¢s hondos del invierno. Nadie, entre nosotros, entre quienes tenemos miedo por aquello en que nos puede convertir esta nueva masacre, sabe la fecha exacta, aunque todos tenemos esa sensaci¨®n de inminencia que suele acechar en las salas de espera. Otros la saben, desde luego. No quienes nos gobiernan, porque eso tendr¨ªa algo que ver con la democracia. Lo saben quienes mandan. Y quienes mandan no son quienes creen tener tanto poder, porque as¨ª se lo permiten los verdaderamente poderosos: los informadores y los bufones, los creadores de opini¨®n, los encargados de convertir la crueldad de los reyes en jolgorio del pueblo y el capricho de los d¨¦spotas en norma de ciudadan¨ªa. Han dispuesto tanto tiempo de la impunidad de sus mensajes que se han cre¨ªdo sus verdaderos redactores.
Si otros saben la fecha es porque deciden cu¨¢ndo ocurre lo "inevitable". Necesitan a quienes manosean el lenguaje, a los expertos en dar significado a las apariencias y apariencia a los significados. Pero la palabra guerra es un t¨¦rmino sucio, una palabra tan malsonante que hay que inculcarle muchos matices para amortiguar su sonido: la guerra humanitaria, la guerra preventiva, la guerra democr¨¢tica. As¨ª, por lo menos, el sustantivo va perdiendo envergadura y la atenci¨®n se desplaza hacia la corpulencia de los adjetivos. Como en la buena literatura, el adjetivo es parad¨®jico: es tanto m¨¢s eficaz cuando parece no estar en su lugar; es tanto m¨¢s convincente cuanta mayor es su accidentalidad.
Sin embargo, incluso la famosa expresi¨®n de Alicia a trav¨¦s del espejo tiene sus l¨ªmites: "Lo que significan las palabras no importa. Lo que importa es saber qui¨¦n pone la norma... y punto". Para poder serlo, esa verdad de Humpty Dumpty tiene que contener su propia mentira ¨ªntima. Quien manda debe dar un valor a las palabras. Por tanto, s¨ª importa lo que significan, tienen que significar algo, aunque ese significado sea una falsificaci¨®n. El problema es que, a pesar de todo, como lo han indicado las encuestas realizadas entre los espa?oles, la gente sabe que se trata de una guerra, aunque esa palabra imborrable se haya acompa?ado de pompa y circunstancias, incluso de compasi¨®n y progresismo. Y la gente est¨¢ en contra. Porque despu¨¦s de haber gastado tanta p¨®lvora, tinta, voz y zapatos en la defensa de la vida humana; despu¨¦s de tanto ruido y tanta furia escupidos a la cara de los violentos, es dif¨ªcil esperar una conspiraci¨®n del silencio y, menos a¨²n, un entusiasmo moralmente lisiado cuando pretenden que todo el mundo se desoriente al un¨ªsono y se ponga a gritar: "?Viva la muerte!".
Porque la gente sabe que la guerra es la muerte. La muerte de quienes no la han decidido. El sufrimiento, la mutilaci¨®n, la ausencia definitiva de los inocentes. Nunca es la muerte del tirano al que se culpa. Esa mirada en calma de Sadam Husein, que recuerda los lagos habitados por los monstruos, seguir¨¢ contemplando el mundo como tras la primera guerra del Golfo, mientras otras miradas son canceladas para siempre. Los noticiarios ir¨¢n a ver la sangre por las calles. Pero nunca ser¨¢ la sangre de los torturadores que han saqueado los cuerpos de sus v¨ªctimas, de los opulentos que han devastado los recursos de su pa¨ªs, de los mezquinos core¨®grafos del dictador, refugiados en sus b¨²nkeres durante los bombardeos, teniendo a mano lo necesario y lo sobrante durante el bloqueo econ¨®mico, y siempre con una escapatoria hacia el estanque dorado de su exilio. No ser¨¢n ellos quienes sufrir¨¢n cuando el cielo se desmorone sobre Bagdad de nuevo, cuando el dolor busque a tientas la bienaventurada carne de los pobres, cuando el terror arruine el alma de la gente y el odio establezca su reino entre los desesperados.
No se puede enga?ar a todo el mundo durante todo el tiempo. Hace algo m¨¢s de diez a?os, muchos estuvieron a favor de esa guerra, porque entendieron que exist¨ªa alguna causa justa: derechos internacionales vulnerados, procacidad de un dictador repugnante, consenso de los pa¨ªses democr¨¢ticos. Ahora no es as¨ª. Se burlan de los valientes que se han atrevido a la prudencia, como lo ha hecho el inefable Donald Rumsfeld, mof¨¢ndose de la amarga experiencia de la vieja Europa. Se les desprecia desde un car¨¢cter implacable como el de Condoleezza Rice, tratando a los d¨¦biles opositores del continente como si fueran una pandilla de inexpertos t¨ªmidos, cautivos y desarmados por una opini¨®n p¨²blica que ambos pol¨ªticos deben considerar como una curiosidad ancestral, un material anticuado y desechable. La gente, a pesar de todo, tiene una cierta sabidur¨ªa con blindaje a prueba de algunas campa?as. Y sabe lo que es una guerra, qui¨¦nes luchan, qui¨¦nes mueren sin luchar siquiera.
La gente sabe que habr¨¢ otra guerra. Ya s¨®lo se pregunta cu¨¢ndo. Habr¨¢ una guerra que nos esperar¨¢ a todos, para ser noticia, una de estas ma?anas del invierno. Saben la fecha quienes ya han cursado las ¨®rdenes, quienes han redactado los documentos: quienes no van a morir. A la sombra de esos magnates en flor, un pueblo espera para ver un d¨ªa sus hogares en ruinas, sus ciudades demacradas, su existencia en llamas. Los documentales nos han hecho conocer el rostro an¨®nimo de esa gente, los reportajes nos han acercado su voz indescifrable. Para nuestra verg¨¹enza, para nuestra impotencia, vendr¨¢ la guerra y tendr¨¢ su cuerpo. Vendr¨¢ la muerte y tendr¨¢ sus ojos.
Ferran Gallego es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad Aut¨®noma de Barcelona.
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