?Qui¨¦n mat¨® a Daniel Pearl?
Qu¨¦ hora es?
?De noche?
?De d¨ªa?
El v¨ªdeo no lo dice.
El atestado de la polic¨ªa paquistan¨ª no lo dice.
Digamos, pues, que es ¨²ltima hora de la noche.
O, para ser m¨¢s exactos, la madrugada, las cinco de la ma?ana, antes de que cante el primer gallo.
Es Karim, el guardi¨¢n de la granja, encargado de su vigilancia personal desde hace una semana, el que viene a despertarle.
?l se entiende bien con Karim, en principio. Por la noche, despu¨¦s de que apaguen las l¨¢mparas y los dem¨¢s se hayan acostado, han adquirido la costumbre de tener largas conversaciones en las que el paquistan¨ª, en un mal ingl¨¦s, le habla de sus cinco hijos, su casita de Rahim Yar Jan, sus dificultades, y en las que ¨¦l, infatigable, hace una y otra vez la misma pregunta: ?Qu¨¦ nos reproch¨¢is? ?Por qu¨¦ nos odi¨¢is? ?Qu¨¦ crimen ha cometido Estados Unidos para recibir una reprobaci¨®n tan terrible? ?Qu¨¦ tendr¨ªamos que ser o hacer para recuperar la confianza de vuestro pueblo y los pueblos pobres en general?
Qui¨¦n mat¨® a Daniel Pearl
Bernard-Henri L¨¦vy
"En la habitaci¨®n est¨¢n Karim, el c¨¢mara y dos yemen¨ªes, que sacan el pu?al de la vaina y se levantan. Uno se sit¨²a a su espalda y el otro a su izquierda"
"Si hay alguien dispuesto a rechazar el tema de la guerra de las civilizaciones y conservar la fe en la paz con el islam, es ¨¦l, jud¨ªo de izquierdas, progresista..."
Pero esta vez hay algo que no est¨¢ bien.
Entre sue?os, se da cuenta de que ya no es el mismo Karim. Se muestra cerril, obstinado. Tiene una forma de quitarle la colcha y ordenarle que se vista que no recuerda en nada al compa?ero agradable que, la v¨ªspera, le daba su lecci¨®n diaria de urdu. En un momento dado, como tiene los dedos hinchados, un poco incoherentes, con dificultades para atarse los cordones, el paquistan¨ª hace una cosa que le deja helado y que no hab¨ªa hecho nunca antes: con los labios apretados, sin mirarle, le dice: "Olv¨ªdate de los cordones, en el sitio al que vas no necesitas cordones". Al o¨ªr eso, esas palabras y, sobre todo, esa forma de pronunciarlas, comprende que ha pasado algo durante la noche, que han tomado una decisi¨®n y que esa decisi¨®n no es la de ponerle en libertad.
De pronto tiene miedo.
Siente un fr¨ªo terrible que le invade y, por primera vez desde que est¨¢ all¨ª, tiene miedo.
A pesar de todo, al mismo tiempo, no se lo cree.
No, repite, no se lo cree; no consigue creer que las cosas, en una noche, hayan podido deteriorarse hasta ese punto.
En primer lugar, es su aliado. Su a-li-a-do. Cien veces les ha dicho en los ¨²ltimos ocho d¨ªas que, si hay un estadounidense, y un jud¨ªo, dispuesto a tender la mano a los musulmanes, en general, y a los de Pakist¨¢n, en particular; si hay una persona dispuesta a rechazar el tema absurdo de la guerra de las civilizaciones y conservar la fe en la paz con el islam, es ¨¦l, Daniel Pearl, jud¨ªo de izquierdas, progresista, estadounidense hostil -como demuestra toda su carrera- a lo que pueda tener Estados Unidos de est¨²pido y arrogante, amigo de los olvidados, del hu¨¦rfano universal, de los desheredados.
