?En qu¨¦ creemos?
El reconocimiento de la realidad social o nacional del individuo no puede hacerse, sostiene el autor, a costa de coartar sus derechos como ciudadano.
En un art¨ªculo reciente (Ser diferentes por decreto, EL PA?S 28-01-2003), Jos¨¦ Mar¨ªa Ruiz Soroa nos recordaba que la modernidad consisti¨® en la disoluci¨®n cr¨ªtica de los marcos estamentales que encerraban al individuo en nombre de la tradici¨®n. Una de las corrientes de pensamiento que contribuy¨® a derribar los muros que aprisionaban al individuo fue la de los j¨®venes hegelianos. En su reflexi¨®n sobre el idealismo de Hegel, Karl Marx, el m¨¢s famoso de ellos, desarroll¨® una l¨ªnea de pensamiento cuyo objetivo era destruir las abstracciones racionales que manten¨ªan la auto-enajenaci¨®n humana. Marx no fue, sin embargo, capaz de liquidar definitivamente el idealismo hegeliano, tarea que qued¨® encomendada a un oscuro y ahora pr¨¢cticamente desconocido personaje, Max Stirner. Como percibi¨® inicialmente Engels, el discurso de Stirner no era necesariamente incompatible con el ideal comunista. Marx, sin embargo, era consciente de que la aceptaci¨®n de las tesis de Stirner supon¨ªa reconocer los l¨ªmites de su dial¨¦ctica materialista y aceptar que, m¨¢s all¨¢ de la voluntad de la persona ¨²nica y libre, no existe imperativo moral alguno al que el individuo tenga que someterse sin remedio.
Al ciudadano no debe exig¨ªrsele otra identidad com¨²n que el respeto a los valores democr¨¢ticos
El ser humano no es s¨²bdito de ning¨²n soberano, iglesia, pueblo, naci¨®n o clase social
En su empe?o por fundamentar ideol¨®gicamente y dotar de sentido hist¨®rico a la lucha del proletariado industrial, la respuesta de Marx al ego¨ªsmo stirneriano consisti¨® en insistir en el car¨¢cter "social" del individuo. Pero, al convertirlo en un ser social, producto de unas determinadas relaciones de clase, Marx dej¨® v¨ªa libre a la interpretaci¨®n idealista y totalitaria de sus tesis materialistas, una de cuyas formas m¨¢s perversas fue el estalinismo. Porque, si se admite la tesis totalizante de que los seres humanos s¨®lo tienen existencia pr¨¢ctica integrados en un grupo social determinado, es f¨¢cil traspasar, en nombre de los intereses de ese grupo, los l¨ªmites ¨¦ticos que nos deben impedir en todo momento estigmatizar, perseguir y eliminar a los discrepantes.
Ante la dimensi¨®n de los cr¨ªmenes cometidos en nombre de los distintos totalitarismos en el siglo XX, no resulta hoy cre¨ªble proponer modelos de liberaci¨®n social que no asuman, como punto de partida, el car¨¢cter soberano de los individuos reales. S¨®lo desde el reconocimiento de su libertad esencial puede encontrar legitimidad una alternativa que pretenda ser democr¨¢tica. Porque el ser humano libre no es s¨²bdito de ning¨²n soberano, de ninguna iglesia, de ning¨²n pueblo o naci¨®n, de ninguna clase social, de ninguna mayor¨ªa democr¨¢tica.
Tiene por tanto raz¨®n Ruiz Soroa cuando nos recuerda que el individuo es el ¨²nico agente moral dotado, en sentido estricto, de identidad. Pero tambi¨¦n es necesario admitir que la identificaci¨®n racional con las personas que se reconocen en una misma religi¨®n o nacionalidad constituye una parte esencial de la identidad individual. El ser humano es tambi¨¦n el "ser social" del que hablaba Marx y es precisamente en la voluntad humana de identificaci¨®n con una colectividad m¨¢s amplia en la que acaba encontrando dimensi¨®n terrenal el ideal religioso o el nacional. Por eso, el derecho a una vida colectiva propia, en el ¨¢mbito etno-cultural o en el religioso, constituye una extensi¨®n natural de la libertad individual, tal y como reconoce impl¨ªcitamente el art¨ªculo 27 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Pol¨ªticos.
Si aplicamos los principios anteriores al debate sobre la cuesti¨®n nacional en Espa?a, convendr¨ªa admitir que, en tanto que agrupaci¨®n colectiva de personas libres, las nacionalidades son sujetos espec¨ªficos de derechos pol¨ªticos, constituyendo precisamente el reconocimiento de su existencia el primer derecho esencial de estas nacionalidades. Como se?ala la Comisi¨®n Badinter, creada por la Comunidad Europea para abordar jur¨ªdicamente el proceso de disoluci¨®n de la RFS de Yugoslavia, cada persona es libre de elegir pertenecer a la comunidad ¨¦tnica, religiosa o ling¨¹¨ªstica que desee.
Una segunda dimensi¨®n de los derechos de las nacionalidades hace referencia a la posibilidad de desarrollar formas de organizaci¨®n pol¨ªtica en todas aquellas materias que les sean propias y exclusivas, tanto en la dimensi¨®n cultural y ling¨¹¨ªstica como en la simb¨®lica. Convendr¨ªa diferenciar, sin embargo, el derecho a la autonom¨ªa de las nacionalidades previsto en la Constituci¨®n espa?ola del que corresponde a las regiones. La base pol¨ªtica real de la autonom¨ªa o soberan¨ªa cultural de las nacionalidades no es la residencia en el territorio, como sucede en el caso de las regiones, sino la adscripci¨®n personal voluntaria.
