Los Estados Unidos: un balance hist¨®rico
A nada temo m¨¢s que a nuestro propio poder, nada temo m¨¢s que ser demasiado temidos.
Edmund Burke
"El odio a los norteamericanos ser¨¢ la religi¨®n de los cubanos", escribi¨® un periodista de la isla en 1922. Ahora, esa misma religi¨®n avanza por el planeta, la profesan en Se¨²l y Buenos Aires, en Par¨ªs y Karachi, en Berl¨ªn y la ciudad de M¨¦xico. Binaria como el manique¨ªsmo antiguo, f¨¢cil como el marxismo de manual, la nueva fe no tiene m¨¢s que un dogma: todo lo malo del mundo proviene de los Estados Unidos. Disentir del credo implica volverse un "lacayo del imperialismo yanqui". Comulgar con ¨¦l ahorra el an¨¢lisis y proporciona una beat¨ªfica autocomplacencia. Su popularidad actual, sin embargo, no prueba su veracidad hist¨®rica ni su coherencia moral. Vayamos a los hechos.
La ¨²nica zona del planeta constantemente agraviada por los Estados Unidos ha sido Hispanoam¨¦rica. M¨¦xico sufri¨® en 1847 la mutilaci¨®n de la mitad de su territorio. Fue un acto injustificable de pirater¨ªa hist¨®rica que hasta 1927 rond¨® como una pesadilla sobre los gobernantes mexicanos. Para evitar su repetici¨®n, desarrollaron todos los recursos pol¨ªticos, ideol¨®gicos y diplom¨¢ticos imaginables. Junto con M¨¦xico, las "Rep¨²blicas bananeras" de Centroam¨¦rica y las islas caribe?as de "su Mediterr¨¢neo" fueron las v¨ªctimas siguientes de la Gunboat diplomacy: anexi¨®n de Puerto Rico, protectorado forzoso sobre Cuba, desembarco en Honduras, ocupaci¨®n de las aduanas en Santo Domingo, "Marines" en Veracruz, expedici¨®n punitiva en Chihuahua, guerra contra Sandino y apoyo a los Somoza en Nicaragua, derrocamiento de Arbenz en Guatemala, invasi¨®n fallida de Playa Gir¨®n y, en fin, un rosario de abusos que llegar¨ªa a los confines de Am¨¦rica del Sur con el derrocamiento de Allende en 1973. Estados Unidos jam¨¢s tom¨® en cuenta y, en varios casos, traicion¨® a los liberales del continente, para quienes el amor por los norteamericanos era una religi¨®n. ?sa fue, quiz¨¢, su mayor ceguera.
?stos son los hechos en el caso latinoamericano. Se trata, sin duda, de un balance negativo, pero es preciso hacer ciertas salvedades. La m¨¢s inc¨®moda: Latinoam¨¦rica ha sido, ella sola -con sus gobiernos corruptos y opresivos, sus ¨¦lites ineficaces y concesionarias, y sus intelectuales fanatizados-, la principal responsable de sus propias desdichas. El caso cubano es aleccionador, como descubrir¨¢n alguna vez los habitantes de la isla. Un nacionalismo construido en t¨¦rminos puramente negativos se traduce, por necesidad, en servidumbre al odio, a la idea misma de dependencia y al caudillo que alguna vez pareci¨® encarnar la dignidad herida, pero que ahora mantiene a su pueblo ayuno de toda libertad. M¨¦xico, tan agraviado como Cuba, ha sido m¨¢s prudente. Con todos los problemas e inequidades, ha descubierto que la vecindad con los Estados Unidos no es, ni remotamente, la m¨¢s conflictiva del planeta. Ya la hubieran querido, para un d¨ªa de fiesta, Polonia (crucificada entre Alemania y Rusia), Irlanda (ocupada por Inglaterra), o tantas otras fronteras violentas. El sentimiento que predomina en M¨¦xico -y, por extensi¨®n, en Centroam¨¦rica- no es el odio contra el yanqui, sino la ambivalencia. Por un lado, el gusto por algunos aspectos de aquella cultura; por otro, una a?eja desconfianza que poco a poco cede a la acci¨®n de fuerzas de largo aliento: decenas de millones de "hispanos" viven "dentro del monstruo" -como lo llamaba Mart¨ª-, y otros tantos comercian con ¨¦l. Aunque la diplomacia norteamericana sigue descuidando a la regi¨®n, en la vida cotidiana de las dos Am¨¦ricas una silenciosa y t¨¢cita reconciliaci¨®n ha comenzado.