Adem¨¢s, tiene suerte. Siempre ha sido uno de esos tipos a los que protege una suerte insolente. Es lo que su padre repite a la prensa en ese mismo momento y lo que ¨¦l mismo no ha dejado de decir durante los 15 a?os que lleva en el oficio. Danny tiene una buena estrella. Danny tiene un ¨¢ngel de la guarda. ?Ser¨ªa curioso que la suerte haya cambiado aqu¨ª, en Pakist¨¢n, la v¨ªspera del d¨ªa en el que deb¨ªa regresar a Estados Unidos! ?Qu¨¦ extraordinaria iron¨ªa ser¨ªa que su buena fortuna le abandonase en el mismo momento en el que Mariane y ¨¦l se han enterado de que esperan un var¨®n!
Racionalista inveterado
Haber podido encontrar en Karachi un ginec¨®logo musulm¨¢n que aceptara hacer una ecograf¨ªa y revelar el sexo de un ¨¢ngel a¨²n por nacer, y no conseguir convencer a unos islamistas de que se han equivocado de persona, que no es ese esp¨ªa jud¨ªo y sionista que, por lo visto, le acusan de ser ciertos art¨ªculos de prensa: ni hablar, ser¨ªa absurdo, y, dado que todo lo que es absurdo, para este racionalista inveterado, es idiota, imposible e irreal, decide que no va a ocurrir y acabar¨¢ obligatoriamente por hacer entrar en raz¨®n a sus carceleros.
La puerta hacia el exterior, hacia la segunda habitaci¨®n, en la que est¨¢n los dem¨¢s, est¨¢ abierta. Karim, que sigue cerrado y huidizo, le indica que avance. L¨¢stima de zapatos. Le sigue sin demasiada aprensi¨®n y, al pasar, aspira el perfume de las buganvillas y los mangos.
Al entrar en la habitaci¨®n lo comprende.
Todav¨ªa no se lo cree, pero lo comprende.
Para empezar, su aspecto.
El aire atento que tienen esta ma?ana.
Esa comunidad de terror que adivina en su postura y su forma de verle caminar.
Ya sab¨ªa, por las conversaciones, que Bujari, el jefe del comando, tiene la sangre de una docena de chi¨ªes en sus manos. Sab¨ªa que Amjad Hussain Farooqi, o Lhori, el jefe del Lashkar i-Janghvi, estaban vinculados a Al Qaeda. Pero lo sab¨ªa sin saberlo. Por m¨¢s que se lo hab¨ªan dicho, que, la otra noche, Bujari le hab¨ªa soltado con una risa infantil: "puede que t¨² tengas un ¨¢ngel, pero yo tengo un demonio", ten¨ªan un aspecto demasiado bueno para poder verles como asesinos.
Ahora, de repente, los ve.
Mudos, con las manos cruzadas a la espalda, el rostro siniestro bajo la d¨¦bil luz de las l¨¢mparas de petr¨®leo colocadas en el centro de la habitaci¨®n, que dan una claridad vacilante, ahora tienen otra cara, la que deb¨ªan de tener cuando sumerg¨ªan en cal viva a los hijos chi¨ªes de las familias vecinas de la mezquita de Binori Town, en Karachi; una vez ley¨® un art¨ªculo sobre el tema, y ahora, bruscamente, lo entiende.
Adem¨¢s, hay esos tres individuos en el rinc¨®n, cerca de la puerta, que no estaban ayer y que, sentados sobre los talones y con latas de bebida vac¨ªas en el suelo, parecen tener el esp¨ªritu en otra parte, o estar rezando: tienen el pa?uelo con cuadros blancos y rojos de los combatientes palestinos, pero su larga t¨²nica blanca levantada sobre las pantorrillas, sus pies descalzos y el pu?al con mango de cuerno de vaca curvado que los tres llevan en el cintur¨®n, y que en Sanaa llaman jambiya, hace que los reconozca como yemen¨ªes.
