El periodista m¨¢s importante del franquismo
Lo primero que vi al entrar en la redacci¨®n de Pueblo fue una pesada m¨¢quina de escribir volando. Se la hab¨ªa arrojado el cr¨ªtico de cine al cronista municipal, que tuvo fortuna y agilidad suficientes como para esquivar el golpe. El motivo de la disputa hab¨ªa sido un comentario desabrido del reportero del Ayuntamiento sobre el director del peri¨®dico. Comprend¨ª de inmediato dos cosas: que ¨¦ste era un individuo controvertido hasta en su propia casa y que uno se arriesgaba a morir aplastado por una Underwood si osaba hacer p¨²blica esa controversia.
Corr¨ªa el a?o 1962 y Emilio Romero era ya el periodista m¨¢s importante del franquismo. S¨®lo el mito gigantesco de don Manuel Aznar Zubigaray -abuelo del actual presidente del Gobierno- pod¨ªa competir con ¨¦l. La diferencia estribaba en que don Manuel se las agenci¨® para utilizar el periodismo como trampol¨ªn hacia la diplomacia y los salones de la corte, mientras Romero se empecin¨® hasta el fin de sus d¨ªas en no ser otra cosa que periodista, quiz¨¢ porque comprendi¨® que a un desclasado como ¨¦l los edecanes del r¨¦gimen no habr¨ªan de ofrecerle m¨¢s. De modo que ha muerto con las botas puestas.
Al frente del ¨®rgano oficial de los sindicatos verticales, Emilio Romero hizo mucho por renovar y modernizar el diarismo de su ¨¦poca, en lo que cont¨® con la inestimable ayuda de su redactor jefe de siempre, Jes¨²s de la Serna. Abri¨® el peri¨®dico a las nuevas generaciones, foment¨® el reporterismo de calle, se interes¨® por la renovaci¨®n tecnol¨®gica de la empresa y propici¨® una cierta disidencia dentro de un orden que permiti¨® identificar a su peri¨®dico como portavoz de una singular izquierda obrerista del r¨¦gimen, inaceptable del todo para la oposici¨®n a la dictadura, pero muy molesta, al tiempo, para la derechona cat¨®lica. Mis primeros seis a?os de periodismo activo los ejerc¨ª bajo su direcci¨®n. ?l y yo sab¨ªamos que en punto a ideas pol¨ªticas pens¨¢bamos de forma bien diferente, lo que no impidi¨® que antes de cumplir mi mayor¨ªa de edad me nombrara redactor jefe de las p¨¢ginas de informaci¨®n local, en las que militaba el enfurru?ado cronista que salv¨® su vida de la agresi¨®n del cr¨ªtico; tambi¨¦n, y por periodo de unos breves meses, me encomend¨® la entonces famosa Tercera P¨¢gina, donde permiti¨® que escribieran -hasta donde la autoridad competente lo toleraba- gentes del entonces clandestino partido comunista, curas posconciliares como Juan Arias, actores disidentes como Marsillach y no pocos opositores al franquismo. Ten¨ªa fama de autoritario, nepotista y egoc¨¦ntrico, pero a m¨ª me permiti¨® hacer mi trabajo, me defendi¨® cuando la caverna del r¨¦gimen quiso atacarme y s¨®lo obtuve de ¨¦l muestras de respeto y de confianza, a las que siempre intent¨¦ corresponder. Frente al servilismo de que hac¨ªan gala no pocos de sus colaboradores, comprob¨¦ que su indudable vanidad era mucho m¨¢s susceptible a la dial¨¦ctica que a la sumisi¨®n, quiz¨¢ por eso guardamos durante muchos a?os una buena relaci¨®n personal, incluso cuando en la etapa de la transici¨®n pol¨ªtica sus opiniones comenzaron a confundirse extravagantemente con las de los militares que acabaron por dar el golpe de Estado del 23-F. Como tantos de su generaci¨®n, viaj¨® poco fuera de Espa?a, entre otras cosas por su conocida aversi¨®n a volar, con lo que acab¨® por convertirse en representante de un casticismo intelectual muy del agrado de los tiempos que ahora mismo corren.
Emilio era un escritor temible, de prosa arrogante y juicios afilados, bueno para los peri¨®dicos aunque no tanto para la gran literatura. Goz¨® durante mucho tiempo de la protecci¨®n del ministro Sol¨ªs, la sonrisa del r¨¦gimen; disfrut¨® de la amistad de Juan Domingo Per¨®n; cultiv¨® a algunos intelectuales que regresaban del exilio, y se esforz¨® por situar su peri¨®dico y su persona en el centro de la cr¨®nica social y de los sucesos de la far¨¢ndula, a los que contribuy¨® escribiendo un buen pu?ado de piezas teatrales. Las marquesas, los futbolistas, los embajadores, los toreros, las bailaoras y actrices de moda, los banqueros, los poetas malditos y los reporteros de fama se disputaban su amistad y demandaban su influencia. Fue generoso con todos y s¨®lo ocasionalmente vengativo con algunos. Convirti¨® Pueblo en una aut¨¦ntica cantera de nuevos periodistas y parecerse a ¨¦l termin¨® siendo la ambici¨®n de muchos j¨®venes profesionales, deslumbrados como estaban por el brillo de su estrella, que comenz¨® a apagarse durante los complejos a?os de la transici¨®n. El declive del franquismo hab¨ªa marcado ya el comienzo del fin de su reinado. Rescat¨® una cabecera de noble abolengo como El Imparcial, que hab¨ªa sido el diario de la familia de Ortega y Gasset, y que acab¨® por convertirse en portavoz de la nostalgia bronca de la dictadura. No comprendi¨® el significado de la emergente democracia, pese a que luch¨® denodadamente por mantener su puesto y rescatar su perdida influencia en el firmamento de la pol¨ªtica espa?ola. Le ofrec¨ª las p¨¢ginas de EL PA?S, en las que se desempe?¨® como articulista habitual durante a?os. Se fue alejando de ellas por propia voluntad, pero nunca tuvimos discrepancias personales ni hubo quejas ni desacuerdos sobre el tratamiento que el peri¨®dico le daba.
A veces pienso que Emilio Romero se equivoc¨® de tiempo. Si hubiera nacido en una Espa?a diferente, sus formidables dotes profesionales habr¨ªan merecido un mejor destino. Le toc¨® protagonizar el periodismo espa?ol de los sesenta, una d¨¦cada crucial para la historia de la humanidad. Nuestra profesi¨®n le debe mucho, y yo me encuentro entre los que le estar¨¢n siempre agradecidos.
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