Primavera
Henos ya metidos en la primavera, a la que saludamos con recelo por ser la m¨¢s inestable de las estaciones. Como un rito, casi una obligaci¨®n, que viene a ser lo mismo, intentamos mantener su tambaleante prestigio contradictorio. Tiempo de las flores, del amor, del cambio de horario y de las alergias, el calor imprevisible viene sustituido por un fr¨ªo invernal que nos pilla con el jersey y la camiseta camino del armario. La mudanza llega sin avisar y suele traer como compa?era a la traidora gripe.
Hay fundadas sospechas de que su antigua fama procede de la cuna de nuestra civilizaci¨®n, la divina Grecia, que fue muchas cosas excepto un lugar favorecido por la naturaleza. Quien la haya visitado habr¨¢ sentido un inmediato recuerdo de las planicies manchegas y extreme?as, aunque est¨¦ embebida en un pr¨®vido mar salpicado de islas. En verano, calor a manta, mosquitos y polvo. En otros momentos el calor remite. Pienso que pudiera ser la afluencia de turistas lo que mantiene el lustre de sus venerables piedras, estatuas, templos y partenones. All¨ª el clima duro tuvo que dulcificarse por el ingenio de los poetas y la inventiva de sus dirigentes.
Las ciudades-estado de la antig¨¹edad fueron, sobre todo, una retaguardia, tanto Atenas como luego Roma y las se?or¨ªas italianas del Renacimiento. Era menester que los ciudadanos estuvieran contentos o, al menos, entretenidos, y en vez de amansarlos con jornadas de 35 horas, les atiborraban de programas l¨²dicos, para emplear la cantidad de tiempo libre a su disposici¨®n, al menos en periodos de paz. Daba la impresi¨®n de que se pasaba todo el d¨ªa de juerga. Cualquier pretexto era bueno y hubo que inventar pretextos recurriendo a una turbamulta de dioses que homenajear a base de comer bien, beber mejor, cantar, bailar y fornicar. Las fiestas primaverales duraban una barbaridad, casi como las bodas gitanas de rumbo.
Saludaban a la tierra que hab¨ªan sembrado para que se hincharan los surcos y el fruto fuera ¨®ptimo, honraban a las divinidades de la agricultura, de la guerra, del amor, del comercio, de la buena fortuna... Para adornarse, qu¨¦ mejor que las flores, y calculo que debi¨® ser un buen negocio en las empinadas callejas atenienses o en las v¨ªas Apias romanas tener una tienda de rosas, pr¨ªmulas, lirios o lo que entonces estuviera en boga. Hoy, en Madrid, las que nos ofrecen en la calle son casi todas congeladas y han perdido la fragancia, pero no el color.
Ahora vivimos en una enorme urbe, cuyo ¨¢mbito hemos fabricado al margen de la naturaleza, aunque la vieja memoria se haya refugiado en los balcones de los barrios humildes, que a¨²n pueden albergar algunas macetas y las jaulas del canario o de los insoportables grillos veraniegos. La moderna arquitectura prescinde del hierro forjado que celaba y hermoseaba las ventanas. Lo m¨¢s frecuente es que entre un hueco y otro en la fachada lisa haya unas cuerdas para orear la colada. A pesar de los percances con la fiebre del heno y las numerosas plagas de temporada, tenemos suerte. El escritor brit¨¢nico William Cowper motejaba la primavera inglesa como el periodo m¨¢s rudo del invierno, aunque hoy ser¨ªa exagerado, tras haber renunciado la vieja Britania a una de sus m¨¢s caras tradiciones: las chimeneas de le?a y carb¨®n, cuyas emanaciones atrapaba la niebla de los r¨ªos. De aquella contaminaci¨®n vino la niebla que permit¨ªa a tipos como Jack el Destripador despacharse a gusto, protegidos por la permanente bruma.
En Madrid no debe pillarnos desprevenidos la mudable e inconstante primavera, que bien lo saben sus habitantes. Como residuo remoto, los modernos augures son los hombres y las mujeres del tiempo, uno de los espacios en las televisiones que no se aprecian y computan como debieran. Un mal que castig¨® a nuestros ancestros se llamaba sencillamente "enfriamiento", y lo causaban los cambios caprichosos meteorol¨®gicos y las corrientes de aire. Hoy las gripes se atrapan en las aglomeraciones urbanas, dif¨ªciles de esquivar. Los alba?iles, que eran los que m¨¢s madrugaban, entraban en las tempraneras tabernas y se echaban al coleto un carajillo, c¨®ctel de caf¨¦ con orujo que manten¨ªa a raya al microbio. Menos dr¨¢stico y mejor para el est¨®mago, el sabio refr¨¢n que aconseja conservar la camiseta hasta el 40 de Mayo. En todo caso, y porque no hay otro remedio, saludemos, con reparos, la llegada a Madrid de la primavera.
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