"?T¨²mbate!", ordena Bujari con la voz sorda, cavernosa, como si hablara consigo mismo.
El suelo est¨¢ desnudo. Hace fr¨ªo. No ve d¨®nde tiene que tumbarse.
"?T¨²mbate!", se impacienta Bujari, en un tono m¨¢s alto.
Y, para su gran sorpresa, se aproxima a ¨¦l y le da una patada en las tibias que le hace caer de rodillas, mientras que los dem¨¢s se abalanzan sobre ¨¦l: dos le atan las manos con un trozo de cuerda verde, y el otro, que saca de los pliegues de su t¨²nica una jeringuilla enorme, le levanta la camisa y le pincha en el vientre. (...)
"Vas a repetir despu¨¦s de m¨ª", le dice Bujari, mientras saca un papel del bolsillo y ordena levantarse a uno de los yemen¨ªes, que tiene una videoc¨¢mara con monitor integrado en un costado; Daniel, con el sudor que le cae entre las pesta?as, se le mezcla con las l¨¢grimas y le ciega, la toma al principio por un arma que va a matarle a quemarropa. "Mi nombre es Daniel Pearl, soy jud¨ªo norteamericano, vivo en Encino, en California".
Daniel repite. Le cuesta un poco. Est¨¢ sin aliento. Pero repite.
"Yo soy jud¨ªo..."
"Vas a decir: 'por el lado de mi padre vengo de una familia de sionistas; mi padre es jud¨ªo; mi madre es jud¨ªa; yo soy jud¨ªo". (...)
"Articula", dice Bujari, "habla m¨¢s despacio, m¨¢s claro: 'mi familia sigue los preceptos del juda¨ªsmo; hemos hecho numerosas visitas familiares a Israel; en la ciudad de Bnei Brak, en Israel, hay una calle que se llama Haim Pearl Street, el nombre de mi bisabuelo".
?C¨®mo lo saben?, piensa Danny. ?De d¨®nde han sacado la informaci¨®n? Bnei Brak no es una ciudad, es un pueblo. Y la fama del pobre Haim Pearl, su antepasado, no ha salido jam¨¢s del estrecho c¨ªrculo que constituyen su padre, su madre, sus hermanas y ¨¦l. No va a repetir eso, se dice. No puede dejar a estos b¨¢rbaros que pongan sus sucias garras en el hermoso secreto familiar... Pero Farooqi se le acerca. Ve su enorme zapato, que le ha hecho tanto da?o antes. De forma que, con docilidad, sin permitirse m¨¢s que una media sonrisa que espera que se vea en la imagen, cambia de opini¨®n y repite: "Mi familia sigue los preceptos del juda¨ªsmo; hemos hecho numerosas visitas familiares a Israel...".
Bujari parece contento. Se aclara la garganta. Escupe al suelo. Felicita al yemen¨ª, sin que parezca comprender que ese incapaz se ha aproximado demasiado; peor para ¨¦l. Y a ¨¦l, a Danny, le hace una se?al de ¨¢nimo que parece querer decir: "?Lo ves! ?Puedes conseguirlo!" y que, por un instante, le da nuevas esperanzas.
"Repite otra cosa m¨¢s", dice despu¨¦s de sumergirse un largo instante en la lectura de su papel, "repite esto: 'aqu¨ª, sin saber nada de la situaci¨®n en la que me encuentro ni poder comunicarme con nadie, me acuerdo de los prisioneros de Guant¨¢namo, que est¨¢n en la misma condici¨®n que yo'".
Esta frase vale. Es lo que piensa. Est¨¢ de acuerdo en condenar las condiciones de encierro de los presos de Guant¨¢namo. El ¨²nico problema es que est¨¢ sin aliento y habla de forma demasiado entrecortada. El yemen¨ª hace un gesto. Hay que repetir la toma.
