El ni?o de oro
La gran esperanza se llama Fernando.
En esta ocasi¨®n el elegido es un buda de diecinueve a?os, uno de esos hombres tranquilos que nacen con los ojos abiertos y el bal¨®n bajo el brazo. Pertenece a un selecto c¨ªrculo cuyos socios conocen la salida de los laberintos del campo y disponen de un mecanismo fotogr¨¢fico con el que manipulan a voluntad la moviola del juego. Due?os del tiempo y la geometr¨ªa, provocan el caos, restablecen el orden, pulsan el bot¨®n de avance o de retroceso y congelan la acci¨®n en plena carrera. Como ellos, Fernando puede suplantar indistintamente al galgo y a la liebre. Es capaz de revertir la huida en ataque y el ataque en huida sin violentar el perfil.
Sin embargo, as¨ª como la historia de Ronaldo empez¨® en Pel¨¦, la historia de Fernando Torres comienza en G¨¢rate. Cierto d¨ªa lleg¨® al club aquel delantero centro de aspecto quebradizo que pon¨ªa en entredicho a Zarra, Marcelino y a los otros arietes de corte cl¨¢sico. Al contrario que sus antecesores, ¨¦l no viv¨ªa en el ¨¢rea ni era un reh¨¦n de los defensas centrales: siempre estaba en paradero desconocido. A¨²n le vemos bordar el contraataque con su aparente fragilidad, su medido paso de acr¨®bata y aquella blanda silueta que en el ¨²ltimo instante consegu¨ªa salir indemne de todas las trampas. Avanzaba en zigzag, como la chispa el¨¦ctrica, y mientras los espectadores nos mord¨ªamos las u?as, hac¨ªa de sus escapadas un emocionante ejercicio de supervivencia. Cada tres o cuatro segundos parec¨ªa estar a punto de desarmarse, pero de pronto recuperaba el equilibrio, compon¨ªa la figura y continuaba su incierto camino hacia el v¨¦rtice del ¨¢rea. Conduc¨ªa la pelota con una forzada vocaci¨®n, como el preso conduce la bola de hierro encadenada al tobillo.
Luego la arrastrar¨ªan, con la misma inspiraci¨®n Marco Van Basten, Thierry Henry y Roy MaKaay. Y ahora llega Fernando con su cresta rubia y sus pecas de colegial. Aunque sabemos que su m¨¢scara juvenil oculta un cuerpo el¨¢stico, su fortaleza es m¨¢s una cuesti¨®n de car¨¢cter que de musculatura. Con su poderoso esqueleto pudo haber elegido el papel de leal subalterno, eso que los cronistas llaman un buen jugador de club. Pero, como al a?orado Cholo Simeone, esa predisposici¨®n no le ha parecido suficiente: por eso ha aceptado el papel de portaestandarte. Hoy, casi venerado como una imagen milagrosa, es para los seguidores atl¨¦ticos la esperanza de redenci¨®n que sigue a toda ¨¦poca de escasez.
Cuando el club busca un nuevo cauce que le lleve a su propio destino, los seguidores llevan a Fernando en el coraz¨®n. As¨ª debe ser; en el territorio sentimental del deporte las gemas deben guardarse en el mismo lugar que los desenga?os.
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