Este triste historial contrasta con el desempe?o de los Estados Unidos en Europa Occidental y Oriental, donde deber¨ªan ser los h¨¦roes indiscutidos de la pel¨ªcula, por varios hechos incontrovertibles:
1. Su papel clave en la Primera Guerra Mundial (en ella murieron 50.000 norteamericanos).
2. Su intervenci¨®n decisiva en la Segunda Guerra Mundial (el desembarco en Normand¨ªa, junto con la heroica defensa de los rusos en el frente oriental, marc¨® el comienzo del fin del Tercer Reich).
3. El Plan Marshall, un acto sin precedentes de cooperaci¨®n econ¨®mica y apoyo financiero que cost¨® a los norteamericanos 12,5 billones de d¨®lares y para 1951 elev¨® la producci¨®n industrial europea el 40% sobre los niveles de 1938.
4. La ruptura del bloqueo sovi¨¦tico de Berl¨ªn en junio de 1948 (operaci¨®n a¨¦rea en la que los norteamericanos y brit¨¢nicos proveyeron de 4.500 toneladas de alimentos y bienes a 2,1 millones de alemanes cercados por los sovi¨¦ticos).
5. El establecimiento de la OTAN, gracias a la cual Europa pudo concentrar sus energ¨ªas en alcanzar la paz y el Estado de bienestar del que ahora goza, protegida siempre -y, en los hechos, subsidiada- por el paraguas militar de los Estados Unidos.
6. La intervenci¨®n norteamericana en los Balcanes, que detuvo de tajo las guerras de limpieza ¨¦tnica y el genocidio nacional en la antigua Yugoslavia.
?stos son los hechos en el caso de Europa. Un balance positivo. Con ese trasfondo de apoyo irrefutable y aun de sacrificio, las im¨¢genes de los manifestantes antiyanquis en Par¨ªs o Berl¨ªn deber¨ªan dar verg¨¹enza: son se?ales de ignorancia, amnesia y, sobre todo, de ingratitud. O deseos de transferir a los Estados Unidos culpas terribles, no asumidas ni asimiladas: la cobarde pasividad frente a Hitler, en el caso franc¨¦s; la brutal m¨¢quina genocida, en el caso alem¨¢n. Por eso, la actitud de los pa¨ªses de Europa del Este es m¨¢s coherente: saben que los norteamericanos fueron un factor clave en la ca¨ªda del imperio sovi¨¦tico que por casi medio siglo secuestr¨® su vida civil y nacional. Y as¨ª lo reconocen. En suma, gracias a la sucesiva derrota del nazismo y el comunismo, decenas de millones de personas (entre ellos los manifestantes en Par¨ªs y Berl¨ªn) viven bajo reg¨ªmenes democr¨¢ticos. Esto no significa que la deuda hist¨®rica europea deba traducirse en obediencia ciega a la voluntad de Washington. Pero s¨ª implica un deber moral que no caduca: el del reconocimiento.
En los abismales conflictos de ?frica, el imperialismo ingl¨¦s dej¨® una estela de depredaci¨®n que los belgas, franceses y alemanes copiaron y acrecentaron a extremos genocidas. All¨ª es poco lo que se puede culpar a los norteamericanos y mucho lo que, en a?os recientes, cabe abon¨¢rseles: sin su intervenci¨®n, la guerra civil en Ruanda hubiera alcanzado proporciones a¨²n m¨¢s estratosf¨¦ricas. Por contraste, en el Lejano Oriente, los norteamericanos co-metieron dos cr¨ªmenes absolutamente imperdonables: Hiroshima y Vietnam. En su activo hay que apuntar la reconstrucci¨®n integral que llevaron a cabo en el Jap¨®n. Finalmente, en el rompecabezas del Oriente Medio, su incidencia es tard¨ªa y se ha caracterizado por varios errores costosos, entre ellos armar (contra la URSS e Ir¨¢n, respectivamente) a sus actuales enemigos Bin Laden y Husein.