"Otra vez", dice Bujari: "Me doy cuenta de que es el tipo de problemas que van a tener en todo el mundo, cada vez m¨¢s, los americanos; no habr¨¢ un lugar en el que est¨¦n seguros; no habr¨¢ un lugar al que puedan ir con libertad; y as¨ª ser¨¢ mientras permitan a su Gobierno que siga con la misma pol¨ªtica".
La droga surte efecto
No es mala voluntad. No, en realidad, eso tambi¨¦n puede decirlo. Es la droga la que debe de estar surtiendo efecto. Le duele la cabeza. Tiene las piernas como un trapo y cada vez le resulta m¨¢s dif¨ªcil concentrarse. ?No puede entenderlo Bujari? ?No puede dictarle ahora frases m¨¢s cortas?
Una nueva frase, pues, dictada por un Bujari que, de pronto, se muestra comprensivo, casi humano, con la barbilla en la mano, como si la escena le hiciera reflexionar.
"Nosotros, los americanos, no podemos seguir pagando por la pol¨ªtica de nuestro Gobierno...".
Luego otras frases, una a una, con paciencia, como un ni?o:
"El apoyo incondicional a Israel... Veinticuatro vetos para justificar las matanzas de beb¨¦s inocentes... El apoyo a los reg¨ªmenes dictatoriales del mundo ¨¢rabe y musulm¨¢n... La presencia americana en Afganist¨¢n...".
Ya est¨¢. Se acab¨®. El yemen¨ª detiene su c¨¢mara. ?Le van a dejar sentarse? ?Le van a dar un poco de agua? Se siente mal.
Entonces se produce un suceso extraordinario.
Bujari regula la llama de las l¨¢mparas de petr¨®leo, que proyectan una luz, de pronto, mucho m¨¢s viva.
Da una orden seca a Fazal, que, desde que entraron en la habitaci¨®n, se hab¨ªa instalado en el rinc¨®n de los yemen¨ªes, acurrucado como si tuviera fr¨ªo, y que, de pronto, se levanta y se acerca, con los ojos abiertos y fijos, para colocarse justo detr¨¢s de ¨¦l.
A una se?al suya, sin una sola palabra, los dem¨¢s paquistan¨ªes se levantan tambi¨¦n y salen. (...)
En la habitaci¨®n, aparte de Fazal Karim, no quedan m¨¢s que el c¨¢mara yemen¨ª, sofocado, que se afana con su aparato, y los otros dos yemen¨ªes, que sacan el pu?al de la vaina y se levantan. Uno se sit¨²a a su espalda, al lado de Fazal Karim, y el otro a su izquierda, muy cerca, casi pegado a ¨¦l, con el arma en la mano derecha.
De repente se da cuenta.
Hasta ahora no hab¨ªa podido verle porque estaba en la sombra, y de todas formas, sin gafas, nunca ha visto m¨¢s all¨¢ de dos metros.
Ve sus ojos brillantes, febriles, demasiado hundidos en las ¨®rbitas, extra?amente suplicantes; por un momento se pregunta si a ¨¦l no le han drogado tambi¨¦n.
Ve su ment¨®n fl¨¢cido, sus labios agitados por un ligero temblor, sus orejas demasiado grandes, su nariz huesuda, sus cabellos lisos y negros, de color alquitr¨¢n.
Ve su mano grande y velluda, de nudillos prominentes, u?as negras y una larga cicatriz granulosa que va del pulgar a la mu?eca y parece cortarla en dos.
Y ve el cuchillo. (...)
La se?al verde de la c¨¢mara se enciende.
Fazal se coloca delante de ¨¦l, le ata las mu?ecas y vuelve a colocarse detr¨¢s para agarrarle con fuerza de los cabellos.
La nuca, piensa, mientras sacude la cabeza para intentar soltarse; el centro de la voluptuosidad; el peso del mundo; el ojo oculto del Talmud; el hacha del verdugo.
