El cielo prometido
Todos estamos de acuerdo en que el mundo de los libros es uno de los grandes tesoros que existen. Las campa?as de fomento de la lectura se multiplican, y escritores, libreros y educadores insisten una y otra vez en lo decisivo que es leer. Pero la verdad es que todos ellos suelen ocultarnos algo cuando menos inquietante, que los libros son una de las cosas m¨¢s raras que existen. Aunque s¨®lo sea porque no se sabe muy bien para lo que sirven. No me refiero, claro, a esos libros que transmiten una informaci¨®n concreta, y que se compran tratando de ampliar nuestros conocimientos o satisfacer nuestra curiosidad sobre un tema concreto, la pesca de la lubina, las guerras p¨²nicas o los avances en las investigaciones del genoma humano, sino a esos que pertenecen a ese mundo indefinible y esquivo que hemos dado en llamar literatura. Y hay que reconocer que pocos mundos hay m¨¢s desatinados que ¨¦se. Pensemos en los argumentos de algunas de las novelas m¨¢s famosas que se escribieron en el siglo pasado. Un hombre se despierta una ma?ana transformado en un horrible insecto y ya no podr¨¢ abandonar la habitaci¨®n en la que se encuentra; alguien llega a un pueblo tratando de cumplir la ¨²ltima voluntad de su madre y, al descubrir que es un pueblo de fantasmas, ¨¦l mismo muere de terror; un refinado personaje subsiste cinco siglos, primero como hombre y luego como mujer, viviendo todo tipo de intrigas amorosas y cortesanas; un m¨²sico, en fin, pacta con el diablo la conquista de lo genial a cambio de la entrega de su lucidez. Son los argumentos de La metamorf¨®sis, de Franz Kafka; de Pedro P¨¢ramo, de Juan Rulfo; de Orlando, de Virginia Woolf, y del Doktor Faustus, de Thomas Mann, y no es f¨¢cil de explicar qu¨¦ significan exactamente estas historias, ni por qu¨¦ nos empe?amos en declararlas patrimonio de los hombres. Tampoco en qu¨¦ medida su lectura ser¨¢ un bien para nosotros. ?En qu¨¦ sentido, por ejemplo, es ejemplar un personaje monomaniaco y demente como el capit¨¢n Acab? El Quijote ?nos anima a tener sue?os o m¨¢s bien nos dice que seremos apaleados si los tenemos? Y qu¨¦ decir de un personaje como Peter Pan, considerado como uno de los grandes mitos de la literatura infantil, ?anima a los ni?os a crecer, o les dice, por el contrario, que ser¨¢ un desastre cuando lo hagan? A sangre fr¨ªa, la novela de Truman Capote, es la reconstrucci¨®n de un asesinato gratuito y terrible; el protagonista de Las ratas, la novela de Delibes, es un hombre medio subnormal, capaz de matar para que otro cazador, no menos pobre que ¨¦l, no invada su territorio; Francisco Pino dedica uno de sus m¨¢s hermosos libros a un santo aturdido que casi nunca sabe por d¨®nde va ni d¨®nde tiene la cabeza; en Sangre sabia, de Flannery O'Connor, un perturbado abrasa sus ojos en cal viva para ver mejor; y en El oto?o del patriarca, de Garc¨ªa M¨¢rquez, un dictador incluye a pobres ni?as asustadas en su dieta de insaciable fauno glot¨®n. Ogros, traficantes de ¨®rganos, santos inocentes, amantes que deliran y muchachas que hacen de la desgracia la ley feroz que aglutina sus sue?os, son algunas de las criaturas que pueblan esas galer¨ªas de la marginalidad y la excepci¨®n de la que se alimenta una buena parte de los libros que existen. No creo que nadie haya podido aclarar de una forma convincente por qu¨¦ debemos leerlos, ni por qu¨¦ siguen teniendo tanta consideraci¨®n, sobre todo entre los educadores. Ni siquiera est¨¢ claro que leer vuelva a quien lo hace m¨¢s inteligente o compasivo. Los nazis le¨ªan a los grandes poetas alemanes, Novalis, H?lderlin, Von Kleist, Schiller, poco antes de encaminarse a cumplir sus deberes en las c¨¢maras de gas, y en el pensamiento de todos hay m¨¢s de un conocido al que andar todo el d¨ªa entre libros no le ha vuelto ni m¨¢s cordial, ni m¨¢s alegre, ni siquiera m¨¢s inteligente. A la vista de tales evidencias, ?no har¨ªamos mejor en aconsejar a los ni?os que emplearan su tiempo en cosas m¨¢s apacibles y formativas, como acampadas en parques naturales o concentraciones deportivas?
