Al-?ndalus
Los nacionalismos, esos clubes tan exclusivos que exigen a sus socios la partida de nacimiento, tienen la inveterada costumbre de espulgar el pasado en busca de una disculpa: se les ve rastrillar los parques y escarbar en el fondo de las selvas, atentos al hallazgo de alguna ra¨ªz sobre la que sustentar tronco y ramas, que pueda alimentarles con la savia que otros suelos les niegan. As¨ª, Mussolini encontr¨® enterrado en los arriates de su jard¨ªn nada menos que el Imperio Romano, y esgrimi¨® a menudo sus corazas, penachos y columnatas para defender su derecho a las ametralladoras y a gritar en los estrados que Italia deb¨ªa imponerse sobre el resto de pueblos del mundo. Lo mismo repitieron Hitler y Franco y tantos otros: seleccionar aquel cap¨ªtulo de los libros de Historia que mejor se aven¨ªa con sus intereses, recortarlo y convertirlo en cartel por cada una de las esquinas del pa¨ªs, para demostrar que los ancestros, esos que nunca se equivocan, ya les daban la raz¨®n. Por eso el ejercicio del historiador supone un cabotaje tan arriesgado y por eso estamos descubriendo a cada momento qu¨¦ es lo que sucedi¨® realmente en el aluvi¨®n de siglos que nos precedi¨®: no porque aparezcan hechos nuevos que encajar en el rompecabezas, sino porque se abandonan otros cuyo color delataba un sospechoso sarampi¨®n de parcialidad. Y es que, como arg¨¹¨ªa Sir Thomas Browne contra Plat¨®n, m¨¢s que en recuerdo el conocimiento consiste en las dosis justas de olvido.
Pertenezco a la primera o segunda generaci¨®n que se educ¨® en la independencia andaluza, soy hijo de quienes votaron en el hist¨®rico refer¨¦ndum y m¨ªa era una de las primeras flautas que cada 28 de febrero reiteran por las escaleras de los colegios el dichoso himno. ?Qu¨¦ se nos cont¨® de Andaluc¨ªa en clase? Que nosotros, a pesar de las penurias y el presente olvido de las instituciones, proced¨ªamos directamente de los califas Omeyas, que C¨®rdoba era una metr¨®poli cuando los habitantes de Barcelona compart¨ªan solares con las ratas, que Al-?ndalus consist¨ªa en una especie de ed¨¦n remoto donde musulmanes, jud¨ªos y cristianos conviv¨ªan en amor y compa?a y que dicha concordia no ha vuelto a igualarse en dos mil a?os de historia de Espa?a. El incipiente nacionalismo andaluz, carente del ¨ªmpetu con que ese germen crece en latitudes m¨¢s favorables, necesitaba una parcela del pasado en que acampar, a la que proclamar para¨ªso perdido, a la que retornar siempre que se discutieran sus pretensiones de ser distinto, ¨²nico, exclusivo. L¨¢stima que, como la mayor parte de los nacionalismos, su elecci¨®n estuviera llena de arbitrariedades y errores. Como muy bien explica el historiador Pierre Guichard, en una obra presentada la semana pasada en la Feria del Libro de Madrid y avalada por la Fundaci¨®n El Legado Andalus¨ª, el pasado ¨¢rabe de esta tierra no se corresponde con esa Meca id¨ªlica que describen los gu¨ªas tur¨ªsticos siempre que atraviesan los patios de la Alhambra: lo de la armon¨ªa de las tres religiones constituy¨® m¨¢s excepci¨®n que regla, el esplendor cient¨ªfico y cultural ocult¨® muchas sombras de fanatismo, de miseria y de atrocidad. La Historia est¨¢ ah¨ª para observarla tal y como es y apreciar sus claroscuros, sin servirse de ella en forma de arma arrojadiza. Por lo dem¨¢s, cualquiera encontrar¨¢ siempre un muerto que le d¨¦ la raz¨®n si recorre los cementerios con la paciencia precisa.
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