Crecer a la sombra del enemigo
La reaparici¨®n de los atentados con el sello de Al Qaeda y organizaciones afines en Bali, Filipinas, Arabia Saud¨ª y, hace apenas unas semanas, en Marruecos ha reabierto, si bien se mira, el mismo interrogante a que dieron lugar las matanzas de las Torres Gemelas y el Pent¨¢gono: la estrategia dirigida a combatir el terrorismo perpetrado en nombre del islam, ?exigir¨ªa considerar sus cr¨ªmenes como s¨ªntomas y, en consecuencia, identificar sus causas y desactivarlas o, por el contrario, habr¨ªa que perseguirlos sin conceder relevancia alguna a los posibles m¨®viles ni a las circunstancias en las que se perpetran? Tan constante ha llegado a ser la presencia de esta disyuntiva en la reciente confrontaci¨®n pol¨ªtica e intelectual -y en particular a partir de los proleg¨®menos de una guerra que, como la del Golfo, se pretendi¨® vincular por sus promotores a la lucha antiterrorista- que al final se ha perdido de vista que las opciones sobre las que est¨¢ construida presentan siempre un punto ciego, una dram¨¢tica imposibilidad de mantener una estrategia que no alimente el mismo incendio que se pretende sofocar.
Cuando Estados Unidos decidi¨® responder a los atentados del 11 de septiembre mediante el recurso a la guerra, el margen de maniobra para advertir los riesgos del camino que emprend¨ªa era demasiado estrecho: el r¨¦gimen del mul¨¢ Omar daba cobertura a Osama Bin Laden desde un Estado reconocido, y utilizando el principio de soberan¨ªa como pantalla, pretendi¨® impedir que el responsable de un crimen atroz fuera sometido a la justicia. El casus belli resultaba en este caso incontrovertible, por m¨¢s que de manera subrepticia se le asociase una idea espuria: la de que la guerra es un instrumento adecuado para hacer frente al terrorismo. Fueran cuales fuesen las verdaderas razones del ataque contra Irak -mientras que las explicaciones referidas a los suministros energ¨¦ticos y a la reordenaci¨®n de Oriente Pr¨®ximo han sido ampliamente comentadas, las que evocan la involuci¨®n democr¨¢tica que padecen los EE UU bajo Bush se mantienen en sordina-, lo cierto es que todas ellas dan por descontado que, a efectos de Washington y de algunos de sus aliados, "la guerra contra el terrorismo" no constituye una met¨¢fora, sino un contundente enunciado estrat¨¦gico.
La primera consecuencia de esta insensata traslaci¨®n del sentido de lo que surgi¨® como un eslogan de urgencia para conjurar el sentimiento de vulnerabilidad de los norteamericanos fue subrayada por Hosni Mubarak: agredir a un pa¨ªs con la cortada del terrorismo era ofrecer al terrorismo un nuevo y efectivo bander¨ªn de enganche, que allegar¨ªa a sus filas decenas de j¨®venes dispuestos al martirio. Pero existe, adem¨¢s, una segunda consecuencia cuya capacidad desestabilizadora podr¨ªa incrementarse de persistir en el camino que arranc¨® en Kabul y se ha hecho llegar arbitrariamente hasta Bagdad: al responder al crimen con la guerra se le est¨¢ concediendo al criminal la posibilidad de contemplarse a s¨ª mismo como soldado y, por eso mismo, se le est¨¢ colocando en disposici¨®n de parasitar para sus fines la reacci¨®n de quienes empezaron siendo las v¨ªctimas. A efectos de los terroristas, la cuota de violencia indiscriminada que conlleva inevitablemente la acci¨®n de un ej¨¦rcito en campa?a les permite justificar la violencia indiscriminada que emplean en sus atentados. Frente a esta alucinada imagen de la realidad no cabe victoria ni derrota militar alguna, sino tan s¨®lo avances o retrocesos en la ansiedad de los ciudadanos ante el pron¨®stico de que cualquier edificio de cualquier ciudad en cualquier parte del mundo pueda convertirse en un ficticio aunque sangriento campo de batalla. Y lo que resulta en extremo sospechoso, lo que deber¨ªa desencadenar una rigurosa reflexi¨®n, es que ciertos gobiernos democr¨¢ticos, y entre ellos el de nuestro propio pa¨ªs, parezcan m¨¢s decididos a alentar esta ansiedad que a moderarla.
Pero si adoptar la "guerra contra el terrorismo" como estrategia s¨®lo significa, en realidad, aumentar la destrucci¨®n a un lado de la frontera imaginaria trazada por los terroristas, y el miedo al otro -de modo que lo ¨²nico que se confirma es, en efecto, la frontera-, replicar con un discurso de trazo grueso acerca de los atentados como s¨ªntomas cuyas causas urge resolver puede convertirse en un parad¨®jico est¨ªmulo para Al Qaeda y organizaciones afines. Trazo grueso significa, en este caso, propiciar inadvertidamente el equ¨ªvoco de que un fan¨¢tico saud¨ª, egipcio, argelino, marroqu¨ª o de cualquier otra nacionalidad, incluida como se ha visto la francesa o la brit¨¢nica, tenga legitimidad para envolver sus cr¨ªmenes en la bandera de una causa reconocida y aceptada, como es la causa palestina. Con su obstinaci¨®n en mantener a sangre y fuego la ocupaci¨®n ilegal de Gaza y Cisjordania, dirigida en ¨²ltimo extremo a transformarla en anexi¨®n, la pol¨ªtica de Israel lleva casi cuatro d¨¦cadas obligando a establecer distinciones de una sutileza incompatible con la brutalidad de cuanto sucede sobre el terreno; distinciones como la de saber si una concreta acci¨®n violenta por parte de los ocupados debe ser catalogada como resistencia o como terrorismo. Salvo los casos extremos, en los que esta escalofriante divisoria puede resultar m¨¢s o menos n¨ªtida -atacar a una patrulla de soldados israel¨ªes que allanan una casa en Cisjordania ser¨ªa resistencia; volar una discoteca o un autob¨²s en Tel Aviv, terrorismo-, la vida cotidiana en los territorios ofrece casos de sobrecogedora ambig¨¹edad. Desde la perspectiva de un palestino expropiado por los bulldozers israel¨ªes, ?el colono asentado sobre su tierra que porta un fusil en bandolera es un civil o un militar? Si al tenderle una emboscada muere alg¨²n miembro de su familia, ?refuerza esa tragedia el car¨¢cter terrorista del atacante palestino o, por el contrario, es posible mantenerle su condici¨®n de resistente mediante el recurso a la repugnante noci¨®n de "da?os colaterales"?
