Excelencia y mediocridad
El pasado d¨ªa 14 de mayo se celebraron en el Universidad Pablo de Olavide elecciones a Rector, las segundas de su corta historia. Aunque rectora electa, decid¨ª no presentarme en esta ocasi¨®n para, despu¨¦s de seis a?os, un plazo que me parece razonable, dedicarme a la que ha sido mi actividad profesional durante toda mi vida universitaria: el estudio y la ense?anza del Derecho civil. Los cambios normativos y las transformaciones que se est¨¢n produciendo en el mundo del Derecho no permiten un alejamiento m¨¢s prolongado de la investigaci¨®n.
Por tanto, m¨¢s ilusionada que nunca en un proyecto de futuro como es la Olavide, quiero expresar mi agradecimiento personal a todos los que creyeron en ¨¦l, que lo han podido ver hecho realidad, y a tantos como me han acompa?ado en su realizaci¨®n.
Tras estos a?os queda un poso de experiencia. Un poso de palabras, por ejemplo. En la actualidad el lenguaje est¨¢ trufado con una serie de expresiones que yo llamar¨ªa m¨¢gicas: tienen el efecto contundente de cerrar cualquier discusi¨®n, y su utilizaci¨®n conjura cualquier duda acerca de si las cosas pueden ser de otra manera. Respecto de ellas existen ciertos convencionalismos: son esas las palabras que exactamente se han de usar o emplear para expresar lo correcto o lo adecuado en cada ¨¢mbito.
Sin embargo, a poco que nos detengamos en ellas, acaban por ser expresiones vanas o huecas. Pocos se preocupan de su contenido, de su significado real. Cu¨¢ntas veces o¨ªmos hablar de calidad, de eficiencia, aplic¨¢ndose a cualquier situaci¨®n, sin distinciones. Y, c¨®mo no, cu¨¢ntas veces o¨ªmos hablar de excelencia.
Resulta que el t¨¦rmino recorre de mano en mano todo el arco de posibilidades que la vida nos depara, y en todos los supuestos quiere significar lo mejor de lo que se puede tratar. As¨ª resulta que la calificaci¨®n de excelente se deja al arbitrio del que lo utiliza, a la apreciaci¨®n subjetiva sobre qu¨¦ es lo mejor. En definitiva, la hacemos comportarse como una palabra m¨¢gica que acaba disipando (cu¨¢ntas y cu¨¢ntas veces) cualquier an¨¢lisis riguroso; entonces el t¨¦rmino pierde su significado y termina devalu¨¢ndose. Ello especialmente sucede cuando su uso es patrimonializado desde la mediocridad.
Pero para que se cumpla la definici¨®n que el Diccionario de la Real Academia asigna a la excelencia ("Superior calidad o bondad que hace a algo digno de singular aprecio y estimaci¨®n") se requiere de un elemento que la objetive y dignifique frente a su ant¨®nimo, la mediocridad ("de poco m¨¦rito tirando a malo"). Se necesitar¨¢ de un dato o de unos datos que permitan medirla, discernirla o determinarla, y que son fruto de una serie de convenciones producidas en el seno de la sociedad, o en la comunidad cient¨ªfica cuando se trata de la excelencia universitaria. Estamos hablando entonces de evaluaciones externas, de tesis doctorales dirigidas, de publicaciones cient¨ªficas, de la calidad de las mismas, de los proyectos coordinados, de los premios de reconocimiento acad¨¦mico obtenidos... En definitiva, de un conjunto de par¨¢metros ciertamente flexibles pero sobre los que existe el acuerdo de que sirven para medir el grado de excelencia profesional.
Por tanto, cuando desde determinados ¨¢mbitos se invoca sin m¨¢s el t¨¦rmino "excelente" para asumirlo como propio o para aplicarlo a quien nos interesa resaltar por encima de los dem¨¢s, sin m¨¢s datos que la simple evocaci¨®n del t¨¦rmino, no por ello se alcanza la pretendida excelencia. Por el contrario, lo que se est¨¢ con frecuencia escondiendo es la mediocridad propia, o la ajena. Y es que desde la mediocridad se cree que la realidad es como desde all¨ª se ve. El mediocre est¨¢ convencido de que el mundo responde al rasero de sus capacidades o de su mezquindad, y desde esa atalaya privilegiada, lo divide entre los suyos, aquellos que se pueden rasar con ¨¦l; el resto, por supuesto, est¨¢ equivocado. Las carencias propias son as¨ª situadas bajo el paraguas de una falta absoluta de responsabilidad: son los dem¨¢s los que no entienden, los que no aprecian, y generalmente se encuentran para ello oscuras razones.
Pero no nos confundamos: no toda persona que no es excelente es mediocre; la mediocridad no est¨¢ ligada necesariamente a cualidades o capacidades de la persona. Es una aptitud, la del que no quiere asumir las limitaciones propias, la falta de esfuerzo o de trabajo, y las enmascara con la prepotencia de una falsa excelencia. Por eso el t¨¦rmino pierde su significado, y acaba diluy¨¦ndose en el marem¨¢gnum de un lenguaje postmoderno. No estar¨ªa de m¨¢s que cuando hablemos de excelencia la justifiquemos, aportemos datos que resulten ser objetivos, que la midamos conforme a elementos que puedan ser razonados. Hay que huir de la falsa modestia, de la tolerancia mal entendida, del pudor excesivo que nos impide detectar al mediocre. Y desenmascararlo, porque si no procedemos de esa forma resultar¨¢ que los mediocres acabar¨¢n por ser considerados como los excelentes; y los que de verdad lo son, y las personas normales que simplemente trabajamos y nos esforzamos por ser mejores, podemos resultar excluidos en un mundo cada vez m¨¢s peque?o y mezquino. Y ello no s¨®lo puede ocurrir en la universidad; tambi¨¦n en otros ¨¢mbitos profesionales, y asimismo en la pol¨ªtica, cuando la cortedad de miras se impone como pauta de comportamiento; o entre los llamados creadores de opini¨®n, cuando piensan que la impresi¨®n personal adquiere fuerza de categor¨ªa universal.
Y esto lo digo como una persona que no es excelente, pero que cree en el trabajo y en el esfuerzo de cada d¨ªa.
Rosario Valpuesta Fern¨¢ndez es catedr¨¢tica de Derecho Civil en la Universidad Pablo de Olavide.
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