La mirada de ese hombre, sigue pensando mientras observa al yemen¨ª del cuchillo. Sus miradas se cruzan durante una fracci¨®n de segundo y comprende, en ese instante, que ese hombre va a degollarle.
Querr¨ªa decir alguna cosa.
Tiene la sensaci¨®n de que tendr¨ªa que decir por ¨²ltima vez que es periodista, de verdad, no un esp¨ªa; tendr¨ªa que poder gritar: "?Acaso un esp¨ªa habr¨ªa confiado en OImar Sheij? ?Habr¨ªa ido a la cita as¨ª como as¨ª, sin cobertura, con confianza?".
Pero debe de ser la droga, que est¨¢ ejerciendo todo su efecto.
O la cuerda que le muerde las mu?ecas y le hace da?o.
Las palabras no salen.
Se le hace dif¨ªcil hablar, como si intentara respirar bajo el agua. (...)
Le sobrevienen ideas par¨¢sitas, que parecen salir de zonas muy oscuras y adormecidas de su memoria: su bar mitzvah en Jerusal¨¦n; su primer helado en un caf¨¦ de Dizengoff, en Tel Aviv, con su padre; George, el zapatero b¨²lgaro al que conoci¨® en el metro de Londres; su amigo, el bajista belga; el violinista irland¨¦s con el que toc¨®, el a?o pasado, en un bar del Soho; el ruido sordo y sibilante de los obuses del ej¨¦rcito de liberaci¨®n del Tigris, la ¨²ltima noche, en Asmara; la boda con Mariane, en aquel castillo cercano a Par¨ªs; el torero de Hemingway, con el hombro izquierdo hacia adelante, la espada que golpea hueso y se niega a entrar, aunque basta un tercio de la hoja para alcanzar la aorta de un toro, si no est¨¢ muy gordo; otra vez su padre, que le lleva sobre los hombros a la vuelta de un paseo; la risa de su madre; una hogaza de pan franc¨¦s con sus hendiduras sabrosas y profundas.
El matarife yemen¨ª
Cuando el matarife yemen¨ª le agarra el cuello de la camisa y lo desgarra, piensa por un instante en otras manos. Caricias. Juegos de su infancia. Nadour, el amigo egipcio de Stanford, con quien se peleaba, por jugar, entre clase y clase. ?Qu¨¦ habr¨¢ sido de ¨¦l? Piensa en Mariane, la ¨²ltima noche, tan deseable y tan bella; ?qu¨¦ buscan las mujeres, en el fondo?; ?la pasi¨®n?; ?la eternidad? ?Qu¨¦ orgullosa estaba Mariane de que ¨¦l hubiera logrado la exclusiva de Gilani! ?Cu¨¢nto la echa de menos! ?Ha sido imprudente? ?Habr¨ªa tenido que desconfiar m¨¢s de ese Omar? ?C¨®mo iba a saberlo? ?C¨®mo iba a sospechar? Piensa en la mano cerrada de un refugiado kosovar en plena agon¨ªa; piensa en el cordero que vio asfixiar, el a?o pasado, en Teher¨¢n; piensa en que prefiere Bombay a Karachi, y el Libro secreto de los brahmanes al Cor¨¢n; sus recuerdos son como caballos de tiovivo que le dan vueltas en la cabeza.
Siente el aliento c¨¢lido, jadeante y un poco f¨¦tido del yemen¨ª. (...)
?Levantadle!, grita el verdugo yemen¨ª. El otro yemen¨ª, detr¨¢s de ¨¦l, le agarra por las axilas, como un paquete, y le endereza.
?M¨¢s!, insiste, mientras se aleja un poco, como un artista que retrocede para ver mejor su cuadro. Ahora es Karim quien le levanta la cabeza, el rostro hacia el cielo, el cuello despejado, hinchado por el grito que se aproxima, aunque un poco inclinado hacia un lado.
