El acto m¨¢s inquietante
Recuerdo las muestras relativamente recientes de un pintor y un poeta, ambos de edad avanzada pero en plena actividad, sobre las que se dibuj¨® la sombra del suicidio. Ni en uno ni en otro caso la familia -con raz¨®n- quiso dar explicaciones pero en la ciudad se coment¨® ampliamente, si bien en voz baja, que se trataba de muertes voluntarias: una vez m¨¢s el suicidio, o supuesto suicidio, quedaba rodeado de un halo de misterio, una palabra casi innombrable para resumir la acci¨®n m¨¢s extrema y, seg¨²n una forma ancestral, m¨¢s inquietante.
Nuestra ¨¦poca se niega a explicarse el suicidio todav¨ªa con m¨¢s ah¨ªnco que las anteriores. Hace poco, precisamente, la prensa recog¨ªa el d¨¦cimo aniversario del presunto suicidio del primer ministro franc¨¦s, Pierre B¨¦r¨¦govoy, con un titular concluyente: "Un final inexplicable". Quiz¨¢, es cierto, se sent¨ªa obligada a poner en duda la veracidad de la versi¨®n del momento, insinu¨¢ndose hip¨®tesis de asesinato. Pero en este caso, y en otros, el significado profundo que adquiere lo inexplicable es la negaci¨®n a aceptar, o tal vez a comprender, el m¨¢s radical de los comportamientos.
Una escenograf¨ªa fantasmag¨®rica y sombr¨ªa rodea cualquier insinuaci¨®n de suicidio a nuestro alrededor. Esto sucede muy pronto, incluso antes de que nuestra conciencia de la muerte sea realmente consistente. Me vienen a la memoria desde los a?os de infancia extra?as murmuraciones que alud¨ªan a suicidas en los c¨ªrculos pr¨®ximos de la familia. Eran susurros entenebrecidos por un respeto que se parec¨ªa al pavor. En aquellos tiempos, sobre todo en verano, no era raro o¨ªr que alguien se hab¨ªa arrojado a las v¨ªas del tren, una forma de suicidio que tuvo su auge y que despertaba en nuestras mentalidades infantiles siniestras y prohibidas evocaciones. Claro est¨¢ que este terror ¨ªntimo no nos imped¨ªa (hablo en plural porque s¨¦ que es una experiencia compartida) elaborar sofisticadas recreaciones de aquel narcisista suicidio infantil, y de la peor adolescencia, que consiste en sacrificarse para poder ver luego, desde un privilegiado sitial, a nuestros castigados progenitores sufrir en el falso entierro.
Sin embargo, la edad adulta hereda casi intactas las prevenciones y fantas¨ªas de la ni?ez. El suicidio es un acto del subsuelo y el suicida alguien que traspasa las paredes de la vida a trav¨¦s de un resquicio vedado. Tal vez se admite vagamente la acci¨®n terminal del desesperado o la crisis incontrolada del depresivo pero resulta del todo incomprensible aquella acci¨®n juzgada como inmotivada s¨®lo por el hecho de que el que la juzga ignora el motivo. Tres casos insignes del mundo del arte, que han sacudido a la cultura occidental ser¨ªan, entre tantos otros, representativos de la crispaci¨®n ante lo inexplicable: leemos, por lo general, que Mark Rothko se suicid¨® a consecuencia de una depresi¨®n profunda y el tono es de una cierta comprensi¨®n; de Walter Benjamin, jud¨ªo, suponemos que el suicidio era un efecto del sentimiento de acoso y tambi¨¦n el tono de los comentarios resulta moderado; nadie justifica por completo, en cambio, un suicidio como el de Stefan Zweig, un hombre que se quita del mundo porque cree, precisamente, que este mundo ya no es suyo.
El suicidio ha sido, seguramente, el principal tab¨² de la trayectoria humana y no obstante, quiz¨¢ por esta condici¨®n, es uno de los contrapuntos mortales que mejor informa de la vida de cada ¨¦poca. Nada m¨¢s adecuado, para comprender esta paradoja, que leer el libro de Ram¨®n Andr¨¦s Historia del suicidio en Occidente, aparecido estos d¨ªas, un estudio de valor extraordinario tanto por la documentaci¨®n aportada como por el talante intelectual que la sostiene.
Ram¨®n Andr¨¦s demuestra con gran solvencia hasta qu¨¦ punto la cultura humana se ha visto determinada por la posici¨®n social ante el suicidio. El esp¨ªritu de la Biblia, por ejemplo, no es ajeno a una cierta neutralidad ante un hecho que queda dignificado cuando el h¨¦roe se autoelimina por Israel; la civilizaci¨®n griega tampoco escapa a las contradicciones ante el suicidio, generoso en los versos de la tragedia (Yocasta, Ayax, Fedra) pero muy selectivo en Plat¨®n, que idolatra al suicida S¨®crates, "porque muere por la ciudad", pero desprecia al autodestructivo por desesperaci¨®n; por fin el cristianismo, tolerante al principio, es, desde san Agust¨ªn, la gran doctrina que demoniza el suicidio, si bien, como ya insinu¨® magistralmente John Donne, uno puede preguntarse siempre si no ha sido Cristo el suicida par exc¨¦llence, el dios que se mata libremente, y que en ello precisamente reside su grandeza.
En el libro de Ram¨®n Andr¨¦s se toma el pulso a las ¨¦pocas a trav¨¦s de su capacidad para mirarse en el espejo tenido por m¨¢s negro. La literatura lo registra fielmente, con el r¨¦cord absoluto de Shakespeare: 47 suicidios en sus obras. Por mi parte, tengo mis preferencias. En primer t¨¦rmino, el gran poema de Leopardi sobre la muerte de Marco Bruto como s¨ªmbolo del final de la Antig¨¹edad. Despu¨¦s, las palabras de Kir¨ªlov en Los demonios, de Dostoievski: "La vida existe y la muerte no". Finalmente, la opini¨®n m¨¢s incontrovertible, la del doctor Johnson, que aplasta la hipocres¨ªa: "No importa c¨®mo muere un hombre sino c¨®mo vive".
Rafael Argullol es escritor y fil¨®sofo.
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