Galanter¨ªas
El caballero sube por la acera derecha de la calle Ancha de San Bernardo -donde est¨¢ el Instituto Lope de Vega- y, pese a la rigidez de la cuesta, marcha a buen ritmo, impulsado por la juventud de su cuerpo y ese motor del organismo que, cuando se encuentra euf¨®rico, propicia audacias. Con zancada briosa, frente despejada y adem¨¢n visionario, adelanta a los que caminan con dificultades, apoyados en el pu?o del bast¨®n o en el brazo del familiar. Ya aborda la glorieta de Ruiz Gim¨¦nez cuando un imprevisto le detiene. Mira al suelo y, como si sufriera un desvanecimiento, se lleva la mano al pecho. Mas no se busca la enfermedad sino la cartera, de ella saca un billete y se lo alarga a la florista que monta el puesto en la esquina de la calle de Carranza.
Es una ma?ana de sol descarado, acaso ¨²nica en la historia del universo, aunque la memoria se sirva de ella para remontarse a otra de luz similar en que un grupo radiante de muchachas baja alborotando por la misma acera donde las evoca el comprador de flores al efectuar su pedido -quiz¨¢ por haberlas visto retratadas en un peri¨®dico de ¨¦poca-, con el traje de percal almidonado y el pa?uelo de seda que amortaja la cara simp¨¢tica, donde encima de la frente resalta, a modo de faro, el rotundo clavel rojo.
En alg¨²n interior de Malasa?a, la pianola de una dama elogia a esas j¨®venes que apenas un a?o antes saltaban a la comba en la plaza del Dos de Mayo y hoy se visten de mujer: "Mocitas de quince abriles..." Son las modistillas engalanadas para la fiesta de San Antonio a las que el costumbrismo madrile?o hace coincidir, pasada la c¨¢rcel de Qui?ones y la calle de San Vicente Ferrer, con el estudiante que ronda por el caser¨®n universitario de Noviciado sentando c¨¢tedra en experiencia de la vida. En esa disciplina profesa de tuno, mas su mala fama no le impide prosperar en el chicoleo, y en una noche castizamente definida como de verbena y azahar, tras el baile en el El¨ªseo y las copitas de an¨ªs en Las Vistillas, arrebata la primera sangre de la enamorada sin cabeza.
"Era ese novio mi pasi¨®n, mi vida", canta Olga Ramos en un cabaret de la calle de la Palma. Era ese invisible pr¨ªncipe azul que le asignaron en la cuna y para quien se cuida y adorna, esa obsesi¨®n de su adolescencia que, sin perfilarse todav¨ªa en carne y hueso, llena sus charlas con las amigas en la plaza de Olavide, cuando con delicioso temor se interesa por los solteros del barrio: el que aparece por el taller a retirar los encargos o figura de ayudante de su padre en el ultramarinos familiar; o ese chico al que no conoce y del que los mayores ponderan su formalidad y buenas prendas en las tertulias cl¨¢sicas del verano, y basta esa alabanza para apu?alar durante meses el coraz¨®n de la curiosa.
Todas esas habladur¨ªas e imaginaciones se han concretado en el se?orito al que se traga la tierra despu¨¦s de hacer la faena. Pasa el tiempo y llega un tipo para el que ella acaba visti¨¦ndose de blanco. Hay banquete de boda en Cuatro Caminos, y la acomodaci¨®n a la horma del hogar que los hijos ocupan en ausencia de un padre que trabaja mucho o que, por no tener faena, se instala en la taberna, bebe m¨¢s de lo debido, regresa s¨®lo a dormir, y una noche se escuchan las voces desarticuladas, el arrastrar de muebles como barricada de una persecuci¨®n confusa y, al fin, el golpe sobre la piel deseada en su d¨ªa, ¨¢vidamente acariciada en su desnudez gloriosa y ahora desprestigiada por la marca de una agresi¨®n que proyecta en la casa un silencio de infamia, matizado por un llanto menudo. "Juntos hasta la muerte", escribe el comprador de flores en una tarjeta que a?ade al ramo. Con el estandarte de su ofrenda, el galanteador atraviesa la calle de Carranza y sigue por la de San Bernardo en direcci¨®n a Quevedo para doblar por la primera de la derecha, llamada de Sandoval. En la esquina de ¨¦sta con la de Ruiz, dos individuos han introducido en un furg¨®n una camilla con un bulto tapado por una s¨¢bana blanca. Tras ellos, dos polic¨ªas y quien oculta el rostro con una gabardina. Es un mediod¨ªa brillante y pesado, avisa tormenta en el Parque del Oeste, acaso el sol calienta m¨¢s de lo habitual en primavera. Parten hacia la glorieta de Bilbao el furg¨®n funerario y el coche de polic¨ªa cuando el gallardo caballero entra en la calle de Sandoval y, antes de llegar al cruce con Ruiz, penetra en la casa donde el serr¨ªn empapa las manchas rojas del suelo. Irreflexivamente salva ese obst¨¢culo y, con la impaciencia del amor enardecido, sube la escalera.
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