Las palabras
Las palabras: en la mayor¨ªa de las culturas hay relatos dedicados a su conservaci¨®n o a su robo. Es dif¨ªcil recordar una gran tradici¨®n mitol¨®gica que no tenga una m¨¢gica atenci¨®n, a menudo solemne, respecto al valor de las palabras. En muchos cuentos aparecen centinelas, buscadores, ladrones de palabras, personajes que, con sus acciones, alteran el destino de los pueblos. Me viene a la memoria, por poner un caso, una deliciosa historia india en la que el rumbo de una ciudad depend¨ªa de que el h¨¦roe rescatara el antiguo significado de las palabras puesto que unos bandidos lo hab¨ªan secuestrado -el significado, no las palabras-, con lo que hab¨ªan puesto en jaque a la poblaci¨®n.
Si los secuestradores de palabras apelan a Dios en tiempos de guerra, es mejor esconderse y empezar a rezar
La tradici¨®n que hemos heredado tampoco ofrece dudas. "En el principio fue la palabra" es el lapidario inicio del Evangelio de San Juan, quiz¨¢ el mejor cruce que podamos encontrar entre los legados griego y jud¨ªo. El celo alrededor de la palabra ha sido una preocupaci¨®n constante de la literatura y el pensamiento modernos desde miradores tan distintos como los de Borges, Canetti o Wittgenstein, y no s¨®lo en los ¨¢mbitos de expresi¨®n escrita sino, en el siglo XX, tambi¨¦n en el cine: nadie ha contemplado el misterio y el drama de la palabra con mayor obsesi¨®n que el cineasta dan¨¦s Carl Dreyer en su pel¨ªcula Ordet.
Tal vez nada dignifica tanto al hombre como responsabilizarse de la palabra: dar la palabra y darla realmente. Pero, sim¨¦tricamente, nada es m¨¢s peligroso que la p¨¦rdida del significado de las palabras sea por negligencia o irresponsabilidad, sea directamente por desprecio. Como en el cuento indio, una sociedad a la que han arrebatado el significado de las palabras se expone a un riesgo inminente.
Puede ser cierto que una imagen tiene un poder mil veces mayor que una palabra, pero tambi¨¦n me parece cierto que la destrucci¨®n de una palabra es m¨¢s peligrosa que la destrucci¨®n de mil im¨¢genes. Y sin embargo, nos hemos acostumbrado tanto a esto que cuando, de repente, hemos ca¨ªdo en la cuenta de que los bandidos se hab¨ªan llevado el significado de las palabras, la sorpresa y la alarma han sido descomunales.
Buena parte de lo que est¨¢ ocurriendo estos d¨ªas en nuestras ciudades es el estallido de la repentina ira contra los secuestradores de palabras. Pero la furia contra la mentira es tambi¨¦n la furia contra la candidez con la que durante a?os y a?os nos hemos convertido en c¨®mplices m¨¢s o menos pasivos de aquel secuestro. Quiz¨¢ hemos podido tener una cierta conciencia de la manipulaci¨®n de las im¨¢genes, pero por lo general hemos descuidado por completo el vampirismo que se ejerc¨ªa sobre las palabras.
Sin alma, las palabras sirven a cualquier se?or. Basta observar c¨®mo los medios de comunicaci¨®n, y nuestro lenguaje cotidiano mismo, las han puesto al servicio del mundo del mercado y de la creaci¨®n publicitaria: autom¨®viles que "piensan", inflaciones "sensibles", bolsas "llenas de ansiedad".
En las protestas contra la guerra ha despertado, de pronto, un recelo duro e inesperado. Han mentido, mienten, se oye por todas artes. Es una referencia obvia a la mentira de los poderes que han desatado la guerra. Pero esto no ser¨ªa suficiente para explicar la contundencia de la reacci¨®n. Es m¨¢s ajustado de otro modo: mienten, han mentido, porque llevamos mucho tiempo minti¨¦ndonos a nosotros mismos. Los secuestradores se llevaron el significado de las palabras y nosotros les abrimos la puerta para que huyeran.
Han mentido descaradamente porque cre¨ªan que podr¨ªan mentir, seguir mintiendo impunemente, y ten¨ªan raz¨®n cuando lo cre¨ªan porque nadie esperaba el sonido de la alarma. Incluso no es dif¨ªcil establecer un peque?o diccionario del secuestro de las palabras en el ¨¢mbito guerra (pronto habr¨¢ que elaborarlo en otros ¨¢mbitos): bombas inteligentes para describir los ¨²ltimos instrumentos para la masacre; cat¨¢strofe humanitaria para definir como ser¨¢n recogidos los restos del naufragio; comunidad internacional para resumir imposiciones que menosprecian cualquier principio de legalidad e igualdad entre pa¨ªses; da?os colaterales para enumerar la destrucci¨®n de pobres desdichados; guerra limpia para expresar el sucio enfrentamiento de quienes no tienen ninguna influencia en los titulares de la televisi¨®n.
Hay cien t¨¦rminos m¨¢s para ese diccionario. Pero el que ocupa m¨¢s espacio y el que tiene m¨¢s fuerza usurpadora es Dios, palabra a la que se ha extra¨ªdo con los m¨¢s afilados cuchillos todo fondo de serenidad o compasi¨®n para rellenarla con la peor ceguera y la m¨¢s brutal violencia. Cuando los secuestradores -de cualquiera de los bandos- apelan a Dios, es mejor esconderse y empezar a rezar.
Nadie esperaba el sonido de la alarma, pero de pronto ¨¦sta ha sonado con una fuerza que hac¨ªa mucho tiempo no se o¨ªa. La tiran¨ªa se basa en la idolatr¨ªa y en el encarcelamiento de las palabras todav¨ªa m¨¢s que en la fuerza, y a este respecto el caso del propio Sadam Husein es mod¨¦lico. Pero lo que finalmente ha resultado inaceptable -en primer lugar para los mismos ciudadanos- ha sido el pillaje de las palabras en nombre de la libertad y de la democracia. En una dictadura, el poder debe mentir por coherencia pol¨ªtica; cuando el poder miente en una democracia, toda la sociedad queda bajo sospecha.
Entonces es m¨¢s necesario que nunca rescatar el significado de las palabras. Lo que est¨¢ sucediendo a la poblaci¨®n iraqu¨ª no es, como dicen los responsables de la guerra, "nuestra cuota de dolor". Es su cuota de sangre.
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