El mejor hijo de la Gran Breta?a
En los d¨ªas que corren, resulta doblemente interesante, pero tambi¨¦n doblemente descorazonadora, la lectura de esta biograf¨ªa. Por muy insensatas y est¨¦riles que sean este tipo de suposiciones, se hace inevitable pensar, conforme se progresa en la lectura, que Kipling hubiera sido palad¨ªn entusiasta y vociferante de las m¨¢s belicosas posiciones en relaci¨®n a la invasi¨®n de Irak. Lo fue, a lo largo de toda su vida, de las guerras m¨¢s venales y m¨¢s evitables. As¨ª, por ejemplo, la que Estados Unidos declar¨® a Espa?a en 1898. Poco import¨® que el Gobierno espa?ol cediera a casi todas las exigencias del entonces presidente McKinley. Como dijera Theodore Roosevelt, recogiendo el sentir de buena parte de la opini¨®n p¨²blica de su pa¨ªs, Estados Unidos necesitaba una guerra. Y la tuvo. En pocas semanas sus tropas arrollaban a los espa?oles en Cuba y Filipinas, y poco m¨¢s tarde ocupaban Puerto Rico. Fue una "espl¨¦ndida guerrita", en palabras del futuro secretario de Estado John Hay. Roosevelt, con quien Kipling hab¨ªa entablado amistad pocos a?os antes, se mostrar¨ªa especialmente receptivo a las doctrinas imperialistas de este ¨²ltimo. Por su parte, Kipling simpatiz¨® de inmediato con el incipiente expansionismo norteamericano ("hoy no hay lugar en el mundo para las naciones agotadas..."), al que dedic¨® un poema a pesar de todo memorable: La carga del Hombre Blanco (1899).
LA VIDA IMPERIAL DE RUDYARD KIPLING
David Gilmour
Traducci¨®n de Diego Valverde
Seix Barral. Barcelona, 2003
452 p¨¢ginas. 21 euros
Kipling hubiera sido palad¨ªn entusiasta de las m¨¢s belicosas posiciones respecto a la invasi¨®n de Irak
Algo semejante ocurri¨® con la llamada guerra de los b¨®ers, en Sur¨¢frica. Kipling, que vener¨® siempre a Cecil Rhodes, no titube¨® en alinearse con el agresivo belicismo de Alfred Milner, comisionado por Inglaterra para resolver el conflicto de intereses creado en la zona, la m¨¢s rica en oro de todo el planeta. Cuando el l¨ªder de los b¨®ers, Paul Kruger (un calvinista fan¨¢tico con aires de patriarca), se avino a pactar, cediendo en buena medida a las reclamaciones brit¨¢nicas, Milner se mantuvo intransigente. "Es nuestro pa¨ªs lo que usted quiere", le espet¨® entonces Kruger. Y llevaba raz¨®n. Como dir¨ªa maliciosamente Salisbury, refiri¨¦ndose a la actitud de Milner: cuando uno ha deseado "con tanta ansiedad y alegr¨ªa" entrar en combate, "no le gusta ponerse otra vez la ropa". Por su parte, Kipling asumi¨® como propias las c¨ªnicas justificaciones del Gobierno brit¨¢nico para una guerra que, comenzada con serios reveses, iba a producir beneficios muy escasos, y a tener, en cambio, prolongadas y catastr¨®ficas consecuencias. Para Kipling (que se resist¨ªa a la ampliaci¨®n del sufragio universal masculino, y se opon¨ªa de lleno al femenino), Inglaterra se enfrentaba a "un pueblo esencialmente desp¨®tico" y luchaba en nombre de las "m¨¢s elementales libertades pol¨ªticas". Tambi¨¦n para esta ocasi¨®n compuso Kipling varios poemas, de calidad esta vez m¨¢s dudosa. De uno de ellos -El antiguo asunto (1899)- coment¨® Joseph Conrad, sin animosidad ninguna: "Si he de creer a Kipling, ¨¦sta es una guerra que se hace por la causa de la democracia. Es para reventar de risa".
David Gilmour ha reconstruido la vida de Rudyard Kipling tomando como eje sus ideas y actitudes pol¨ªticas. En pocos casos queda tan justificada una iniciativa de este tipo. Y es que, como el mismo Gilmour observa, "el imperialismo y el conservadurismo fueron de hecho ingredientes esenciales en la vida de Kipling". ?ste era el primero en admitir que no se puede separar su pensamiento pol¨ªtico de su obra. Y ello no s¨®lo porque buena parte de esa obra est¨¢ dedicada a asuntos pol¨ªticos (algo relativamente com¨²n, en definitiva), sino por algo dificil¨ªsimo de evaluar hoy d¨ªa: la tremenda influencia que, por medio sobre todo de sus poemas -a menudo publicados por los peri¨®dicos con rango de editorial-, pod¨ªa alcanzar esa obra sobre la opini¨®n p¨²blica brit¨¢nica, para la que Kipling cumpl¨ªa las funciones de vate, de predicador y de profeta.
