23 de abril
El visitante empuja la puerta con la confianza del que pisa terreno conocido. Pero, al no recibir la bienvenida de la due?a del establecimiento, permanece en una situaci¨®n inc¨®moda, con el largo tallo de la rosa en su mano derecha. En contraposici¨®n al mediod¨ªa radiante, el interior de la tienda parece m¨¢s oscuro, y el reci¨¦n llegado lo encara imp¨¢vido, a la espera de que sus ojos, sobresaltados por el contraste de luz, perciban el dibujo de las estanter¨ªas barnizadas.
Nota en el ambiente una sensaci¨®n distinta que le impide repetir la ceremonia de otros a?os, cuando se presentaba en esta librer¨ªa, situada en General Oraa esquina a la de Lagasca, con una grandilocuencia teatral: "En este d¨ªa consagrado a la memoria de Shakespeare y de Cervantes", declamaba cada 23 de abril en el momento de traspasar la puerta. Y la due?a bajaba de la banqueta arrimada a la caja registradora, bordeaba la pila de libros del mostrador para acercarse a quien se expresaba con tan literario ¨¦nfasis y, despu¨¦s de recoger de su mano la rosa, le daba un paquete envuelto en papel de colores. "?Ruso, alem¨¢n, franc¨¦s?", lo sopesaba ¨¦l. "Ni lo adivinas", aseguraba ella. Y el caballero se mor¨ªa de ganas de descubrir el contenido, pero no lo hac¨ªa hasta ponerse a salvo de que alg¨²n polic¨ªa le pidiera cuentas de su adquisici¨®n.
Bien sab¨ªa esta circunstancia quien le hac¨ªa el obsequio. Semanas antes del 23 de abril, la mujer buscaba lo que pod¨ªa interesar a su amigo en las librer¨ªas del paseo de Recoletos, de la cuesta de Moyano, del pasadizo de San Gin¨¦s y del circuito formado por las calles de Alcal¨¢, Narv¨¢ez, Ibiza y Fern¨¢n Gonz¨¢lez. La mujer acud¨ªa a estas zonas como a puerto seguro y manten¨ªa con los responsables de esos centros una conversaci¨®n en clave para burlar la vigilancia de la dictadura: "?Tienes La n¨¢usea?; dame Lolita; res¨¦rvame El amante de lady Chatterley; me llevo A. M. D. G.; el mes que viene traen a Faulkner". Y el fruto de sus pesquisas, debidamente oculto a la fiscalizaci¨®n de las autoridades, se lo regalaba al amigo que la visitaba cada 23 de abril: "Ten tu Maeterlinck", murmuraba ella al tomar la rosa, "pero que no te lo vean, que me comprometes".
Muchos a?os despu¨¦s, el hombre recuerda con cari?o aquellos locales que se arriesgaban a vender t¨ªtulos prohibidos por la censura. Eso tambi¨¦n ocurr¨ªa en esta trastienda donde hoy suena la radio con m¨²sica de Beethoven, pero no la voz del b¨®xer que defend¨ªa el patrimonio de la librera. La estampa del animal desaparecido se encadena a la de las conversaciones desarrolladas en ese mismo espacio por los parroquianos asiduos, cuando el ¨²nico acuerdo de la tertulia espont¨¢neamente constituida era la denuncia de la opresi¨®n dominante.
Se viv¨ªan tiempos respetuosos con lo literario, y un vistazo al mostrador de novedades y a las estanter¨ªas de fondo, ahora que los ojos del visitante se han habituado a la penumbra, lo confirma. Si la resistencia de nuestra sociedad a la literatura es cada vez mayor, con el argumento de que no rinde beneficios econ¨®micos, ?qu¨¦ van a ofrecer las librer¨ªas a sus clientes?
Interrumpe su meditaci¨®n la librera. "Envolv¨ªa tu regalo", explica, mientras huele la rosa que ¨¦l le trajo. "Se ha perdido aquel aroma", afirma ¨¦l. "Tampoco la literatura es lo que era", comenta ella, se?alando los libros firmados por gente de mundo y jaleados en los peri¨®dicos. "Pero nosotros no hemos cambiado", replica ¨¦l; y a?ade: "?Por qu¨¦ quieren acabar con los lectores?". Quedan en silencio los dos tras el interrogante ret¨®rico. Luego, ¨¦l rasga el papel del obsequio delante de ella. Es una edici¨®n de bolsillo de Los pueblos, de Azor¨ªn.
El hombre escoge las ¨²ltimas p¨¢ginas, y cuando encuentra el cap¨ªtulo titulado 'Ep¨ªlogo en 1960', se lo lee a su amiga: "?Qu¨¦ quiere decir esto de Azor¨ªn?". Y le vuelve la emoci¨®n de la primera vez que lo ley¨®. Ella escucha el texto como si nunca lo hubiese o¨ªdo, pero se adelanta a recitar el final: "Iremos al huerto y veremos c¨®mo marchan los membrillos". "Y todos salen", termina ¨¦l, guard¨¢ndose el libro. Sin conceder tregua a la nostalgia, la mujer mira el reloj, apaga la luz de la trastienda, echa el cierre y, ya en la calle, antes de encaminarse al restaurante, ense?a a su amigo lo que no hab¨ªa visto hasta ahora. En el escaparate de la librer¨ªa, m¨¢s destacado que cualquier primicia editorial, resalta un cartel que dice: "Se alquila" en letras grandes.
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