?Sep¨¢rate!, le dice al tercero, el yemen¨ª de la c¨¢mara, que est¨¢ demasiado cerca y le va a molestar. El c¨¢mara se aparta, en efecto, muy despacio, como con un temor sagrado ante lo que va a ocurrir.
El cuchillo en la garganta
Pearl, con los ojos cerrados, siente el movimiento de la hoja hacia su garganta. Oye una especie de ruido de aire hendido junto a la cara y comprende que el yemen¨ª est¨¢ ensayando. Todav¨ªa no acaba de cre¨¦rselo. Pero tiene fr¨ªo. Tirita. Todo su cuerpo se retrae. Querr¨ªa dejar de respirar, empeque?ecer-se, desaparecer. Querr¨ªa, por lo menos, poder bajar la cabeza y llorar. ?Lo ha hecho ya?, se pregunta. ?Es un profesional? ?Y si no tiene costumbre? ?Y si se equivoca y debe repetirlo? La vista se le empieza a nublar. La ¨²ltima imagen del mundo, se dice. Suda y tiene escalofr¨ªos, al mismo tiempo. Oye el ladrido de un perro en la lejan¨ªa. El zumbido de una mosca, muy cerca. Y el grito de una gallina que se confunde con el suyo propio, con una mezcla de estupor y dolor, inhumano.
Ya est¨¢. El cuchillo ha entrado en la carne. Despacio, muy despacio, ha empezado bajo la oreja, en la parte posterior del cuello. Algunos me han dicho que era una especie de ritual. Otros, que es el m¨¦todo cl¨¢sico para cortar en seguida las cuerdas vocales e impedir que la v¨ªctima grite. Pero Pearl se ha encabritado. Busca con furia el aire en su laringe despedazada. Y el movimiento ha sido tan violento, tan fuerte, que se suelta de las manos de Karim, grita como un animal y se derrumba, entre estertores, sobre los charcos que forma su sangre. El yemen¨ª de la c¨¢mara tambi¨¦n grita. A medio camino, con las manos y los brazos llenos de sangre, el verdugo yemen¨ª le mira y se para. La c¨¢mara no ha funcionado. Hay que interrumpirlo todo y volver a empezar.
Pasan 20 segundos, tal vez 30; lo que tarda el yemen¨ª en volver a encender y encuadrar. Pearl est¨¢ tendido sobre el vientre. La cabeza, medio cortada, se ha separado del busto y cae hacia atr¨¢s. Los dedos de las manos se agarran al suelo como garfios. Ya no se mueve. Gime. Hipa. Todav¨ªa respira, pero a trompicones, con estertores, entrecortado por gorgoteos y gemidos de cachorro. Karim mete los dedos en la herida, separa los bordes y despeja el camino para que vuelva el cuchillo. El segundo yemen¨ª inclina una de las l¨¢mparas para ver mejor, saca su propio cuchillo y, enfebrecido, como si estuviera embriagado por la vista, el olor y el sabor de la sangre caliente que mana de la car¨®tida como de una tuber¨ªa perforada y le salpica el rostro, corta y arranca la camisa. Entonces, el matarife remata su tarea: el cuchillo al lado del primer corte; las cervicales que se quiebran; un nuevo chorro de sangre que le salta a los ojos y le deja ciego; la cabeza que rueda hacia adelante, como si todav¨ªa tuviera vida propia, y acaba por separarse del todo; y Karim que la ondea, como un trofeo, ante la c¨¢mara.
El rostro de Danny, arrugado como un trapo. Los labios que, en el momento de separarse la cabeza, parecen moverse por ¨²ltima vez. Y el l¨ªquido negro que sale de la boca, como es normal. He visto a muchos asesinados. Ninguno eclipsar¨¢ jam¨¢s, para m¨ª, este rostro que no vi y que estoy imaginando.
Traducci¨®n de Mar¨ªa Luisa Rodr¨ªguez Tapia.
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