Como dijera Mark Twain (a quien Kipling consideraba "uno de los m¨¢s grandes hombres que jam¨¢s hayan sido"), Kipling fue en su tiempo, al menos hasta algunos a?os antes de estallar la Gran Guerra, "la ¨²nica persona viva cuya voz, sin ser dirigente de una naci¨®n, se oye en todo el mundo en el momento en que suelta un comentario". Tanto en Europa como en Am¨¦rica, son muchos los escritores que han aspirado y siguen aspirando a ejercer una influencia semejante. Pero ninguno la tiene ni la ha tenido en tan alto grado. Lo cual no debe ponerse a cuenta de un ideario incre¨ªblemente obtuso, terco y hostil a los signos de los tiempos, sino a algo m¨¢s profundo, que Gilmour acierta a formular cuando, a prop¨®sito de la serie de himnos imperiales iniciada en 1896 con el imponente Himno antes de la acci¨®n dice que "demuestra el extraordinario talento de Kipling para persuadir a la gente de que lo que le¨ªan era lo que sent¨ªan" (y si no piense el lector en el celeb¨¦rrimo If).
Gilmour (buen conocedor de la pol¨ªtica espa?ola, y autor, entre otras obras de muy distinto corte, de El ¨²ltimo Gatopardo, biograf¨ªa de Giuseppe di Lampedusa que en estos pagos public¨® Siruela) ha escrito de nuevo un libro ejemplar, absolutamente ejemplar. Lo es por su rigor, por su sobriedad, por su decoro y su solvencia, por su buen conocimiento del personaje lo mismo que de la ¨¦poca, por su ecuanimidad, por su sentido del humor, por la educaci¨®n y el buen gusto que en todo momento trasluce. Cualidades todas imprescindibles a la hora de enfrentar, sin encono ni indulgencia, el dilema que supone aceptar que el autor de Kim, de poemas como El himno de McAndrew, de cuentos tan intensos y complejos -y de un virtuosismo tan desconcertante- como Ellos o los muy tard¨ªos Mary Postgate o El jardinero, fuera capaz de sostener opiniones "repelentes y a menudo inexplicables".
El inventario de las causas a las que Kipling "entreg¨® su coraz¨®n y a veces su mente" constituye -ya sea con respecto a la India o Irlanda; con respecto a la democracia o los impuestos; con respecto a los militares o a los sindicalistas; con respecto a la raza o las mujeres- un extenso cat¨¢logo de posiciones que en la actualidad se juzgar¨ªan pol¨ªticamente incorrectas, por no decir c¨®micamente impotables. Estremece constatar c¨®mo su entusiasmo imperial deriv¨® en un "chauvinismo gru?¨®n", destemplado por sus innegables dotes de visionario (sin nunca comprenderlo, todo lo vio por anticipado), que lo empujaron a asumir sucesivamente -la terminolog¨ªa es de Gilmour- los papeles primero de ap¨®stol, de profeta luego, m¨¢s adelante de Casandra y finalmente de Jerem¨ªas.
La obra entera de Kipling le parec¨ªa a Edmund Wilson "saturada por el odio". Aquel fino observador de la naturaleza humana no articul¨® sus opiniones a partir de ninguna ideolog¨ªa, sino de su propia idiosincrasia. Hacia el final de su vida, el rencor y la amargura extremaron su intolerancia y su malhumor, y lo convirtieron en un individuo hura?o y temible, a quien muchos, aun sin regatearle su condici¨®n de cl¨¢sico, consideraban hac¨ªa tiempo acabado.
Hacia el final de sus d¨ªas -cuenta Gilmour-, Kipling abord¨® al entonces joven abogado John Maude y le espet¨®: "Odio a su generaci¨®n". Cuando ¨¦ste le pregunt¨® el motivo, respondi¨®: "Porque vais a entregarlo todo".
Sondear las contradicciones y el ¨ªntimo patetismo de una inteligencia tan ¨ªntegra y tan dotada, por un lado, y por el otro tan obcecadamente reacia al curso de los tiempos, no deja de suponer para el lector una saludable gimnasia moral, especialmente recomendable en estos d¨ªas en que son los tiempos mismos los que parecen mostrarse obcecadamente reacios a la raz¨®n.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.