Z¨²?iga
Seguramente, Juan Eduardo Z¨²?iga conoce el riesgo de pisar la calle. Por eso, al rebasar el portal de su casa pone la mano en la pared de los telefonillos, como para concederse un respiro antes de acometer la audacia. De un vistazo, mide la temperatura del parque del Retiro y, con m¨¢s lentitud, las corrientes que vienen a su izquierda y su derecha por la avenida de Men¨¦ndez Pelayo. Y ya advertido, adelanta el pie y traspasa la frontera de Espa?a.
Frente a lo que pueda indicar su gesto, Juan Eduardo Z¨²?iga no es hombre retra¨ªdo, sino andar¨ªn. Recorre las calles de Madrid -"Cedaceros, donde se hac¨ªan cedazos"-, utiliza sus transportes p¨²blicos, es un habitual del aire libre, y esa experiencia le ense?a a desenvolverse en un espacio comprometido. Madrid podr¨¢ ser una llanura en la meseta manchega, pero su baldosa es muy traidora. Inesperadamente, el pavimento se rasga en zanjas, abismos, boquetes. Ni el palo del ciego prev¨¦ estas rendijas indiscretas que fracturan las extremidades del caminante y le obligan a entablillarlas y guardar reposo. Ning¨²n madrile?o ignora o desde?a esta amenaza procedente de su punto de apoyo. De ah¨ª la prevenci¨®n de Z¨²?iga al abordar la calle, incluso cuando no est¨¢ hundida por los obuses.
Eso ocurri¨® durante el asedio de la ciudad por las tropas de Franco. Entonces Z¨²?iga, como tantos madrile?os, adquiri¨® la cautela -que ya se le hizo costumbre- de mirar a ambos lados del portal antes de salir de casa. Tres a?os dur¨® el cerco de hambre y muerte. Vino luego la paz de una guerra civil, y los que hab¨ªan esquivado las bombas de los vencedores tuvieron que evitar su c¨¢rcel y sus fusilamientos. Si la guerra les hab¨ªa ense?ado a huir, en la paz aprendieron a disimular su condici¨®n de vencidos. El ostracismo fue la opci¨®n vital del condenado; la clandestinidad, el modo de cumplirlo, y el silencio, la ¨²nica manifestaci¨®n consentida al que, adem¨¢s de arrebatarle el patrimonio, se le quitaba la palabra.
En la larga posguerra de casi cuarenta a?os, una legi¨®n de despose¨ªdos se mueve bajo el cielo despiadado de Madrid. Z¨²?iga los ha visto en la cola del racionamiento, en el hospital de Beneficencia, suplicando trabajo al capataz o depositando el relicario de valor sentimental en el mostrador del prestamista. Estos ciudadanos desequilibrados -y no s¨®lo por la traici¨®n del suelo- redimen sus penas con la alucinaci¨®n o la quimera. Un pu?ado de h¨¦roes se entrega al empe?o revolucionario de que la tierra sea un para¨ªso. Otros, adem¨¢s, guardan en su memoria esas palabras salvadas del expolio de la guerra que, como tampoco est¨¢n permitidas en la paz, se recitan a diario para no olvidarlas.
En ese campo de concentraci¨®n poblado por supervivientes amordazados o sin vocabulario, el escritor tiene anulada su capacidad de ser. Durante bastante tiempo, y a semejanza de los monjes medievales, se esfuerza en conservar la tradici¨®n literaria: recibe del extranjero el volumen cuya difusi¨®n est¨¢ prohibida, lo transmite bajo cuerda y lo comenta a la cadena de conjurados. Pero, simult¨¢neamente, mientras consigue colocarse en oficinas sin historia y alterna con quienes desconocen la existencia de libros, mantiene la vivencia de la escritura como la prenda m¨¢s significativa de su identidad reprimida, que cuando se comparte en el caf¨¦ con algunos colegas se convierte poco menos que en una se?a mas¨®nica, y que espor¨¢dicamente se cultiva en una soledad radical, sin comunicaci¨®n ni resonancia. Pasan los a?os y este escritor va dejando su huella con la humildad del que ejerce una tarea objetivamente in¨²til, mas para ¨¦l tan honda que renunciar¨¢ a otro tipo de vida si le impide destinar alg¨²n minuto de su domingo o de su noche a extraer de su fondo secreto las palabras preservadas desde que cobr¨® conciencia de su oficio.
De esta manera, con la tenacidad de la hormiga por no abandonar su surco, Juan Eduardo Z¨²?iga ha construido su obra: Largo noviembre de Madrid, Misterios de las noches y los d¨ªas, El anillo de Pushkin, Flores de plomo... Eligi¨® para expresarse el g¨¦nero literario m¨¢s dif¨ªcil y arriesgado, el cuento, porque, como dice con modestia, es la medida de su respiraci¨®n. Literariamente hablando, la obra de Z¨²?iga no ofrece una sola p¨¢gina irrelevante. Capital de la gloria es su ¨²ltimo t¨ªtulo. Sucede en el final del Madrid republicano y contiene lo que este ciudadano vio, retuvo y ha destilado de su memoria de resistente. El lector que goz¨® de esta escritura ¨²nica debe saber que ha aparecido en las librer¨ªas, con la discreci¨®n con que Z¨²?iga toma la calle, un nuevo testimonio de su magisterio.
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