Ingratos y caprichosos
Salta Guti hasta la portada de un peri¨®dico para gritar que se siente maltratado por Del Bosque, que no le pone. Filtra Ronaldo que est¨¢ hasta las narices del t¨¦cnico, que le cambia demasiado a menudo. Llega Morientes y se niega a saltar al campo en el preciso instante en el que se lo pide el entrenador, porque le parece tarde, y ya, de paso, le insulta. Todo muy seguido, en el plazo de un mes, periodo en el que, seg¨²n la curiosa interpretaci¨®n de la plantilla, el Madrid ha concedido licencia general para la desobediencia. Y va Del Bosque, agarrado a ese traje tan suyo de santo Job, y no s¨®lo le quita importancia a los motines, sino que los deja sin castigo.
Habla bien del t¨¦cnico su flema, esa indiferencia con la que mira los insistentes ataques contra su persona. Deja a un lado su orgullo, hace como que no escucha, y se rige por su desconcertante bueno, sigamos para que nada ni nadie altere la paz del equipo. Habla bien porque a ella se debe la tranquilidad que vive el Madrid en los ¨²ltimos tiempos. El vestuario, con tantos egos reunidos, con su contraste de clases, juega continuamente con fuego. Pero ning¨²n incendio se extiende. Sopla Del Bosque, que no discute ni se enfada, y la llama se apaga.
Esa tolerancia extrema del t¨¦cnico pone tambi¨¦n en peligro el principio de autoridad m¨¢s elemental. Ante tal cascada de concesiones, se corre el riesgo de que el vestuario y sus alrededores lleguen a confundir qui¨¦n manda. Del Bosque deja que los chicos le peguen un monigote en la espalda y tolera que le saquen la lengua cuando mira para otro lado; escucha opiniones, admite discrepancias y hasta perdona las faltas de respeto; se muestra indiferente a los comentarios que le ningunean desde dentro y desde fuera de la caseta. Nada de eso le afecta. Sigue tranquilo, porque ¨¦l s¨ª sabe qui¨¦n manda y qui¨¦n decide.
Pero el juicioso tratamiento de Del Bosque a los insurrectos no libera de culpa a los futbolistas, cuyos desplantes est¨¢n alcanzando dimensiones intolerables. Dan al fin los jugadores con un preparador dem¨®crata y tolerante, que no se concede importancia, que en las buenas da un pasito hacia atr¨¢s y en las malas, uno hacia adelante, y ellos corresponden pidiendo guerra. Con comportamientos miserables y caprichosos que demandan la reaparici¨®n de los sargentos de hierro, de los tiranos de banquillo.
Resulta parad¨®jico que la ¨²ltima ofensa hacia el talante del entrenador, y la m¨¢s grave, proceda precisamente de uno de esos jugadores que Solari bautiz¨® como la clase media de la plantilla, los que ni son Zidanes, ni son Pavones. La direcci¨®n del club los considera un estorbo por la desproporci¨®n entre sus sueldos y sus prestaciones. Y por ah¨ª, por el modo en el que la casa trata de deshacerse de ellos, aparecen como indefensas v¨ªctimas de una pol¨ªtica sin escr¨²pulos. Pero actuaciones como las de Morientes no s¨®lo les desacreditan, sino que entregan argumentos en bandeja a sus verdugos. Ya no es que sean caros. Es que resultan da?inos para la convivencia. Perjudiciales, en suma.
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