La tercera dimensi¨®n a considerar hace referencia a la autodeterminaci¨®n pol¨ªtica, es decir al derecho de cada pueblo o nacionalidad a un desarrollo pol¨ªtico, social y econ¨®mico propio. Un Estado democr¨¢tico est¨¢ sin duda obligado a actuar de conformidad con la voluntad pol¨ªtica de los pueblos o nacionalidades presentes en su territorio, ajustando cuando sea preciso su modelo constitucional a las demandas de autonom¨ªa que ¨¦stos puedan formular. Al actuar de esta manera, podr¨¢ aspirar a consolidar a largo plazo las bases en las que se fundamenta su propia existencia hist¨®rica. Porque, como se desprende de las declaraciones pol¨ªticas a favor los derechos de las naciones sin estado, como la Carta de Argel o la Declaraci¨®n Universal de los Derechos de los Pueblos de la UNPO, as¨ª como de la Opini¨®n sobre Quebec de la Corte Suprema de Canad¨¢, la secesi¨®n de un territorio s¨®lo encuentra potencial legitimidad en el contexto internacional cuando una mayor¨ªa pol¨ªtica clara en dicho territorio no encuentra cauces suficientes de integraci¨®n en el Estado.
En el reconocimiento de las distintas nacionalidades, y de sus derechos, es preciso sin embargo prevenir el riesgo, se?alado por Ruiz Soroa, de volver a encerrar al individuo en nuevos marcos opresivos, en este caso "en nombre del sagrado derecho a la identidad". Dos condiciones resultan esenciales para evitar este peligro. La primera es que la adscripci¨®n religiosa o nacional sea estrictamente libre, de forma que cualquier persona que as¨ª lo desee pueda vivir al margen de religiones y nacionalidades, disfrutando de la libertad de no verse sometido a otra dominaci¨®n que la que corresponde a la ley democr¨¢tica, plenamente respetuosa de los derechos individuales. La segunda, estrechamente vinculada a la anterior, es que la participaci¨®n en una comunidad religiosa o nacional no pueda implicar ventaja o desventaja jur¨ªdica alguna para los ciudadanos ni limitaci¨®n alguna de sus derechos b¨¢sicos. La realizaci¨®n pr¨¢ctica de estas condiciones obliga a distinguir con nitidez el ¨¢mbito propio de la nacionalidad del que corresponde a la ciudadan¨ªa. A diferencia del mundo pol¨ªtico de la nacionalidad, de dimensi¨®n personal y no territorial, el universo de la ciudadan¨ªa constituye un patrimonio com¨²n a todas las personas con residencia en un determinado territorio, con independencia de su origen y sentimiento nacional.
La aceptaci¨®n del principio de separaci¨®n entre nacionalidad y ciudadan¨ªa constituye una condici¨®n esencial de un pacto estable para la convivencia en territorios plurinacionales, como Espa?a y tambi¨¦n Euskadi, implicando en ¨²ltima instancia otro tipo de separaci¨®n, la del Estado y la naci¨®n. La naci¨®n, como la religi¨®n, no puede seguir pretendiendo condicionar las formas de vida del conjunto de unos ciudadanos que no s¨®lo pueden tener distintos y complejos sentimientos de pertenencia nacional, sino que incluso pueden no tener ninguno. Frente a la tesis que sostiene que la realizaci¨®n natural de los derechos humanos se produce en el marco de una comunidad cultural y nacional que el individuo pueda sentir como propia, es preciso contraponer el derecho inalienable de cualquier persona a no ser otra cosa que un ciudadano libre; un ciudadano al que no debe exigirse otra identidad pol¨ªtica com¨²n con el resto de la poblaci¨®n que el respeto a los valores democr¨¢ticos de un Estado que garantice la efectiva igualdad, en el acceso a sus respectivos derechos, de individuos, credos y nacionalidades.
La principal cuesti¨®n que debe dilucidarse en el futuro no es, pues, la conveniencia o no de una cultura pol¨ªtica ciudadana, plural pero com¨²n al conjunto de la poblaci¨®n, sino si ¨¦sta se construye desde el respeto a la identidad individual y colectiva de todos los ciudadanos o desde la imposici¨®n del modelo cultural de la mayor¨ªa nacional que a cada uno nos toque en suerte o en desgracia. Para aquellos j¨®venes de izquierda que participamos del entusiasmo democr¨¢tico de la transici¨®n y que, poco a poco, nos alejamos del compromiso pol¨ªtico, vuelve a ser hoy necesario recuperar el ideal profundo de libertad que entonces nos moviliz¨®. Porque el rechazo a la normalizaci¨®n de las personas por el poder en nombre de la naci¨®n, de la religi¨®n, del partido o del Estado sigue siendo una de nuestras se?as de identidad, uno de esos pocos grandes valores en los que la mayor¨ªa de nosotros todav¨ªa creemos.
Luis Sanzo es soci¨®logo, autor del libro El Pueblo Vasco y la autodeterminaci¨®n.
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