?stos son los hechos en ?frica y Oriente. Arrojan un balance mixto, pero nadie puede arg¨¹ir que los Estados Unidos han permanecido al margen de los conflictos m¨¢s graves: Carter gestion¨® la invaluable paz entre Israel y Egipto, Clinton estuvo a punto de alcanzarla entre israel¨ªes y palestinos, y ahora Bush deber¨ªa estar forzando el establecimiento de un Estado palestino viable y el retiro total de los asentamientos, a cambio de paz y seguridad para Israel. El mundo entero, tan receloso del intervencionismo yanqui, clama en el fondo por esa intervenci¨®n. Es la mayor asignatura pendiente de los Estados Unidos, la que lograr¨ªa afianzar su liderazgo. Equivocadamente, a mi juicio, la Administraci¨®n de Bush tiene otras prioridades.
Extra?o imperio, los Estados Unidos atraen a inmigrantes de todo el mundo, incluso a sus adversarios jurados. Imperio sui g¨¦neris, con las excepciones se?aladas, no ha buscado apropiarse directamente de los territorios y recursos de los pa¨ªses vencidos, sino comerciar con ellos (siempre ventajosamente) e implantar (con incre¨ªble torpeza y arrogancia) los valores liberales y democr¨¢ticos del mundo occidental. Hasta hoy, su balance es menos negativo que el de los imperios que lo precedieron en la era moderna, a excepci¨®n del espa?ol, en t¨¦rminos humanitarios, y del brit¨¢nico, que, con todas sus faltas, dej¨® en sus antiguas colonias -en la India, por ejemplo- obras de infraestructura, instituciones educativas y una constelaci¨®n de democracias. Y si de comparaciones se trata, ?c¨®mo equiparar los pecados norteamericanos con las decenas de millones de muertos que dejaron -en los pa¨ªses conquistados y entre sus propios pueblos, en los campos de batalla y en los campos de concentraci¨®n- las aventuras imperiales de Hitler y Stalin?
Pero desde aquel 11 de septiembre vivimos en un nuevo siglo. Los Estados Unidos enfrentan una prueba hist¨®rica suprema. La paradoja de su inmenso poder es su vulnerabilidad. Las minor¨ªas terroristas en el mundo isl¨¢mico -sus enemigos irreductibles- constituyen una guerrilla globalizada que llevar¨¢ decenios combatir. La posesi¨®n de armas de destrucci¨®n masiva por parte de Irak puede bloquear el abasto de petr¨®leo, provocar una depresi¨®n mundial y desatar una hecatombe. Ambas amenazas podr¨ªan, en un futuro cercano, volverse convergentes. ?Qu¨¦ hacer? Los Estados Unidos no pueden cruzarse de brazos, pero tampoco han debido actuar con tanta precipitaci¨®n. La mejor opci¨®n, todav¨ªa (22 de febrero), es acrecentar la presi¨®n sobre Husein y procurar a toda costa la uni¨®n de la comunidad internacional en el esfuerzo de desarmar a Irak por la v¨ªa pac¨ªfica. Esa pol¨ªtica de contenci¨®n limitada -que no descarta el uso de la fuerza- facilitar¨ªa la eventual introducci¨®n de la democracia en los pa¨ªses ¨¢rabes y secar¨ªa poco a poco las fuentes del terrorismo.
Las palabras de Burke, el c¨¦lebre tribuno ingl¨¦s del siglo XVIII, resuenan ahora como una profec¨ªa. La fortaleza interna de los Estados Unidos se basa en tradiciones liberales y pr¨¢cticas democr¨¢ticas que limitan el poder. En su conducta externa, no han dejado de actuar con una cierta noci¨®n de l¨ªmites: no se apoderaron de Jap¨®n y Alemania, ayudaron a reconstruirlos. Si pierden ahora esa noci¨®n cardinal, corren el riesgo de da?ar irreparablemente el liderazgo que conquistaron en el siglo XX y el orden global de relativa libertad que, al menos en Europa, contribuyeron a fincar. Si en esta hora act¨²an sin prudencia, el odio en su contra podr¨ªa convertirse en la religi¨®n del mundo.
Enrique Krauze es escritor mexicano, director de la revista Letras Libres.
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