Sangre espa?ola
En la sobremesa de un d¨ªa de febrero comenta la tele el despliegue de la polic¨ªa en las inmediaciones del Congreso de los Diputados ante la pr¨®xima sesi¨®n parlamentaria, cuando se presentan en el bar donde almuerzo los que dicen llamarse Max Estrella y Latino de Hispalis, que desde la Granja del Henar se dirig¨ªan al Ateneo por la calle del Marqu¨¦s de Cubas y han sido desviados por la fuerza p¨²blica hasta este chisc¨®n de tercera. Renegando del ordeno y mando, se sit¨²an en la barra, que a estas horas aparece poco poblada, en beneficio de las ocho o diez mesas de comida que ya se hallan en los postres y, al igual que el resto de la clientela, se prenden del televisor colectivo. Antonia cubre el mantel de mi mesa con el tapete verde sobre el que deposita el mazo de cartas, la botella de pachar¨¢n, la caja de puros y los cuatro vasos. Aprieto la carne de Antonia cuando se retira a la cocina quit¨¢ndose el delantal, y mientras barajo y corto varias veces para limpiar de par¨¢sitos los naipes, la televisi¨®n me ense?a la planicie de Irak sobre la que discurre un asno cabalgado por un hombre que me recuerda a mi abuelo.
Hace m¨¢s de sesenta a?os de esto, hab¨ªa terminado nuestra guerra y mi abuelo recorr¨ªa con un borrico los pueblos del sur de Madrid vendiendo lo que fuese para sacar adelante a mi padre, que veinte a?os despu¨¦s continu¨® por la ruta de mi abuelo, pero sobre una bicicleta, porque eran otros tiempos y, como se dice en este oficio, renovarse o morir, de forma que cuando veinte a?os m¨¢s tarde relev¨¦ a mis viejos segu¨ª con la misma dedicaci¨®n y por los mismos paisajes, pero ahora con una furgoneta de las que anuncia Carrusel deportivo. En ella almaceno todo lo que me piden por esas llanuras, ya que nuestra tradici¨®n es la venta ambulante, y eso implica dedicarse al transporte. Y porque llevo el comercio en mis venas, me intereso en el iraqu¨ª de la tele, le miro como a uno de la competencia, aunque yo vaya sobre ruedas y ¨¦l en un burro, y pienso que se gana la vida en su pa¨ªs -repleto, como me dicen, de gases letales- vendiendo fruta de temporada, perfumes y cordones, lo mismo que los hombres de mi familia en Espa?a -que ahora es potencia at¨®mica-.
Termino de barajar y nos jugamos a la carta m¨¢s alta qui¨¦n reparte y, en consecuencia, a qui¨¦n le corresponde mano, y como siempre que vivo este trance y da igual donde me encuentre, siento bajar por la tripita la alegr¨ªa de vivir. Me quedan por lo menos dos horas de relajo, en compa?¨ªa de unos buenos amigos, del licor de ara?ones y de los puritos - ?el mini!- que tambi¨¦n anuncian por la SER. As¨ª que pongo la vista en la tele y env¨ªo un saludo al colega del burro en el momento en que oigo un ruido similar al de la radio cuando se cambia de dial, un ruido parecido al de los aviones que cruzan por San Fernando de Henares, donde sabe Antonia que tengo el campo de maniobras para mi har¨¦n, y en menos de lo que tardo en contarlo se forma una nube de polvo por donde caminaba el iraqu¨ª y entiendo que ya no lo vuelvo a ver porque lo han machacado desde mis bases de utilizaci¨®n conjunta con los misiles ultramontanos. Capto entonces el improperio de Max Estrella en la barra y el verso que recita Latino de Hispalis -"Guerra, grit¨® ante el altar el sacerdote con ira"- mientras se marcha del bar con su amigo.
Me insisten los compadres en si hay mus, cuando de fuera llega el sonido de la bronca de Latino y Max con la uniformada, y ya nadie habla en nuestra mesa de si a la grande o a la chica porque todos corremos a la ventana para presenciar el ¨®rdago de los dos personajes, que espatarrados contra una pared de la calle del Marqu¨¦s de Cubas y manoseados a discreci¨®n por los agentes en busca de armas qu¨ªmicas, maldicen sonoramente la guerra que ha matado al hombre del burro. "Creer¨¢n estos ni?os modernistas que aqu¨ª se reparten caramelos", sentencia el que los conduce al furg¨®n, detenidos. Y cuando doy por visto el espect¨¢culo y propongo reanudar la partida, observo que las im¨¢genes de la tele son encarnadas y que ese color pinta la ventana, la mesa, las sillas y el tapete, y afortunadamente me contengo antes de agarrar las cartas porque mis manos est¨¢n m¨¢s rojas que el pachar¨¢n, y eso que ni lo he probado. Acudo a limpiarme al aseo y al pasar por la cocina est¨¢ Antonia con la cara como un tomate, "es la sangre de la guerra", me dice con orgullo, "que no se quita a la primera, sino frotando mucho". Total, que cuando vuelvo a la mesa con las manos tan rojas como al principio, miro la tele a ver si explica por qu¨¦ tengo esta pinta de asesino, y la tele s¨®lo muestra aviones sobre la llanura por donde alguien como mi abuelo me ha manchado de sangre.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.