Claro, que estas dudas no son ninguna novedad, al menos para los verdaderos amantes de los libros. Ellos no compran libros porque les digan verdades sobre la vida, o esperando que contribuyan a su formaci¨®n cultural. Tampoco tratando de hacer de la lectura una religi¨®n, una filosof¨ªa, una escuela de moral, una psicoterapia o una sociolog¨ªa. La poes¨ªa, como escribio C. S. Lewis, no es para usarla, sino para recibirla. Es decir, no est¨¢ hecha de comentarios m¨¢s o menos acertados sobre la vida, sino que es algo que se a?ade a ella, para hacerla m¨¢s grande y abierta, pero tambi¨¦n m¨¢s insensata y llena de riesgos.
Antes dec¨ªa que no es f¨¢cil de saber por qu¨¦ leemos, pero, bien mirado, lo extra?o es que no lo hagamos sin parar. Los libros nos permiten asomarnos a otras vidas y mirar por otros ojos. Mirar por los ojos de los dem¨¢s sin dejar de ser nosotros mismos, ¨¦se es el verdadero milagro. No leemos tratando de ser mejores o de afirmar nuestra individualidad, sino para ser m¨¢s, o para ser de otra forma. Eso nos dicen los libros, que bien pueda ser que no tengamos tantas razones para sentirnos orgullosos de lo que somos. En efecto, ?qu¨¦ son nuestros arrebatos y desvelos al lado de los del capit¨¢n Acab o los de Hamlet? Nunca seremos tan constantes en el amor como Gatsby, ni tan graciosamente desatinados como Don Quijote, ni seremos capaces de albergar en nuestro coraz¨®n una pasi¨®n como la de Heathcliff, el protagonista masculino de Cumbres borrascosas. A lo mejor leer sirve para eso, para que no estemos contentos con nuestra vida. Lichtenberg dijo que cuando un mono se asoma a un espejo dif¨ªcilmente ver¨¢ en ¨¦l el rostro de un ap¨®stol, y esto nos pasa con los libros. Son como espejos que nos devuelven nuestro propio rostro. ?S¨®lo nuestro rostro? Bueno, tambi¨¦n los rostros de todos aquellos que pudimos ser, y que no llegamos a ser. Y el rostro de todos los que amamos. El reino de la literatura es el reino de la perplejidad y el descontento; pero tambi¨¦n, el de la alegr¨ªa. Por eso entramos en las librer¨ªas. Lo hacemos como esos adolescentes que acceden a las salas de baile buscando a aquel o aquella que colmar¨¢ sus anhelos. ?Existe alguien as¨ª? Puede que no, pero bien mirado tampoco nosotros somos gran cosa, y eso no quiere decir que tengamos que vivir con amargura. Es m¨¢s, yo creo que para lo que sirven de verdad los libros es paradecirnos, con madame de Chatelet, que no es posible que hayamos nacido para ser desgraciados.
En Las ciudades invisibles de Italo Calvino, el anciano Khan, impaciente por los relatos de Marco Polo, que le enfrentan una y otra vez al sufrimiento y la injusticia, le pregunta a ¨¦ste por las ciudades de la utop¨ªa, donde reina la concordia y todos los hombres son hermanos. Marco Polo le dice que jam¨¢s encontr¨® una ciudad as¨ª. Entonces, insiste dolorido el Khan, ?s¨®lo cabe la ciudad infernal? Marco Polo niega con la cabeza. ?l sabe que ese infierno existe, pero tambi¨¦n que hay una alternativa mejor que aceptarlo y volvernos parte de ¨¦l hasta no verlo m¨¢s. La misi¨®n del viajero, le dice entonces Marco Polo al anciano, es "buscar y saber reconocer qui¨¦n y qu¨¦, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar y darle espacio". Bueno, no conozco otra definici¨®n mejor del arte de la lectura. Cada libro es como una de esas ciudades del misterio, el deseo, y la angustia descritas por Marco Polo, y su lector, el viajero que la visita. Celebremos que siga habiendo librer¨ªas y bibliotecas donde esos relatos puedan ser disfrutados por los hombres. Creo que fue Novalis quien dijo que el que acariciaba la piel de la persona amada estaba tocando el cielo. Los libros, a pesar de la queja del gran Khan, tambi¨¦n nos ofrecen ese cielo tan anhelado. Pero, ?ojo!, deben hacerlo de la ¨²nica forma que puede ofrecerse el cielo, sin decir que lo es.
Gustavo Mart¨ªn Garzo es escritor.
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