Alegr¨ªa en las calles por el fin del r¨¦gimen
Miles de personas aplauden a los soldados mientras el pillaje arrasa comercios y oficinas
"Mientras el jefe siga aqu¨ª, no estamos seguros", confiaba Saas Toma Nayar, un carpintero de 52 a?os que hab¨ªa salido a la avenida Saad¨²n a presenciar el desfile de carros de combate, blindados y todoterreno artillados con el que las fuerzas estadounidenses entraron ayer en Rusafa, el coraz¨®n de Bagdad. Como Nayar, la mayor¨ªa de los iraqu¨ªes se preguntaban d¨®nde estaba el hombre que durante las ¨²ltimas tres d¨¦cadas les hab¨ªa gobernado con mano de hierro y les ha enzarzado en tres guerras que han arruinado su pa¨ªs. Miles de personas celebraban la ca¨ªda de Sadam.
Los rumores de que el dictador se hab¨ªa refugiado en Tikrit, su regi¨®n natal, o en la Embajada rusa en Bagdad, no tranquilizaban a los ciudadanos. Muchos hubieran deseado verlo caer como sus estatuas, que en diversas plazas de la ciudad derribaban grupos entusiastas de j¨®venes. Pero incluso en ese empe?o, los iraqu¨ªes requirieron la ayuda de los tanques norteamericanos, tal como se vio en la plaza Ferdus, justo al lado del hotel Palestina. M¨¢s f¨¢cil les result¨® quemar el retrato que presid¨ªa la entrada del establecimiento. Varios de los que participaron eran los mismos que pocos d¨ªas antes coreaban que defender¨ªan a Sadam con su sangre.
Bagdad hab¨ªa amanecido en medio de un total desamparo. "Nuestros soldados han huido, ya no quieren seguir luchando", explicaba Abbas Radi durante un recorrido en coche por una ciudad sin signos de autoridad. Un cu?ado suyo se encontraba entre los oficiales que la noche anterior hab¨ªan llegado a casa y hab¨ªan cambiado el uniforme por la ropa civil. "Nos dijo que no quiere morir", relataba Radi, "ya no hab¨ªa nadie que diera las ¨®rdenes y hace d¨ªas que estaban sin tel¨¦fono, sin electricidad y sin agua". Su testimonio se confirmaba sobre el terreno.
No hab¨ªa presencia militar ni siquiera en el Ministerio de Defensa, cerrado a cal y canto. Durante varios kil¨®metros por el centro de la capital tampoco se ve¨ªan milicianos. Unos pocos hombres armados parec¨ªan m¨¢s bien defender sus propiedades. Todo el mundo tiene un arma en Irak. Sin embargo, nada m¨¢s cruzar el Puente de Hierro, que construyeran los brit¨¢nicos a principios del siglo XX, en las proximidades de la mezquita donde rez¨® el imam Al¨ª, una veintena de irregulares llegan corriendo desde el oeste como si escaparan de algo. Enseguida cierran el acceso al puente por el que acabamos de cruzar.
Los barrios de Ataifiya y Shalhiya est¨¢n tranquilos e incluso se ve gente por las calles. S¨®lo al enfilar la calle Catorce de Ramad¨¢n se percibe un silencio anormal que indica que algo no va bien. El barrio residencial de Mansur, cuya arteria atraviesa de norte a sur, ha sido visitado por las tropas estadounidenses y, aunque no hay rastro de ellas, su simple incursi¨®n parece haber expulsado a milicianos baazistas y fedayin de Sadam que s¨®lo dos d¨ªas antes imped¨ªan el paso a los informadores. Ahora el terreno est¨¢ libre. Incluso para los Al¨ª Bab¨¢, como aqu¨ª se refieren a los ladrones.
Cientos de personas, tal vez miles, saquean los almacenes bombardeados de la explanada del antiguo aeropuerto de Bagdad. Muebles, electrodom¨¦sticos, cajas de dudoso contenido... van llenando todo tipo de veh¨ªculos. Algunos incluso llegan andando y salen en coche. Enfrente, los menos avezados compran la mercanc¨ªa robada. Dentro debe de ser la jungla. Mientras Rabi muestra el lugar a la informadora, se oyen disparos. Es el momento de cambiar de escenario, pero la escena se repite.
En Adhamiya, al otro lado del Tigris, una multitud se lleva cajas de munici¨®n de un edificio del Ej¨¦rcito. En Karrada, un barrio de clase media, los vecinos han asaltado varias casas de los servicios secretos y de algunos dirigentes del r¨¦gimen. Sacan frigor¨ªficos, alfombras, l¨¢mparas... hasta colchones con la ropa de cama a¨²n enrollada alrededor. Abdulhadi los jalea, aunque no participa del saqueo. Es su venganza por 30 a?os de represi¨®n y silencio. Sin embargo, Rabi, que ha vivido 25 a?os en Canad¨¢, se muestra desconcertado. "No son las propiedades de Sadam, sino de todos nosotros", lamenta ante un t¨¦.
"Estoy muy contento"
Desde la casa vecina, un joven anuncia que "los americanos ya est¨¢n aqu¨ª, justo al lado del r¨ªo". Todos saltan al coche y, con una toalla a modo de bandera blanca, salen en su busca. Los bagdad¨ªes esperan expectantes la entrada de las tropas. Las mujeres en los balcones y los hombres en las puertas de las casas miran a uno y a otro lado sin terminar de cre¨¦rselo. "Tengan cuidado, ese tanque que hay al final de la calle acaba de disparar contra un coche que se le acercaba", se?ala un vecino que se ha arrogado el papel de guardia de circulaci¨®n para evitar otra cat¨¢strofe. Esta enviada vio tres veh¨ªculos calcinados que, seg¨²n los testigos, fueron fulminados sin contemplaciones por los invasores.
Pero ni siquiera eso desanima a las decenas de personas que se amontonan en las esquinas para ver el espect¨¢culo. En la avenida Saad¨²n, entre el Teatro Nacional y el hotel Palestina, son centenares los que irrumpen en un aplauso al paso de la columna de la 1? Divisi¨®n de Marines. "Estoy muy contento", atina apenas a decir Huddam, un cristiano de 32 a?os que se encuentra en el paro, "Sadam no era un hombre de paz y ha destruido a nuestro pueblo". Desde lo alto de uno de los Bradley, el oficial al mando pregunta a los periodistas "?Por qu¨¦ est¨¢n tan contentos?". Alguien ha debido decirle que no se conf¨ªe.
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