El silencio de la Corona
La Corona, personificada en don Juan Carlos I, es la instituci¨®n que simboliza la unidad y permanencia del Estado y que arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, pero no es un poder del Estado. No es ni legislativo, ni ejecutivo ni judicial, de tal manera que las decisiones pol¨ªticas no surgen nunca de su voluntad, ni resuelve las controversias, es decir, que en su funci¨®n representativa se limita a asumir y expresar formalmente, refrendando la norma correspondiente, promulg¨¢ndola y ordenando su publicaci¨®n, esa voluntad pol¨ªtica de los poderes. ?se es el papel que el T¨ªtulo II de la Constituci¨®n le atribuye y que el Rey ha desempe?ado siempre con mesura y respeto constitucionales. S¨®lo antes de la aprobaci¨®n de la Constituci¨®n luch¨® activamente para sacudirse el modelo franquista, que le hubiera impedido el consenso con las fuerzas progresistas, socialistas y comunistas m¨¢s precisamente. As¨ª, el gran acuerdo constitucional fue posible en parte gracias a este papel del Rey, y tambi¨¦n a las fuerzas pol¨ªticas de izquierdas. Y la clave del acuerdo fue el reconocimiento de la soberan¨ªa nacional, que "reside en el pueblo espa?ol, del que emanan los poderes del Estado".
El ¨²nico soberano que act¨²a a trav¨¦s de sus representantes, Cortes Generales y Gobierno, acaba desde el republicanismo, con la cr¨ªtica republicana a las monarqu¨ªas anteriores, tanto la absoluta -donde la soberan¨ªa era toda del monarca- hasta el remedio intermedio de la Monarqu¨ªa constitucional -con soberan¨ªa compartida entre el Rey y el Parlamento-. En efecto, el n¨²cleo de la cr¨ªtica republicana se refer¨ªa a esa titularidad de la soberan¨ªa por el monarca, que exclu¨ªa totalmente o en parte la idea de consentimiento de los ciudadanos en la formaci¨®n de ese poder absoluto y supremo del Estado que es el soberano.
Con el gran acuerdo de la Monarqu¨ªa republicana, denominada Monarqu¨ªa Parlamentaria, en la Constituci¨®n de 1978, se cierra una etapa y se presenta un modelo de monarqu¨ªa que tiene el coraje, con la ausencia de poder -secuestrado en el Congreso de los Diputados-, de asumirlo temporalmente, por horas, como la instituci¨®n de la dictadura romana, para restablecer la legalidad. Surge as¨ª una costumbre constitucional que permite la acci¨®n del Monarca en el caso extremo de la ausencia de poder, o cuando ¨¦ste est¨¢ impedido para ejercerlo en libertad.
Despu¨¦s de 25 a?os se puede decir que el Rey se ha comportado no s¨®lo con correcci¨®n y lealtad, sino que tambi¨¦n ha sido el primer impulsor del desarrollo y del fortalecimiento m¨¢ximo de la Constituci¨®n. Entre otros factores y protagonistas, el Rey nunca ha creado ninguna dificultad, ni ha vetado a nadie; al contrario, ha sido m¨¢s un gran defensor y predicador de sus valores, de sus principios y de sus derechos.
En situaci¨®n normal, este modelo funciona c¨®modamente, con un buen ajuste, con un gran protagonismo del Rey en el ¨¢mbito interno, es decir, en su relaci¨®n con el Gobierno y con los restantes poderes del Estado, donde es informado, opina y aconseja, y con una gran discreci¨®n en el ¨¢mbito externo, en los escenarios visibles y asequibles a la opini¨®n p¨²blica, donde desde la independencia de su alta funci¨®n transmite la pol¨ªtica del Gobierno, de quien no puede expresamente apartarse sin romper el p¨¢ctum constitucional. En este campo de la visibilidad y de la influencia en la imagen p¨²blica, el Rey puede desempe?ar un papel al servicio del Estado muy relevante, resaltando los aspectos positivos de la sociedad. De hecho, en estos ¨²ltimos a?os la persona real ha dignificado acontecimientos de relieve con su presencia en actos de Estado, presidiendo las grandes efem¨¦rides, vincul¨¢ndose as¨ª en p¨²blico con el inter¨¦s general, y con hechos hist¨®ricos como los Juegos Ol¨ªmpicos de Barcelona o la Exposici¨®n Universal de Sevilla.
Todos los dise?os constitucionales se hacen para situaciones de normalidad, y la Constituci¨®n Espa?ola de 1978 no fue una excepci¨®n a esa regla. Por eso, cuando esa situaci¨®n de normalidad se rompe en las ¨²ltimas semanas con la invasi¨®n de Irak, la emoci¨®n ciudadana irrumpe a raudales en la mayor crisis moral que vive nuestro pa¨ªs desde la Segunda Guerra Mundial. Hay mucho estupor, mucho esc¨¢ndalo ante las decisiones previas, como no tener en cuenta las normas internacionales, ante el ninguneo al que se someti¨® a Naciones Unidas y a su Consejo de Seguridad, ante la falta de respeto a la opini¨®n p¨²blica, ante las falsedades de los motivos alegados, oportunistas y cambiantes, para justificar la invasi¨®n, o ante la traici¨®n, ante la pu?alada en la espalda a lo mejor de Europa, a la Europa de las ideas, ilustrada y pacifista. Tampoco se entiende esa afirmaci¨®n de Aznar que reitera cada d¨ªa m¨¢s, desde la dial¨¦ctica amigo-enemigo, de que el partido socialista no defiende los intereses de Espa?a, est¨¢ entregado a los comunistas y es un peligro para nuestro pa¨ªs.
