La segunda muerte de Gary Cooper
EE UU ha cometido una especie de suicidio mitol¨®gico en su guerra contra Irak. El enfrentamiento concluir¨¢ con miles de muertos ¨¢rabes, y, pese a los ¨²ltimos horrores, s¨®lo una minor¨ªa de ellos ser¨¢n civiles. Los anglosajones habr¨¢n vencido con un n¨²mero limitado de bajas, lo que dice mucho de la preocupaci¨®n que sienten por la suerte de sus soldados. Pero entre los muertos de la coalici¨®n figurar¨¢ una idea de s¨ª mismos que los norteamericanos hab¨ªan entretenido amorosamente durante todo el siglo XX, y que hizo universal el mayor invento propagand¨ªstico de la historia: el cinemat¨®grafo.
A esa idea, o al personaje que la encarna, se le ha llamado el reluctant sheriff (sheriff en contra de s¨ª mismo), el h¨¦roe an¨®nimo que no se mete en lo que no le concierne, muy anclado en el aislacionismo hist¨®rico de Estados Unidos, esa tentaci¨®n inhibitoria que s¨®lo vencen los Gobiernos de Washington cuando la ocasi¨®n les obliga a actuar, y que tiene mucho que ver con el rechazo de los Padres Fundadores a la hip¨®crita Europa, aquella de la que los colonos puritanos hab¨ªan huido.
Y fue, probablemente, Gary Cooper (Helena, Montana, 1899-1960) quien, con su andar reservado pero naturalmente cordial, su traqueteante figura como una torre a la que agitaran los vientos en su c¨²spide, el sombrero de ala ancha, mejor ha expresado esa figura. El h¨¦roe reticente y modesto (La Polic¨ªa Montada del Canad¨¢, Cecil B. de Mille); el confederado que ha perdido una guerra y ganado un pasado (Veracruz, Robert Aldrich); el ex pistolero alejado de las armas que revela toda su potencia de fuego s¨®lo en la mayor de las extremidades (Hombre del Oeste, Anthony Mann); el padre de familia que abandona su torre de marfil cuando ya es imposible seguir ignorando la amenaza (Persuasi¨®n amistosa, William Wyler). Es tambi¨¦n la personalizaci¨®n, en este caso estilizada hasta lo abstracto, de Alan Ladd en Ra¨ªces profundas, el asesino a sueldo que asume una misi¨®n muy diferente por amor a una mujer (Jean Arthur), por respeto a un hombre (Van Heflin) y por la admiraci¨®n de un ni?o (Brandon de Wilde), para desaparecer, al fin, encorvado sobre su caballo, atravesando un cementerio en la l¨ªnea del horizonte.
Esa visi¨®n ¨¦pica y sobrevenida del macho americano ha tenido, sin embargo, alguna expresi¨®n m¨¢s que aparente en la realidad hist¨®rica del pa¨ªs.
Una sociedad que no mira a Europa le impide a Woodrow Wilson tomar partido en la Gran Guerra hasta bien entrado 1917, y ello, a¨²n s¨®lo tras una larga tentativa mediadora. A EE UU, pa¨ªs de inmigraci¨®n sobre todo europea, se le hace dif¨ªcil decantarse por uno u otro contendiente, y, en especial, siente que esas querellas son el gran vicio de la vieja Europa. Eso explica que Lindbergh pueda haber llegado a ser un l¨ªder para muchos. Pero el h¨¦roe ten¨ªa que llegar un d¨ªa al campo de batalla.
En el periodo de entreguerras, el reflejo aislacionista se impone de nuevo con tal fuerza que Franklin D. Roosevelt necesita de la agresi¨®n japonesa de Pearl Harbor en 1941 para convertir la semibeligerancia en industria de la guerra total. Y, claro est¨¢, que las razones de fondo, como el camino al estrellato mundial o la preservaci¨®n de sus mercados europeos, son mucho m¨¢s prosaicas que las que animan al esforzado Gary Cooper, pero el mito de lo nacional dibuja siempre el retrato que quiere percibir de s¨ª mismo.
Por ello, esta guerra puede serlo todo menos la de Gary Cooper; en esta guerra, la provocaci¨®n de un pa¨ªs exang¨¹e ha habido que inventarla pieza a pieza hasta llegar a la vinculaci¨®n de Bagdad al terrorismo de Al Qaeda, in¨²tilmente desmentida por los servicios de informaci¨®n occidentales; esta guerra preventiva, en la que se condena al enemigo por lo que, quiz¨¢, un d¨ªa piense hacer, no puede ser la del jinete renuente que s¨®lo empu?a las armas cuando las armas ya apuntan contra ¨¦l y contra los suyos; esta guerra es s¨®lo la de un nuevo orden, pero infestado de desorden, y ¨¦sa es la guerra en la que habr¨¢ muerto Gary Cooper.
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