La fuerza, instrumento favorito de la pol¨ªtica de EE UU
EE UU fue el ganador en el siglo XX, que se convirti¨®, tal como profetiz¨® el periodista Henry Luce, en "el siglo estadounidense". A finales de los a?os noventa -victorioso en dos guerras mundiales, y triunfador de la larga y crepuscular lucha con la Uni¨®n Sovi¨¦tica-, EE UU hab¨ªa conseguido una posici¨®n de fuerza sin rival. Cuando entraron en el nuevo milenio, los estadounidenses no vieron raz¨®n para dudar de que esta era de ascendencia estadounidense no fuera a durar indefinidamente. Entend¨ªan la supremac¨ªa global de su naci¨®n como la prueba de un proyecto ordenado por la providencia que se desarrollaba seg¨²n lo planeado. Dieron por sentado que el monstruo del capitalismo democr¨¢tico estaba destinado a barrer el mundo. Parec¨ªa seguro que la incipiente era de la globalizaci¨®n ser¨ªa compatible con los valores e intereses estadounidenses.
"Bush reclama a sus fuerzas no s¨®lo que ganen guerras, sino que socorran a los afligidos y arreglen pa¨ªses destrozados"
Este nuevo orden estar¨ªa presidido de forma incontestada por EE UU, seguro sabedor de sus buenas intenciones y con sus virtudes republicanas intactas. Los terribles sucesos del 11 de septiembre de 2001 hicieron a?icos estas gratas presunciones. Los acontecimientos ocurridos desde ese d¨ªa -en particular la creciente magnitud de la "guerra contra el terrorismo" de Bush- han hecho surgir progresivamente m¨¢s y m¨¢s preguntas inquietantes sobre las implicaciones de la primac¨ªa estadounidense y los costes necesarios para mantenerla. En este sentido, el esfuerzo que se est¨¢ llevando a cabo para derrocar a Sadam Husein marca un decisivo giro. Esta guerra deber¨ªa acabar definitivamente con la maleza de mito, ofuscaci¨®n y obstinada negaci¨®n que hasta ahora ha impedido a los estadounidenses ver estos cambios trascendentales, ya bien avanzados, en su manera de pensar sobre el poder¨ªo militar y el uso de la fuerza.
A pesar de los razonamientos en contra aducidos por la Casa Blanca, esta guerra no nos ha sido impuesta. La hemos elegido. Esa elecci¨®n -tomada por Bush pero aprobada por ambas C¨¢maras del Congreso y apoyada por la mayor¨ªa del pueblo estadounidense- revela muchas cosas.
Al ir a la guerra por la preocupaci¨®n de qu¨¦ har¨¢ Sadam Husein en el futuro, EE UU ha abrazado la doctrina de la guerra preventiva. Y al iniciar las hostilidades sin la sanci¨®n de Naciones Unidas y a pesar de una enorme oposici¨®n en el extranjero, ha demostrado que, cuando se trata de usar la fuerza, la ¨²nica superpotencia del mundo insiste en la libertad absoluta de acci¨®n. Esta ¨²ltima intervenci¨®n, que llega 12 a?os despu¨¦s de que otra guerra contra Irak inaugurara un estallido de activismo militar estadounidense -con Somalia, Hait¨ª, Bosnia, Kosovo y Afganist¨¢n como algunos de los momentos culminantes-, pone claramente en evidencia que EE UU ya no considera el uso de la fuerza como algo a lo que recurrir con reservas o como ¨²ltimo recurso.
En todo ello se esconde una gran iron¨ªa, por supuesto. Nuestra naci¨®n se cre¨® en la primera revoluci¨®n antiimperialista. El relato tradicional de nuestra historia ense?a que recibimos nuestra grandeza sin buscarla, que no quer¨ªamos estar en el centro del escenario de los asuntos mundiales, sino que fuimos arrastrados all¨ª a nuestro pesar, contrariamente a nuestra tradici¨®n y a nuestras preferencias. Hace 100 a?os EE UU era una fuerza continental perif¨¦rica con una influencia limitada sobre los asuntos mundiales. Pero la maldad, con sus diferentes disfraces -la Espa?a imperial en 1898, seguida por el imperio alem¨¢n dos d¨¦cadas m¨¢s tarde y, finalmente, por las ideolog¨ªas totalitarias de Hitler y Stalin- nos forz¨® a actuar repetidas veces. ?ramos una superpotencia a rega?adientes.
Verdadero o falso, esa versi¨®n ya no aguanta m¨¢s tiempo; el hecho es que actualmente la fuerza se ha revelado como el instrumento preferido de la pol¨ªtica estadounidense en opini¨®n de pol¨ªticos y contribuyentes por igual. La fuerza militar ya no es un mal necesario: confiada a manos estadounidenses, se ha convertido en algo inestimable. Por tanto, en cuesti¨®n de pol¨ªtica -que suscriben tanto los republicanos como los dem¨®cratas- EE UU est¨¢ comprometido a mantener su actual supremac¨ªa militar a perpetuidad. Con este prop¨®sito en mente, el Pent¨¢gono no mide sus necesidades de acuerdo con el mandato constitucional de hacerse cargo de "la defensa com¨²n". La proyecci¨®n global del poder, no la protecci¨®n de la patria, dicta el tama?o y capacidad de las fuerzas de EE UU y justifica un presupuesto de Defensa que deja peque?o al de las 10 siguientes mayores potencias militares juntas. Ese hecho se podr¨ªa calificar de pasmoso de no haber llegado hace tiempo los estadounidenses a considerarlo como parte del orden natural.
Tampoco las autoridades ven esta ventaja pronunciada e inmensamente vers¨¢til como un tesoro que haya que administrar cuidadosamente. As¨ª, la Administraci¨®n de Bush, igual que la de Clinton, reclama a sus fuerzas no s¨®lo el que ganen guerras, sino que acudan en socorro de los afligidos, salvaguarden la paz y arreglen pa¨ªses destrozados. M¨¢s ampliamente, los pol¨ªticos hoy en d¨ªa encargan a las fuerzas armadas que "den forma al entorno", que en jerga burocr¨¢tica significa presionar a otros para que acepten los valores norteamericanos. Hay una palabra para esto: militarismo. Aunque se han librado de los s¨ªntomas teut¨®nicos -entre otras cosas, preferimos animar a las tropas desde lejos antes que llevar un uniforme- los estadounidenses han sucumbido a un rasgo de esa enfermedad. La actual guerra contra Irak -justificada en parte por rid¨ªculas expectativas de que, una vez liberados los iraqu¨ªes del opresor, EE UU llevar¨¢ la democracia liberal a Irak y, a rengl¨®n seguido, a todo el mundo ¨¢rabe- muestra ese rasgo de forma inequ¨ªvoca.
Seducidos por im¨¢genes de guerra representadas de forma antis¨¦pticamente exacta, hemos perdido el norte. Nos hemos enga?ado creyendo que la mejor esperanza de mantener la seguridad se encuentra en enviar a los cuadros de militares profesionales a quienes proclamamos "nuestros mejores y m¨¢s brillantes hombres" a una loca empresa para transformar el mundo o, en caso necesario, conquistarlo. En Irak, el presidente Bush ha abierto un nuevo frente en su guerra contra el mal. Una vez comprometido, EE UU tiene que ganar. Pero la larga marcha hacia Bagdad deber¨ªa darnos que pensar a los estadounidenses: ?ad¨®nde nos lleva este camino exactamente?
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