Y tambi¨¦n el estupor se extendi¨®, porque nadie entend¨ªa que en ese horror de intereses, de especulaci¨®n, de imperialismo, de colonialismo, de c¨ªnica expresi¨®n de fuerza bruta, Espa?a tuviera ninguna raz¨®n para mezclarse con Bush y con la extrema derecha americana que le apoya. Era una pregunta sin respuesta, que se situaba en medio de la perplejidad, de la verg¨¹enza y de la conciencia de indignidad en la que muchos nos sentimos con complejo de culpa y con sensaci¨®n de un seguidismo insoportable. Es evidente que, como apunta Santiago Carrillo en su l¨²cido art¨ªculo, ante esa oscuridad, ante esa impotencia, muchas miradas se volvieran al Rey, en el que la confianza es un sentimiento muy mayoritario, esperando una palabra, un gesto que nos devolviera la confianza en nuestras instituciones y en la imagen de Espa?a y de su dignidad.
Pero el Rey no ha hablado. Ha mantenido un silencio largo y desde luego acorde con su respeto a la Constituci¨®n. Analicemos m¨¢s de cerca esa actitud, que me ha parecido ejemplar, pero que adem¨¢s permite matices que a ninguna persona ilustrada se le pueden escapar.
Desde el punto de vista interno, el Rey recibe la informaci¨®n sobre la invasi¨®n de Irak del presidente y del Gobierno, pero no est¨¢ encerrado en ese c¨ªrculo, sino que puede preguntar e informarse por los funcionarios competentes, militares y diplom¨¢ticos, y naturalmente se entiende que el Gobierno y los funcionarios est¨¢n obligados a transmitir al jefe del Estado una informaci¨®n completa y veraz que le permita formarse un criterio cierto y poder opinar con la responsabilidad que su cargo exige. Como se ve, existe un deber general de lealtad mutua en las relaciones que se plasman en este caso en el derecho a esa informaci¨®n de la guerra veraz y completa. No parece una hip¨®tesis que se pueda contemplar que el presidente del Gobierno mintiese al jefe del Estado, o le suministrase una informaci¨®n parcial, por lo que si ese diagn¨®stico se confirmase, el Rey ser¨ªa quiz¨¢ la ¨²nica persona que conociese las razones m¨¢s profundas para secundar la aventura de la invasi¨®n de Irak.Tambi¨¦n situados en ese punto de vista interno, el Rey habr¨¢ transmitido al presidente su opini¨®n y sus criterios sobre un asunto de tanta trascendencia, y sin duda, porque est¨¢ muy atento a todos los movimientos que vienen de la calle, se habr¨¢ preguntado por las razones y por los fundamentos de una protesta popular tan extendida y tan generalizada. Seguramente habr¨¢ llamado la atenci¨®n sobre los mismos a su interlocutor. Un signo m¨¢s de la seriedad con la que el Rey se toma su papel y de su respeto a la Constituci¨®n es que no ha trascendido su opini¨®n, ni el contenido de esa funci¨®n interna tan propia de una Monarqu¨ªa parlamentaria, como es la de opinar y ser informado.
Pero si nos situamos de nuevo en el punto de vista externo y recordamos que el Rey p¨²blicamente s¨®lo puede expresarse en coincidencia con el Gobierno y con las tesis que ¨¦ste apoya o en las que se apoya, y que sin duda tiene una informaci¨®n privilegiada por fuente directa, siempre que el presidente sea veraz con el Rey, cosa que no puede ser negada sin hacer agravio de deslealtad al presidente, el silencio del Rey, el silencio de la Corona adquiere otro perfil y otra importancia.
Si vemos el silencio como indefensi¨®n, como situaci¨®n de debilidad, aparecen en su verdadera dimensi¨®n moral las palabras de quienes atacan al Rey y especulan sin fundamento sobre su postura, o le piden que act¨²e al margen del marco constitucional, como el se?or Anasagasti y otros. No merecen que su indignidad tenga m¨¢s eco.
Pero si vemos el silencio como la ¨²nica acci¨®n positiva posible, podemos entender que ese silencio es una clamorosa opini¨®n, un silencio relevante. Si el Rey puede positivamente hablar en favor de las tesis defendidas por el Gobierno y no lo hace, sino que mantiene un ruidoso silencio, no parece un exceso afirmar que en sus observaciones internas ha hecho observaciones juiciosas parecidas a las de los partidarios m¨¢s sensatos del "no a la guerra". El Rey no es una figura partidista que decide sus criterios desde intereses parciales, sino que contempla el escenario desde un velo de ignorancia de esos puntos de vista y desde una defensa del inter¨¦s general. Sus palabras y su silencio se sit¨²an en ese ¨¢mbito, y desde ¨¦l debemos interpretar su postura.
Seguramente, tambi¨¦n hay razones en este tema de la invasi¨®n de Irak para que la mayor¨ªa de los ciudadanos se sientan orgullosos de su Rey, y creo que su silencio es un buen baremo para llegar a esa conclusi¨®n. De todas formas, nadie debe sustituirle, y quiz¨¢ haya que esperar a?os para que los documentos con su opini¨®n, que sin duda habr¨¢ hecho llegar al presidente del Gobierno, nos aclaren con sus propios actos esta presunci¨®n que formulo y que me parece fundada. En caso de crisis, el silencio de la Corona s¨®lo se puede interpretar como discrepancia con el Gobierno y como rechazo de sus tesis.
Gregorio Peces-Barba Mart¨ªnez es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa del Derecho y rector de la Universidad Carlos III.
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