Por descontado, una de las escasas maneras de sortear estos interrogantes sin renunciar por ello a los principios democr¨¢ticos es recordar que, levantada la ocupaci¨®n y desmantelados los asentamientos -es decir, restablecida la legalidad internacional-, toda violencia palestina ser¨ªa criminal. Pero iniciativas como la Hoja de Ruta no parecen apuntar en la direcci¨®n de exigir una retirada israel¨ª, sino en la de convalidar la idea de Sharon de que la noci¨®n de resistencia es una coartaday de que, por tanto, toda violencia relacionada con la causa palestina es terrorista, incluida la que ejerce un adolescente al enfrentarse a pedradas con un blindado. Por desgracia, la respuesta de Al Qaeda y organizaciones afines es exactamente la sim¨¦trica: lo que no existe en relaci¨®n con Palestina es terrorismo, sino s¨®lo resistencia, sin descontar de ella las matanzas indiscriminadas de civiles. Arrastrados por esa pendiente, se sienten entonces autorizados a invocar la situaci¨®n de Cisjordania y Gaza como cobertura pol¨ªtica y moral para los atentados perpetradas antes y despu¨¦s del 11 de septiembre, para establecer un nexo falaz entre las tropel¨ªas israel¨ªes en Jen¨ªn y sus propias tropel¨ªas en Bali, Riad, Mindanao o Casablanca. Desde esta perspectiva, sostener sin m¨¢s que la soluci¨®n de la tragedia palestina, o de otras tragedias inhumanamente consentidas en el mundo ¨¢rabe y musulm¨¢n durante m¨¢s de medio siglo, mermar¨¢ la capacidad de acci¨®n de los terroristas que la invocan equivale a concederles dos victorias: una, la de que su violencia expresa algo distinto de su propio fanatismo, y otra, la de que la legalidad, y a trav¨¦s de ella la m¨¢s elemental de las justicias, s¨®lo avanza a golpe de la muerte y la destrucci¨®n que ellos provocan.
De persistir en el camino emprendido tras los atentados contra las Torres Gemelas y el Pent¨¢gono, de persistir en una "guerra contra el terrorismo" que, como se ve, nos ir¨¢ colocando cada vez m¨¢s en la disyuntiva saducea de ignorar la legalidad o de cumplirla bajo presi¨®n de los terroristas, las posibilidades de alejar la cat¨¢strofe se ir¨¢n reduciendo de d¨ªa en d¨ªa, pero no porque al final se desemboque en ning¨²n choque de civilizaciones, en ning¨²n conflicto entre esos entes de raz¨®n, o mejor de sinraz¨®n, en los que se est¨¢n convirtiendo Occidente y el Islam. Por mort¨ªferas que puedan ser las acciones de Al Qaeda y organizaciones afines, por devastadores que puedan resultar sus atentados, el riesgo m¨¢s grave al que se empieza a enfrentar el mundo es otro muy distinto. Puesto que los occidentales se sienten inseguros ante la amenaza de los islamistas, la mayor parte de los gobiernos ha decidido lanzarse a algo que en la jerga pol¨ªtica y administrativa se denomina "el incremento del componente de seguridad" en materia de pol¨ªtica exterior. Atemorizados por un lado, y por otro adormecidos ante la sutileza del eufemismo, pocos ciudadanos parecen advertir que de lo que se est¨¢ hablando en realidad es de un viejo conocido, el mismo que precedi¨® a los mayores desastres de la historia reciente, el mismo que ha comenzado a crecer a la sombra del enemigo: de lo que se est¨¢ hablando es del rearme. Rusia, Jap¨®n, China, Ir¨¢n, Corea del Norte, por no citar a los Estados Unidos o la propia Uni¨®n Europea, no s¨®lo han anunciado su intenci¨®n de incrementar unos gastos militares rigurosamente in¨²tiles para hacer frente al terrorismo, sino que la han anunciado al mismo tiempo que se desmoronan los pactos e instituciones que garantizaron la contenci¨®n en los momentos de la guerra fr¨ªa.
M¨¢s que de las escenas de desolaci¨®n provocadas por los suicidas que env¨ªa para matar en nombre de un dios inventado para la ocasi¨®n, Bin Laden, de seguir vivo, podr¨¢ alg¨²n d¨ªa enorgullecerse de habernos llevado a donde tal vez nunca alcanz¨® a so?ar su celo mesi¨¢nico: a un mundo dispuesto a armarse hasta los dientes mientras que, al tiempo, prescinde o se enajena las reglas que mantuvieron al fantasma de la destrucci¨®n a buen recaudo.
Jos¨¦ Mar¨ªa Ridao es diplom¨¢tico.
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